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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (21 page)

Soth se sentó con las piernas cruzadas a la entrada de una pequeña cueva a contemplar las gruesas y frías gotas de lluvia, que producían un ritmo desapacible y
staccato
contra la tierra. Maldijo el tiempo en su fuero interno porque el ruido de la lluvia no le dejaría oír si algún ser se arrastraba desde las crestas rocosas o entre las copas de los árboles de los bosquecillos cercanos; tampoco escucharía el ruido de las trampas que había preparado, en caso de que saltaran durante la noche.

Enfocó la mirada sobre el bosque nocturno y escrutó el inhóspito paisaje en busca de señales de los tres lobos que habían comenzado a seguirlos casi desde el momento en que habían salido del pueblo, hacía ya dos días. Las peludas bestias siempre se mantenían fuera del alcance de la vista intercambiando aullidos sobrecogedores. Pero algo más avanzaba tras sus pasos; Magda lo había atisbado en una ocasión en las afueras de la aldea, y también el caballero había detectado una silueta cubierta de pelo, del tamaño de un niño, que serpenteaba entre los matorrales desde el día siguiente a la partida.

—¿Todavía están ahí? —inquirió Magda desde el interior de la cueva.

—Sí —replicó Soth—. Pero los lobos no me atacarán, y lo otro… ya veremos.

—¿Por qué no nos perseguirá Strahd? —preguntó la joven tras una pausa.

El caballero no respondió inmediatamente; en realidad ignoraba los motivos del conde para renunciar a darles caza. Los lobos eran espías suyos; de eso estaba seguro, pues ya lo habían conducido al campamento vistani la primera noche.

—Sus razones no importan siempre que lleguemos a ese portal del río o al del castillo del duque Gundar.

Un lobo lanzó un prolongado aullido en la distancia, otro respondió desde más cerca y un tercero se hizo eco de la llamada desde una roca que sobresalía por encima de la entrada de la gruta. Mientras Soth observaba los árboles y los cúmulos graníticos para localizar a las bestias, otro sonido llegó a sus oídos: música.

Magda cantaba entre murmullos una antigua canción barda de los vistanis y el caballero entendía algunos pasajes de la historia: un relato curiosamente familiar de amor perdido y conquistado. Pero lo que le llamaba la atención no era que la vistani cantara. Había vivido muchas batallas y había aguardado tantas veces a que se produjera el enfrentamiento cuando era Caballero de Solamnia, que reconocía a las claras el intento de tranquilizar unos nervios desatados.

Era la melodía misma la que le aguijoneaba el subconsciente; la canción se insinuaba en su mente y se acurrucaba como un gato ante el frío hogar de sus recuerdos. Las notas estimularon imágenes enterradas bajo cientos de años de indiferencia, les sacudieron las cenizas y las devolvieron a la vida. Los recuerdos lo maravillaban, aunque intentaba suavizarlos al mismo tiempo. No obstante, la pujanza de la memoria enseguida lo sumió en el pasado, y se dejó arrastrar…

El alcázar de Dargaard bullía con la música. Cinco instrumentistas interpretaban un aire ligero en el dúlcemele, el cuerno, la flauta y el tambor desde la galería que se asomaba al espacioso vestíbulo circular. Las vibrantes notas parecían descender con fluidez por la barandilla y por las simétricas escalinatas curvadas adosadas a los muros, cabriolando entre los juerguistas concentrados en el salón principal. Seis hombres y mujeres, ataviados con sus mejores galas de seda y brocado, medias y calzado con hebillas de plata, bailaban por parejas; también la música danzaba con ellos, y se elevaba más y más hacia la inmensa araña de luces y el techo abovedado pintado de rosa.

A medida que el baile progresaba, alegres explosiones de risa se sumaban a la música desde la mesa del fondo de la estancia, donde se hallaban reunidos los trece renombrados caballeros. Brindaron con copas rebosantes de vino dulce de las viñas de Solamnia a la salud de la pareja de recién casados que celebraba el convite, y después siguieron contando historias de gestas heroicas y bellas damas.

La canción llegó a la apoteosis final, arrastró a los bailarines a un ritmo frenético alrededor del salón y terminó de repente. Las tres parejas aplaudieron a los músicos, pero el estallido de una discusión acalló el discreto homenaje a los artistas.

—¡Jamás hubo hombre en Solamnia, ni en todo el continente de Ansalon, superior a sir Mikel en inteligencia! —declaró un caballero—. ¡Vaya, que aquella noche en Palanthas…!

Uno de los bailarines montó en cólera y, antes de que el caballero completara la fanfarronada, el bailarín, lord Soth, se separó un paso de su compañera.

—Mis leales seguidores —proclamó, y todas las voces y las risas se acallaron al momento—, estáis causando grave perjuicio a los músicos que nos acompañan.

Los trece caballeros bajaron las copas a una, y Soth vio la vergüenza reflejada en sus ojos, aunque no supo discernir si era auténtica o fingida. Los hombres aplaudieron suavemente con manos enguantadas en piel, pero miraban contritos al que había señalado su falta de etiqueta.

Momentos después, Soth despidió a los artistas con un gesto de la mano y dedicó una brevísima mirada a sus hombres, pero éstos supieron, por la ligera arruga de su frente, que debían moderarse durante el resto de la velada. Después regresó junto a su adorable compañera.

—Aceptad mis sinceras disculpas, querida —dijo, al tiempo que tomaba de la mano a su esposa. Miró al fondo de sus pálidos ojos azules, acarició con las yemas las mejillas blancas como azucenas, y la cálida tez despertó sus deseos—. Mis caballeros se desmandan en determinadas ocasiones. Se alegran mucho por mí, porque saben que estos esponsales van a llenar de alegría el alcázar. —Rió suavemente—. Deben de estar brindando porque la templanza de tu carácter suavice mi forma de gobernar las tierras de Dargaard. —La elfa sonrió con dulzura.

—Juntos superaremos lo que sea necesario, ¿sabes? —corroboró con un movimiento de la fina barbilla; su largo cabello dorado se agitó y dejó al descubierto las orejas delicadamente puntiagudas que revelaban su encumbrado linaje élfico—. Quizás que incluso Paladine, con el tiempo…

—Ciertamente —interfirió otro bailarín acercándose a Soth—, lady Isolda tiene razón. El gran dios Paladine, Padre del Bien, Maestro de la Ley, iluminará vuestra andadura para salir de estos… tiempos borrascosos. Ya es un buen paso que me hayáis llamado para oficiar vuestra unión. Los que servimos a Paladine estamos seguros de que un caballero de tan alta cuna como vos alcanzará…

El orador, un sacerdote fatuo de dudosa reputación, dejó el comentario en el aire y adoptó una mueca servil cuando Soth posó los ojos en él. El caballero percibió la tensión que le reducía los labios a una línea delgada y le drenaba la felicidad del corazón. El deseo que sentía por su esposa se desvaneció ante la súbita furia y el impulso de abofetear al hombre que tenía delante. Le costó un esfuerzo vencer los pensamientos de violencia, que solían asaltarlo con frecuencia últimamente.

—Discípulo Garath —musitó el caballero al tiempo que soltaba la mano de su esposa—, apreciamos tu asistencia a la ceremonia. Sin embargo, tu posición como celebran del matrimonio no te da derecho a exponer tus comentarios sobre nuestros problemas personales.

El clérigo aplastó los escasos mechones que le quedaban en la reluciente testa y tragó con nerviosismo. Su esposa, una mujer de aspecto amargo que doblaba la edad del joven diácono, se apresuró a intervenir para que su marido no empeorara las cosas.

—Su señoría tiene razón, por supuesto —se disculpó; con un rápido movimiento de mangosta asió a Garath de la mano—. Es un gran honor para nosotros asistir a este espléndido acontecimiento, y los músicos son excelentes, ¿no es cierto? —Sin aguardar la respuesta de Soth se dirigió a lady Isolda—. ¡Qué vestido tan bonito! Y, por cierto, tengo entendido que lo habéis confeccionado con vuestras propias manos.

—Tuve que arreglármelas con lo que encontré en el alcázar —repuso sonrojada—. Me alegra que os agrade.

Alzó los brazos, y el sutil velo de seda, complemento del vestido blanco como la nieve, se elevó en el aire. Isolda se miró el vestido, largo hasta los pies, y una levísima sombra de tristeza asomó a sus pupilas.

Soth rechinó los dientes. En Silvanost, la tierra del pueblo de Isolda, los trajes de boda de las clases altas estaban cuajados de perlas y piedras preciosas, y el suyo era una remota imitación del rico atavío nupcial de sus amigas y hermanas. Cuando levantó la mirada hacia su esposo, Soth percibió la desdicha que ensombrecía sus hermosas facciones, y también el corazón del hombre se entristeció.

La conversación tomó otros derroteros, y el caballero y la novia, el sacerdote y su esposa dejaron la tensión a un lado. La otra pareja que se les había unido en el baile, un funcionario de poca importancia de la cercana ciudad de Kalaman y su señora, acudió a participar en la charla sobre la caza y la moda cortesana, aunque intervinieron en pocas ocasiones porque no estaban acostumbrados a la compañía de los ricos y poderosos.

Soth mantenía la corrección, pero la charla trivial lo mortificaba. Aquellos cuatro eran los únicos que habían aceptado la invitación. Los restantes caballeros, políticos y mercaderes de Kalaman y ciudades colindantes al alcázar se habían excusado de un modo u otro para no acudir. Muchos incluso no se dignaron responder a las misivas de Soth.

Una hora transcurrió lentamente y, entonces, el gran salón vibró bajo unas pisadas vanidosas. Soth, como todos los demás, volvió la mirada hacia el impecable joven que se dirigía a la reunión. Caradoc era el lugarteniente de Dargaard, el maestro de ceremonias de la fortaleza. Vestía para la ocasión pantalones de terciopelo blanco, altas botas negras y jubón de la más fina seda élfica; unas anchas pulseras de oro puro, trabajadas por enanos, le adornaban las muñecas, y un intrincado medallón atestiguaba su cargo. El criado mostraba un donaire aprendido que no era propio de alguien de su baja cuna y escasa educación.

La presencia del servidor fue como una bofetada para el señor de Dargaard, pues Caradoc había utilizado el asesinato de la primera esposa de Soth para chantajearlo desde el mismo día en que había dado la orden de ejecución. El Concilio de Caballeros había condenado a Soth por sospecha de implicación en la misteriosa desaparición de su consorte, aunque no se hallaron pruebas del crimen porque Caradoc no reveló lo que sabía. El lugarteniente administraba con precaución los favores que compraba a cambio de su silencio; de lo contrario, Soth acabaría con él. A pesar de todo, hacía gala de su posición de un modo que al señor le resultaba incómodo.

Se dirigió hacia lord Soth como si no se percatara del interés que había despertado su aparición y solicitó hablar a solas con el noble sobre un asunto de la casa.—Los caballeros que han acampado fuera envían el mensaje de que la luna roja ya ha salido.

—En ese caso, la fiesta debe terminar —replicó con un suspiro—, tal como acordamos ayer. —Miró a los presentes y advirtió la preocupación que todos acusaban y que incluso arrugaba el terso cutis de su esposa. Sonrió forzadamente e hizo un gesto amplio—. Nuestros vigilantes nos comunican que ha expirado el tiempo de celebración. —Algunos caballeros se levantaron, pero Soth les indicó que se sentaran con un gesto—. No debemos guarnecer las murallas —se dirigió a los cuatro invitados— hasta que nuestros amigos se marchen. No temáis a los soldados apostados fuera; no os causarán daño alguno.

Las dos parejas se apresuraron a felicitar a los novios al momento, recogieron sus capas y salieron conducidos por el lugarteniente de Dargaard hacia la entrada principal del alcázar. Desde la puerta, el sacerdote de Paladine se dio la vuelta y pronunció una oración con los brazos abiertos, como para abarcar toda la fortaleza de Dargaard.

—No es ésta la ceremonia que habría deseado para nosotros —dijo lord Soth a su esposa con sinceridad—. Los caballeros y las damas de Kalaman no se atrevieron a acudir al festejo en este castillo sitiado, a pesar de la tregua que nos han procurado los caballeros. Ese adulador y su…

La mujer cerró los labios de Soth dulcemente con un dedo; el roce fue leve y le dejó la suave y fascinante fragancia de su perfume en la boca.

—Querido mío, tus hombres aún te profesan lealtad, así como Caradoc y los criados que cuidan los establos y la cocina. Yo también permaneceré siempre a tu lado. —Bajó los ojos y se acarició el vientre con la mano—. Tampoco podemos olvidar a nuestro hijo, mi señor. Él necesitará de ti y te amará por encima de todo.

La pareja quedó en silencio unos instantes. Después, las amplias puertas del salón se abrieron de par en par e hicieron parpadear las velas de la araña. Grandes sombras cubrieron el suelo y los muros como si la luz fuera a apagarse por completo. Sin embargo, Caradoc cerró tras de sí y las bujías recobraron su fulgor.

—El pelotón de asedio ha acompañado a los músicos y a los invitados hasta cruzar el puente y dejarlos a una distancia prudencial del alcázar —anunció el lugarteniente, no sin antes haberse alisado el corto cabello negro y ajustado la cadena del cargo sobre el pecho—. Creo que sería el momento adecuado para guarnecer las torres y levantar el puente.

—De acuerdo —respondió el noble con cortesía—. Ve a ver a los criados, Caradoc, y asegúrate de que disponen del necesario acopio de agua por si también esta noche nuestros enemigos intentan arrojar brea ardiente sobre el alcázar. —Con un gesto elegante, el lugarteniente inclinó la cabeza y fue a cumplir su cometido. Soth se dispuso a despedirse de su esposa—. Buenas noches, mi amor —murmuró, y le besó la mano con ternura—. Debo preparar la defensa y tú necesitas descansar.

Isolda respondió con un beso a su esposo y subió la escalera hacia el piso superior de la fortaleza, donde estaban sus aposentos. Soth esperó todavía unos minutos para ordenar a sus hombres que se armaran y tomaran posiciones defensivas. Después se quedó solo en el gran salón, que ahora parecía cavernoso y solitario. El eco de la música resonó extrañamente en el fondo de su mente por un momento; frunció el entrecejo y lo borró con una sacudida de la cabeza mientras se dirigía a las escaleras.

En el primer rellano pasó ante un espejo de cuerpo entero, un regalo del clérigo y su esposa. Era un artículo caro y difícil de encontrar, pero no le sorprendía que el sacerdote pudiera permitírselo; la mayoría de los eclesiásticos que conocía solía vivir rodeada de lujo.

Se detuvo ante el espejo como en una revisión militar, los amplios hombros cuadrados y la espalda recta. El cabello dorado brillaba a la luz de una antorcha próxima y le enmarcaba el rostro en un brillo celestial. El bigote, largo y bien recortado, colgaba a ambos lados de su pequeña y expresiva boca. Un jubón de terciopelo negro envolvía el torso musculoso hasta la cintura, y una vistosa rosa roja bordada en el pecho rompía la negrura de la prenda. Ese símbolo de la orden de caballería a la que pertenecía era el único adorno que llevaba.

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