Read El caballero de la Rosa Negra Online
Authors: James Lowder
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Los cascos flamígeros de la monstruosa cabalgadura de lord Soth dejaban un rastro abrasador a su paso por las rectas calles de la Ciudad Nueva de Palanthas. Era una criatura de pesadilla, moradora de los infiernos, cuyos servicios podían ser requeridos para el combate por seres pervertidos como el caballero de la muerte. Una simple mirada al negro profundo de su pelaje, al rojo sulfuroso de sus ojos y a los ollares envueltos en llamas anaranjadas revelaba su origen sobrenatural.
Lord Soth, inmerso en su propia felonía, no tenía en cuenta la reputación de traicionera que pesaba sobre su montura.
El caballero de la muerte formaba la vanguardia de los ejércitos de Kitiara Uth Matar, que codiciaba la ciudad de Palanthas por una única construcción mágica albergada entre los muros. En la Torre de Alta Hechicería, próxima al corazón de la villa, existía un portal de acceso al Abismo a través del cual Raistlin, el hermanastro de Kitiara enloquecido de poder, se había aventurado a enfrentarse a la malvada diosa Takhisis. La Señora del Dragón pretendía arrasar la ciudad hasta alcanzar la torre, desde donde ofrecería el burgo conquistado a quienquiera que saliera victorioso del portal. A Soth no le interesaba la intriga; sólo deseaba a Kitiara y preferiblemente muerta.
A pesar de que en esos momentos comandaba los ejércitos de la generala, el caballero de la muerte había advertido a Palanthas del ataque inminente. Sabía que los habitantes del burgo no reunían el poder necesario para detener a las perversas tropas, pero el guardián de la torre poseía la magia suficiente como para asestar un buen golpe a la generala. Soth tenía intención de abandonar el combate y regresar al alcázar de Dargaard después de cobrar su cuerpo y atrapar su alma. Una vez a cubierto en la infernal fortaleza, llevaría a cabo un ritual que la convertiría en su compañera no viva para toda la eternidad.
Desterró esos pensamientos a medida que se acercaba a los minaretes gemelos que enmarcaban la entrada principal; desde allí divisó numerosos hombres alineados al pie de las antiguas murallas, algunos con armadura y otros vestidos sólo con ropa, que contemplaban fijamente el avance implacable sobre la Ciudad Nueva de la fortaleza volante acabada de caer de las nubes. Tan pronto como Soth se detuvo ante la puerta, muchos se volvieron horrorizados hacia el heraldo no muerto portador de las exigencias de la Señora del Dragón.
—Señor de Palanthas —llamó, y la voz hueca rebotó en los muros. Cuando el noble lord Amothus compareció en las almenas, prosiguió—: Rinde la ciudad a la dama Kitiara, entrégale las llaves de la Torre de Alta Hechicería, nómbrala soberana de Palanthas y te permitirá seguir viviendo en paz; la ciudad no será arrasada.
Siguió una pausa durante la cual los soldados de lord Amothus mostraron señales de pánico. El señor de la ciudad, a pesar de su propio temor, se mesó la rala cabellera mientras miraba con pretendida indiferencia al caballero de la muerte y a la ciudadela voladora que se acercaba por el cielo.
Lord Soth, ataviado con la antigua armadura, continuaba a horcajadas sobre el corcel de pesadilla; el incendio que le había arrebatado la vida había alcanzado también la cota de malla y había ennegrecido los intrincados grabados de martines pescadores y rosas. La figura solitaria que aún se distinguía, una rosa centrada en el peto y renegrida por el fuego, se había convertido en el distintivo del caballero.
La capa, de regio color púrpura, ondeaba al viento sobre la espalda como un estandarte fantástico y retador; bajo el yelmo, sus anaranjados ojos brillaban con fuego propio. Se mantenía sobre la silla con rigidez, asiendo las riendas en un puño protegido por el guantelete y descansando la otra mano sobre la cruz de la espada, cuya hoja teñía la sangre de cientos de mortales. Cuando la ciudadela pasó por encima, quedó sumido en la sombra y sus contornos se hicieron imprecisos a los ojos de los demás, como si la oscuridad lo acogiera y lo arropara como parte de sí misma.
La ciudadela volante era una obra maestra de brujería maléfica. Consistía en una fortaleza de piedra oscura asentada sobre una roca megalítica, rodeada a su vez por mágicos nubarrones en ebullición. Algunas paredes se habían derrumbado por el impacto al ser arrancadas del suelo, pero la estructura mantenía la firmeza necesaria para albergar un ejército de seres envilecidos. A medida que se acercaba a las murallas del casco antiguo de Palanthas, los dragones del mal comenzaron a descender desde las nubes en formación enrevesada y caótica, y rodearon la torre en espera de las órdenes de ataque; otras criaturas infernales se alineaban a lo largo del borde de la roca dispuestas a lanzarse al combate. Los escuadrones de broncíneos dragones del bien se lanzaron al encuentro del enjambre azul y negro en defensa de Palanthas; las enormes bestias aladas surcaban el cielo a velocidades vertiginosas y llenaban las calles silenciosas con sus terribles chirridos.
—Lleva este mensaje a tu Señora del Dragón —replicó Amothus finalmente, con forzado tono impertérrito—. Palanthas ha vivido en la paz y en la belleza durante muchos siglos, pero jamás pagaremos con nuestra libertad esa paz ni esa belleza.
—Entonces —contestó lord Soth, al tiempo que la ciudadela planeaba ya sobre la muralla de la Ciudad Antigua—, ¡pagad con la vida!
Acto seguido, musitó una orden mágica y, de la sombra que lo rodeaba, salieron trece esqueletos guerreros sobre otras tantas monturas infernales semejantes a la suya; tras ellos, las
banshees
, ánimas en pena del alcázar de Dargaard, avanzaban en vuelo rasante sobre fantásticos carros forjados con huesos humanos y tirados por wyverns. Mas no fueron estos draconianos de raza inferior y amplias alas los que llenaron de pavor el corazón de los palanthianos; lo que congelaba el alma de los hombres apostados en las almenas era el sonido de las agudas voces de las
banshees
, que en formación circular ante la entrada blandían amenazantes espadas de hielo.
Soth pronunció otro conjuro mágico al tiempo que señalaba hacia la colosal puerta de entrada, y una magnífica capa de hielo se extendió como encaje sobre las barras de hierro que la mantenían cerrada; fue aumentando en espesor hasta cubrirla por completo y, a otra orden del caballero, se resquebrajó.
Los gritos frenéticos de los defensores de la ciudad apenas alcanzaban los oídos del caballero de la muerte mientras se lanzaba adelante seguido por los esqueletos guerreros y las
banshees
.
—¡Que los dioses bienhechores nos protejan! —exclamó un hombre.
Otro soldado disparó una flecha a los guerreros no muertos.
—¡Detenedlos! ¡Por el Código y la Medida! ¡Hay que impedir que esos monstruos entren aquí!
Esta última exclamación, dicha por un Caballero de Solamnia, llamó la atención de Soth, aunque sólo por un momento; las palabras del caballero y los demás gritos quedaron sofocados por jadeos de horror tan pronto como el ejército comenzó a caer a plomo desde la ciudadela flotante sobre las murallas y el interior de la villa. Los draconianos saltaban a cientos desde la fortaleza con las correosas alas extendidas para frenar el aterrizaje; se parecían a los hombres en varios aspectos, pero tenían carne de reptil y las manos y los pies provistos de garras salvajes. Descendían lanzando gritos de guerra, y sus voces, inhumanas y balbucientes, juraban fidelidad a la Señora Kitiara y a Takhisis, la Diosa Oscura a quien ésta servía. Algunos de los draconianos reclamaban sangre humana y se lamían los labios con sus largas y serpenteantes lenguas.
Una de estas criaturas aterrizó al lado de Soth cuando éste entraba en la Ciudad Vieja de Palanthas por primera vez después de tres siglos y medio; al tocar el suelo en las proximidades del pavoroso corcel, se encogió de terror ante el demoníaco caballo y el deshumanizado jinete. El frío que irradiaba Soth atravesó incluso la escamosa piel del soldado reptiliano… Los draconianos huían a la vista del caballero caído igual que los defensores humanos de la orgullosa ciudad.
—Kitiara desea volar rápidamente a la Torre de Alta Hechicería en su dragón en cuanto comience la batalla; matad a todo el que encontréis entre nosotros y la torre —ordenó el caballero de la muerte, y su mensaje fue transmitido mágicamente a los guerreros y a las
banshees
a pesar del fragor del combate.
Los servidores no muertos comenzaron la masacre mientras Soth observaba la línea defensiva que se estaba formando en un punto alejado de la calle, en el centro de la amplia avenida empedrada, donde un grupo de Caballeros de Solamnia aguardaba sobre los caballos a lord Soth y a sus guerreros. No obstante, los Caballeros de la Rosa allí reunidos le interesaban sólo en parte; toda su atención se centraba en el jefe, Tanis el Semielfo.
Fue hacia él directamente. No era la primera vez que se enfrentaban, y el heroico semielfo había sobrevivido al encuentro asistido por la buena suerte; al menos, así lo creía Soth. En aquella ocasión, Tanis había dado muerte a Ariakas, la Señora del Dragón, y había arrebatado al cadáver la potente Corona de Poder quitándosela a Soth de las manos. Sin embargo, esa derrota poco tenía que ver con el odio incontenible que le profesaba. Tanis había sido uno de los numerosos amantes de Kitiara y ejercía gran influencia sobre la despiadada generala.
Ahora, a juzgar por la armadura que vestía, parecía que los Caballeros de Solamnia le habían concedido un rango honorario por su contribución a la defensa de Palanthas, y Soth se mofó al ver al mestizo armado con la cota de caballero. En sus tiempos no se hubiera permitido semejante transformismo en la Orden; estaba seguro de que Tanis no se había sometido a las pruebas necesarias para la promoción, y ni él ni su familia habían demostrado ser merecedores de tan alta distinción. Con una sonrisa repulsiva, Soth se dijo que dejaría constancia del escaso valor del semielfo en la batalla antes de que el día terminase.
Sus ojos destellaron al ver una pequeña silueta que saltaba sobre Tanis. Un kender, la raza más retorcida y perversa conocida por su inclinación a «tomar prestado» lo ajeno, se aferraba al semielfo como una esposa afligida por la partida de su esposo. Tras un breve forcejeo, Tanis lo agarró por la cintura y se deshizo de él sin miramientos para alejarlo del peligro. Cuando el kender, del tamaño de un niño, aterrizó, Soth vio que se trataba de Tasslehoff Burrfoot, compañero de Tanis desde hacía mucho tiempo.
—¡Tanis! —protestó el pequeño desde la entrada de una calleja cercana—. ¡No salgas fuera! ¡Vas a morir, lo sé!
El semielfo echó una ojeada al kender y regresó raudo junto a los caballeros.
—¡
Llamarada
! —gritó mirando al cielo.
Un joven dragón broncíneo se abatió desde el aire con un sonoro revoloteo y aterrizó en la amplia calle al lado de Tanis; ante su proximidad, los corceles de los otros caballeros relincharon y se alejaron espantados del dragón del bien.
El kender corrió unos pasos por la calle agitando frenéticamente las polainas azules y lanzó un grito:
—¡Tanis! ¡No te enfrentes a lord Soth sin el brazalete!
«¿Qué brazalete?», consideró el caballero de la muerte por un instante, y llegó a la conclusión de que Tasslehoff debía de referirse a alguna chuchería mágica de Tanis contra los muertos vivientes.
—Impostor —murmuró Soth con malicia—. Un verdadero caballero jamás utilizaría brujería en un duelo de honor.
Ya se había acercado lo suficiente como para distinguir el emblema de los Caballeros de la Rosa en la armadura de su enemigo. Por fin, uno de los jinetes señaló hacia Soth, llamó al capitán, y Tanis se volvió con un gesto de temor enmarcado por la barba castaña rojiza. Su mirada encontró las órbitas llameantes que brillaban bajo el yelmo de Soth, y una expresión de miedo invadió su bronceado rostro. El caballero de la muerte tiró del freno de su horrenda montura y descendió despacio.
—¡Corred! —gruñó Tanis, sin apartar la mirada de Soth. Las ánimas en pena y los esqueletos guerreros estaban a su espalda, y detrás de todos, la destrozada puerta principal. El semielfo retrocedió un paso hacia el dragón agazapado en la calle y gritó—: ¡No se puede hacer nada contra ésos!
Lord Soth desenvainó la espada y avanzó resuelto hacia su enemigo, y, en ese mismo instante, un draconiano de la ciudadela aterrizó frente a Tanis. El semielfo golpeó a la criatura con el pomo de la espada, le dio un severo puntapié en el estómago y saltó sobre su espalda escamosa y sus correosas alas.
—¡El kender! —advirtió a
Llamarada
.
El dragón levantó el vuelo, y Tanis, con ágil gracia élfica heredada del pueblo de su madre, que ni siquiera la pesada armadura disminuía, siguió a
Llamarada
a trote ligero. El resto de los caballeros se dispersó y desapareció enseguida por las callejas más próximas.
Soth presenció la vergonzosa huida de Tanis con una mezcla de repugnancia y sorda complacencia. Había descendido del caballo para enfrentarse al semielfo según las normas del Código, la estricta regla de los Caballeros de Solamnia, que tachaba de abusivo el combate sobre montura cuando el oponente iba a pie; Soth solía comportarse con equidad y, a pesar de declararse en rebeldía contra el Código, observaba sus dictados siempre que era posible como prueba de que la supuesta honorabilidad de los miembros de la Orden no debía ser juzgada por sus rigurosos principios.
La cobarde retirada de Tanis lo sorprendió; pensaba que el semielfo presentaría batalla o que, cuando menos, intentaría retrasar el asalto al centro de la ciudad. La sorpresa se tornó aborrecimiento por el hombre que, investido con las insignias de la Rosa, optaba por huir de la batalla; ese distintivo había representado en el pasado lo más preciado para lord Soth y verlo mancillado por tan baja conducta le recordaba que había derrochado su vida persiguiendo la quimera del honor. Aunque la orden de caballería no estuviera constituida por el grupo de paladines de corazón puro que se suponía, ser testigo de sus flaquezas jamás le resultaba grato. Una vez despejada la calle, los serviles guerreros de Soth se reagruparon a su alrededor y, tan pronto como el dragón de bronce desapareció de la vista tras un edificio con Tanis presuroso a la zaga, se dirigió a sus subordinados. Más allá, al fondo de la recta calle, un puñado de comerciantes mal armados levantaba una barricada contra el horrible ejército; los palanthianos, pertrechados con espadas viejas y melladas recogidas en las tiendas de empeño o descolgadas de su lugar de honor en la casa de cada cual, amontonaban cajas y mesas para impedir el avance del enemigo.