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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (48 page)

El rey permaneció un breve tiempo en silencio. Después se limitó a decir:

—Bien. Lo pensaré. Quizá no sea mala idea. En cuanto a ti, Zonio, sabes que confío en tu fidelidad. Si finalmente sigo tu consejo, te ordeno que secundes a don Munio en todo cuanto emprenda. —Había empezado ya a dibujar mi reverencia de despedida cuando el rey añadió—: Un momento. Hay algo más. Ahora la frontera está tranquila. Demasiado tranquila. Será bueno para todos que la alteremos un poco. Debes averiguar qué se mueve al otro lado. Y si es posible, meter un poco de miedo a esos blasfemos. Hoy tienen demasiados problemas para atacarnos, pero mañana volverán a la carga; cuando ese día llegue, que llegará, será bueno que les hayamos macerado un poco, para que se tienten la ropa. Que sepan que no nos estamos quietos. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

Lo entendí.

De vuelta a mis predios me dirigí a Mena. Quería ver a mi madre. Muniadona me esperaba junto al fuego. Había trasladado todas sus cosas a una pequeña estancia en la iglesia de San Emeterio. Allí aguardaba el final. Me conmovió su aspecto envejecido, doblado por los años y las penalidades. A su lado descubrí un hatillo cuyo contenido aumentó mi emoción: mis cartas.

Durante todos estos años de campañas yo había tomado la costumbre de enviar mensajes a mis padres para darles razón de mi vida. Se los hacía llegar junto a objetos valiosos, generalmente procedentes del botín, a través de los monjes que solían acompañar a la hueste. Este no era el procedimiento más rápido, pero sí el más seguro, porque nadie en el reino osaría desvalijar a un mensajero monástico. Cuando volví al hogar, observé que mi madre había guardado todas mis cartas, escritas en tosca piel de becerro, en un montoncito cerca de la gran mesa familiar. Estaban sin abrir. Nada más lógico, pues no sabía leer. Pero la mera posesión de aquellas vitelas era, en su corazón, la suprema certidumbre de que yo seguía vivo.

Muniadona murió muy poco después de ese último encuentro. Una mañana de aquel invierno no se despertó. Eso fue todo. Mi hermana Munia, que la asistía en estos últimos años, la encontró dormida como un niño. Inmediatamente nos avisó a Vítulo y a mí. Mi otro hermano clérigo, Ervigio, que vivía en Mena, se encargó de preparar el cuerpo. También cursamos aviso a mi hermano mayor, García, que apenas salía de Carranza. Esta vez sí vino, sin embargo. Era la primera vez que García cruzaba los montes de Ordunte hacia el sur.

Hubo una atmósfera de mansa melancolía en la despedida a aquella mujer que nos lo había dado todo. Muniadona, nuestra madre, se marchaba de este mundo con la misma discreción y el mismo orden con que había pasado por él. Desde el cielo estaría mirando con su dulce sonrisa a sus hijos reunidos, otra vez, en el camposanto: ante las tumbas de Lebato, Muniadona, Esteban y Bartolomé, mi hermano García, sorprendentemente emocionado, se aferraba al brazo de Vítulo, mientras Ervigio celebraba las exequias y yo, la cabeza baja, rezaba en silencio junto a Munia. Solo faltaban Tello, desaparecido quizá para siempre, y Adosinda, casada en Galicia, a la que no fue posible avisar. En aquellas humildes tumbas junto a la iglesia de San Emeterio de Taranco, toscas cruces de madera sobre el suelo, descansaba un sueño de titanes: saltar a tierra enemiga y, a fuerza de amor y dolor, devolverla a la cruz. Eso era lo que habían hecho, antes que ningún otro, Lebato y Muniadona. Ahora ambos descansaban en la tierra que habían conquistado con tanta entrega y tanto sudor.

Aquella noche cenamos juntos todos los hermanos a la luz de la lumbre. Brindamos por los ausentes y nos deseamos una santa y feliz vida hasta que Dios decidiera que había llegado el final.

El rey me había dado instrucciones claras: recorrer la frontera por el otro lado, el lado musulmán, y meter miedo en tierras de moros. Nada podía resultarme más grato. Alineé a mis diez caballeros, sumé otros cincuenta jinetes voluntarios a la hueste, dejé a mi hermano Vítulo al mando de las obras en Tedeja y partí hacia la infinita estepa del sur.

El plan era muy sencillo: no había plan. Simplemente recorreríamos la frontera en busca de objetivos que saquear. Durante años así lo habían hecho los musulmanes; ahora nos tocaba a nosotros. Más de seis meses anduvimos castigando la frontera mora. Primero, con cabalgadas hacia el sur hasta cruzar el Duero. Después, aún más lejos, hasta las grandes sierras. Para estar más cerca de nuestros objetivos levantamos un campamento de fortuna en las sierras de Urbión. Al ver que no había oposición digna de ese nombre, decidimos aventurarnos por la calzada que llevaba de Toledo a Zaragoza, habitual lugar de paso de las expediciones moras. Y ganados por una osadía sin límites, llegamos a las tierras del alto Tajo, donde los musulmanes jamás podrían esperarnos. Todo eso ocurrió entre abril y octubre del año 809.

Como la vida en el emirato se estaba poniendo muy áspera para los cristianos, una buena parte de nuestra labor consistió en acudir al rescate de las caravanas de fugitivos que cruzaban la gran meseta hacia el norte. Eso nos obligó con mucha frecuencia a sostener combates contra las partidas de bereberes que acosaban a los huidos. Lo que los bereberes buscaban no era devolver a los mozárabes a sus puntos de partida, sino algo mucho más primario: robar sus pertenencias y, si alguno de los cautivos valía la pena, venderlo como esclavo; para los demás desdichados no habría otro destino que la muerte. En esto el negocio de los bereberes de la frontera coincidía con el de los salteadores, y a buen seguro unos y otros mercadeaban con su siniestro tráfico. Mis jinetes cortaron ese infame comercio con la punta de sus lanzas.

Alertado por nuestros movimientos, el valí moro de Medinaceli envió un ejército en nuestra búsqueda. Los vimos aparecer una mañana que descansábamos en las gargantas del Jalón. Nos dejamos descubrir y con celeridad fingimos una fuga hacia el mágico paraje de Somaén. Allí el río dibuja una pronunciada curva entre dos peñas. Nuestros perseguidores se metieron en la trampa. Atenazados entre las peñas y el río, una lluvia de rocas cayó sobre ellos. Trataron de reorganizarse en la curva del Jalón, pero con eso solo consiguieron ofrecer un blanco compacto para la carga de nuestros caballos. Matamos a muchos y dejamos huir a los demás.

Pero lo cierto es que, al margen de aquel episodio de Somaén, pocas veces tuvimos que librar verdaderas batallas. Lo más habitual era llegar a cualquier aldea, neutralizar a los pocos soldados moros que allí hubiera —en general, escasas guarniciones de bereberes—, rapiñar lo que se nos presentara a mano y huir con el botín. En tierras de Segovia nos apoderamos de una manada de bonitos caballos árabes. Juanti se encargó de llevarlos inmediatamente a Iruña, donde los ofrecí a doña Argilo y don Munio como regalo por sus esponsales, para así lavar el feo gesto de mi ausencia. En el paraje de Castrojeriz requisamos diez carros de grano, y otros siete en Osma. En Sigüenza incendiamos los campos cuando faltaban pocos días para la cosecha y lo mismo hicimos en Medinaceli, donde además obtuvimos un cuantioso cargamento de sal. El fruto de nuestras andanzas se enviaba a Espinosa, donde Vítulo lo repartía de la forma más conveniente. Durante todo ese año los jinetes del Loco del Jabalí Blanco fueron una pesadilla para los sarracenos.

Aquella vida agreste, no lo negaré, terminó gustándome. No volvimos a Espinosa hasta que las lluvias y el frío hicieron imposible seguir con nuestros ataques. En el valle nos recibieron como a héroes. Y no era para menos, porque toda la comunidad se había beneficiado mucho con estas andanzas. La misión encomendada por el rey Alfonso había quedado bien cumplida: ahora los moros ya sabían que la frontera era peligrosa… ¡también para ellos! Por primera vez sentirían en su piel el miedo que nosotros habíamos vivido durante tanto tiempo.

Hubo más cambios en aquellos años. Durante mi ausencia, Munio Núñez fue efectivamente nombrado conde de Castilla por el rey Alfonso. Al mismo tiempo, mi gente terminó el castillo de Tedeja en el otoño del año de Nuestro Señor de 810. Allí me trasladé con mi hueste. El viejo señor don García había muerto unos meses antes —víctima de una retención de orina, me dijeron—, y el conde don Munio dispuso que me encargara yo de la cobertura de las fortalezas de Oña y Frías. Con estos dos baluartes adelantados y el castillo de Tedeja detrás, las tierras de Espinosa y Mena serían inexpugnables. Pero el suceso que más me afectó fue la muerte de mi hermano Vítulo.

Ocurrió en la primavera de 812. Todo empezó cuando mis jinetes trajeron a nuestras tierras a una caravana de fugitivos mozárabes de Segovia. Eso ya se había convertido en algo habitual. Pero aquella gente venía en condiciones completamente inusuales: febriles, dolientes, hasta el punto de que dos de sus miembros habían muerto por el camino. Con la caravana venía un niño enfermo; muy enfermo. Uno de los muertos era el padre del chico. Vítulo los acogió. Se instaló a los mozárabes en los campos cercanos a Mijangos. Y en cuanto al niño enfermo, Vítulo insistió en apartarle de los demás: él se encargaría personalmente de cuidarle.

Pude ver al niño: unas feas pústulas rojas salpicaban todo su cuerpo. Ardía de fiebre a todas horas. Deliraba. Vítulo multiplicó los cuidados. Prácticamente no se separaba de él. Hasta que el niño falleció. Mi hermano le enterró con sus propias manos en Espinosa. Pero entonces el que enfermó fue Vítulo. Primero con unas altísimas fiebres. Después con una erupción por todo su cuerpo de pústulas como las del niño moribundo.

Sisnando, el cordobés, que algo sabía de males y remedios, nos advirtió de que Vítulo debía ser aislado de todo contacto; no por él, sino por los demás. Quedó encerrado en un cobertizo del castillo de Tedeja. Solo yo pasaba a llevarle agua y comida. Fue muy rápido: en una semana mi hermano murió. Según sus deseos, le enterramos en la iglesia de Santa María de Mijangos, aquella que con tanto amor él mismo había reconstruido. Siempre recordaré a Vítulo con su sonrisa perenne, su gesto inquisitivo, su carácter flemático, su cabeza perpetuamente ocupada en imaginar dónde cabía un molino y dónde una fragua. Murió contemplando una imagen de Nuestra Señora. En el último trance le di a besar la vieja cruz de madera que colgaba de mi cuello, aquella que un ya muy lejano día me hizo llegar Beato de Liébana. La comunidad de colonos se quedaba sin su principal impulsor. Y yo perdí a otro ser querido.

A Vítulo le sustituyó al frente de la comunidad mi otro hermano, Ervigio, que no obstante se quedó en Mena: desde allí dirigiría las cosas. Nadie más murió por aquel misterioso mal. Pero la pérdida de mi hermano, con su talento tranquilo y su capacidad de iniciativa, fue un daño irreparable para los colonos.

La muerte impidió a Vítulo conocer la noticia que en aquel mismo año conmovió al mundo entero: un ermitaño había descubierto en un lugar llamado Libredón la tumba del apóstol Santiago. El reino cristiano del norte daba un nuevo salto hacia una vida más plena y mejor.

24. Peregrinos de Santiago

Yo me enteré de lo de Santiago por un mensaje del obispo Adulfo. Oviedo había mandado emisarios a todas partes para dar razón del acontecimiento: en un remoto bosque gallego había aparecido la tumba del apóstol. El obispo de Iria, Teodomiro, refirió inmediatamente el hallazgo al rey Alfonso. Este, fiel a sí mismo, anunció enseguida una peregrinación personal al sagrado lugar. El rey acudiría allí con sus fieles. Por eso me convocaron. Como a todos los demás.

Partí a toda prisa hacia Oviedo. Otros fieles del rey acudieron desde el Campoo, Vizcaya, las Babias… En la capital nos reunimos todos, como ocurrió el día de la donación de la Cruz de los Ángeles. El obispo Adulfo había preparado bien las cosas: Alfonso iba a sancionar con su presencia el sensacional descubrimiento y eso exigía una comitiva tan solemne como fuera posible. De manera que, además de los fieles del rey, allí estaban también los principales obispos del reino, los condes de palacio y los magnates más próximos al monarca. Recién llegados, Adulfo nos convocó en la iglesia de San Tirso porque quería darnos detalles sobre el suceso.

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