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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (22 page)

Cuando vi llegar a Beato no pude evitar que un nudo de emoción me trabara la garganta. Creo que solo en ese momento fui consciente de cuánto me había enseñado ese hombre en el poco tiempo que estuve junto a él. Me precipité corriendo hacia el carruaje y me incliné ante los dos monjes, Beato de Liébana y Eterio de Osma, que trabajosamente descendían de su interior. Pedí la bendición de ambos. Y ambos iban a dispensármela de manera rutinaria cuando Beato reparó en mi rostro. Con su habitual fruncimiento de labios, exclamó:

—¡Por todos los santos! ¡Zonio! ¡Zonio de Mena! ¡Alabado sea el Señor! ¿De manera que al fin me obedeciste y marchaste al campamento? ¡Creí que no tendrías coraje y que volverías a tu casa con el rabo entre las piernas, perillán!

Besé la mano de Beato, primero, y la de Eterio después. Beato seguía hablando, excitado:

—¿No le recuerdas, hermano Eterio? ¡Es el aprendiz! ¡El que copió el epistolario de Braulio de Zaragoza! ¡El que salió expulsado por aquella pelea con ese otro mozo…!

—Ah, vaya… —observó Eterio, circunspecto—. De manera que finalmente ha encontrado un sitio en este mundo… ¿Te has hecho soldado, muchacho?

—Padre Eterio, maestro Beato —contesté torpemente—. No puedo expresar el dolor que sentí por haberos fallado…

—No nos fallaste a nosotros —respondió Beato—, sino a Dios, pero ya pediste perdón por eso.

—Pero no os pedí perdón a vosotros —reconocí, sinceramente contrito—, y ahora lo hago. Aceptad mis disculpas por aquel comportamiento.

—Nuestro perdón lo tienes desde el mismo instante en que confesaste y te pusiste a bien con Dios. Solo Él, en su infinita sabiduría, conoce cuál es tu camino y por qué suceden las cosas. Pero mírale, hermano Eterio —dijo a su compañero—, tiene buen aspecto a pesar de todo.

—Padre Beato —susurré—, en este tiempo me han ocurrido cosas horribles que han puesto a prueba mi fe. ¿Tendrás la misericordia de escucharme?

—¿Quieres confesar ahora? —exclamó Beato.

—Si no te importuna…

Beato manifestó cierto embarazo:

—Verás, Zonio, ahora me espera el rey Alfonso. Hemos de hablar sobre ciertos aspectos importantes de la liturgia de la coronación. Conozco a Alfonso hace tiempo. A él y a su tía Adosinda, a la que yo mismo enseñé a leer. No puedo hacerle esperar. Pero, si de confesar se trata, el padre Eterio puede absolverte con más autoridad que yo.

Beato se perdió, frunciendo los labios, en el interior del tosco caserón que servía de palacio. Yo quedé con Eterio, fuera, arrodillado en un rincón, lejos de las miradas ajenas. Le conté todo. Mi amor por Deva, la pelea con Braulio, la hostilidad de Asur, la tragedia de Campoo… Él no podrá revelar mis secretos, pero yo sí revelaré que Eterio, al conocer de mi boca el rapto de Deva, lloró.

11. Óleo santo sobre la cabeza del rey

El 14 de septiembre fue el gran día. El abad Fromestano lo había preparado todo. Una enorme multitud se congregó en la iglesia del cenobio de San Vicente. Alfonso había querido que la ceremonia de su coronación se celebrara en recinto sagrado. Y aún había dispuesto otras cosas que pintarían el asombro en los rostros de todos los presentes.

Pocas veces he estado más satisfecho de mí mismo que en aquella ocasión. Los de la hueste del rey habíamos formado un gran rectángulo en la explanada del palacio. Allí aguardábamos, a pie, la aparición de Alfonso. En primera fila estábamos nosotros, los guerreros que habíamos acompañado al rey en su viaje. Yo había bruñido mi cota de malla, limpiado mi escudo, recosido mi casco, incluso di lustre a la azagaya que esgrimía en mi mano y a la cimitarra que colgaba de mi cinto. Alguien, no recuerdo quién, me prestó una capa de color rojo. Rojas eran igualmente las capas de mis compañeros. Detrás de nosotros, un centenar de guerreros de Asturias aguardaba igualmente la llegada de Alfonso. Si Dios era el Señor de los Ejércitos, esta era sin lugar a dudas su mesnada.

La puerta del palacio se abrió. Primero aparecieron Teudano y Gadaxara, ambos soberbiamente engalanados. Uno y otro lucían sobre sus capas rojas sendas pieles de lobo, las garras del animal cayendo sobre el pecho. Cada cual enarbolaba un alto estandarte blanco con la roja cruz bordada sobre la tela. Gadaxara y Teudano abrieron completamente el portalón y se situaron, rígidos, en los flancos. Entonces apareció el cortejo de los clérigos. En primer lugar, el abad Fromestano tocado con una mitra. Tras él, un presbítero portaba el incensario. Los vapores del sahumerio abrían paso a los monjes de San Vicente, encabezados por Beato de Liébana y Eterio de Osma. Con ellos, Juan, el presbítero de Ayala. Sus voces entonaban un himno que había compuesto el propio Beato. Era el
O Dei verbum
dedicado al apóstol Santiago:

Oh, apóstol dignísimo y santísimo, cabeza refulgente y dorada de España, defensor poderoso y patrono nuestro. Asiste piadoso a la grey que te ha sido encomendada; sé dulce pastor para el rey, para el clero y para el pueblo; aleja la peste, cura la enfermedad, las llagas y el pecado a fin de que, por ti ayudados, nos libremos del infierno y lleguemos al goce de la gloria en el reino de los cielos.

Cuando la comitiva de los clérigos hubo salido completamente del palacio, el aire se rasgó en una grave vibración de trompas y cuernos. Era el anuncio de la llegada del rey. Alfonso asomó a la puerta, majestuoso, hierático, solemne, pero vestido con impresionante humildad: una simple túnica blanca sobre el cuerpo; la cabeza desnuda, sin otro adorno que sus propios cabellos. Con asombro comprobé que iba descalzo. La hueste rugió en una prolongada exclamación de victoria. Las campanas de San Vicente y San Salvador rompieron a tañer. Los gritos de los guerreros, el bufido de cuernos y trompas, las campanas enloquecidas y las voces de los monjes, todo mezclado, me envolvió en una atmósfera de pura euforia.

La comitiva de los monjes enfiló hacia la iglesia de San Vicente. Detrás de ellos caminaba el rey, flanqueado ahora por Gadaxara y Teudano con sus estandartes. A una discreta señal de nuestro jefe, los de la hueste pasamos a cubrirles las espaldas, como los antiguos gardingos visigodos, mientras el resto de los guerreros cerraba el cortejo. Los monjes seguían elevando al cielo sus plegarias, que llegaban a lo alto envueltas en el ronco fragor de las trompas y en el repiqueteo incesante de las campanas. A los lados del camino, una ingente muchedumbre de paisanos miraba maravillada, arrojando flores o postrándose de rodillas al paso del rey.

El cortejo penetró en la iglesia de San Vicente. Se diría que todo el reino estaba allí dentro: centenares de personas se agolpaban en la austera nave, todos ellos de alta alcurnia a juzgar por sus ricas vestimentas. En contraste con el lujo de los notables, el humilde atavío del rey parecía sobrenatural. La multitud dejó un estrecho pasillo. Por él cruzaron los monjes, que ganaron el coro, y el rey, que se detuvo ante el altar junto a Fromestano, Beato y Eterio. Nosotros, los de la hueste, nos situamos en ambos lados del transepto, allá donde la planta de la iglesia dibujaba la forma de la cruz, allá donde los crueles clavos hebreos perforaron las manos de Nuestro Señor.

Desde mi posición pude observar a la concurrencia. Por su traza, todos eran inequívocamente nobles. Los magnates del reino y sus familias, que en las jornadas anteriores habían acudido a saludar al rey, estaban ahora allí, en San Vicente, en el momento supremo de la coronación. Vi, por supuesto, a Nepociano con su túnica de verde oscuro bordada en oro, situado en lugar preferente. Vi a otros muchos caballeros y también a las hermosas damas del reino. Y vi… ¡a Creusa, la hija de Mauregato, mirándolo todo con sus ojos de azul violáceo!

Allí estaban, sí, Creusa madre y Creusa hija, ambas con los mismos ojos, los ojos hechiceros de la bruja del bosque. La madre me pareció sensiblemente desmejorada desde aquel día, para mí ya tan lejano, en que la conocí en la antecámara del moribundo rey Mauregato. La hija, por el contrario, estaba resplandeciente. La muchacha había cambiado muy palpablemente en este tiempo. En su cuerpo aparecía ahora la mujer: los senos se adivinaban con claridad bajo la rica túnica; las graciosas curvas de las caderas, ceñidas por un ancho cinturón, hablaban el lenguaje del amor. Lo que no había cambiado eran sus ojos. ¿Bruja o hada? La joven Creusa asistía a la ceremonia con semblante fascinado, bebiéndolo todo con avidez. Yo no podía apartar los ojos de ella. Ella me miró. Y sonrió.

Beato, Fromestano y Eterio subieron al altar. Alfonso se arrodilló ante los tres clérigos. El rostro del rey expresaba una profunda concentración. Un sacerdote se aproximó y depositó en el ara diversos objetos: unas vestiduras de color púrpura, un cilindro metálico, joyas, una larga cruz, unos ricos zapatos ornados de gemas… También unas cajitas de oro y plata. Otros dos monjes acercaron después una hermosa silla ricamente trabajada que colocaron al pie del altar. Aún otro clérigo esparció sobre la cabeza de Alfonso hojas y flores de hinojo. Un intenso silencio se adueñó de la iglesia entera.

Beato sostuvo en sus manos el acetre del agua bendita y lo ofreció a Fromestano. Este sacó el hisopo del recipiente y asperjó a los fieles en todas direcciones. Después volvió la espalda a la asamblea y musitó algunas oraciones frente a la cruz. Una vez hubo concluido Fromestano, Beato tomó las cajas de oro y plata y las abrió. El abad de San Vicente comprobó su contenido. Los tres sacerdotes rodearon entonces al rey, que permanecía de rodillas. Fromestano habló:

—Queden ungidas estas manos con el óleo santo con el que fueron ungidos los reyes y los profetas, como ungió Samuel a David al consagrarlo rey, al fin de que tú seas bendito y constituido rey en este reino sobre este pueblo que te dio tu Señor Dios para regirle y gobernarle, lo que Él mismo se dignó concederte. Y como Saúl y David fueron ungidos por Samuel, como Salomón fue ungido por el sumo sacerdote del templo, como Teodosio el Joven fue ungido por el patriarca Proclo, como lo fue Justino de Constantinopla. Como el rey Wamba fue ungido en Toledo, y como lo fueron todos sus sucesores. Así tú ahora, Alfonso, rey por la gracia de Dios, serás ungido con estos santos óleos, materia del carisma que del Señor recibes.

Fromestano fue derramando suavemente los óleos en la cabeza ornada de hinojos de Alfonso. Con su mano trazó una cruz sobre los cabellos del ungido. El rey, mientras tanto, desgranaba las palabras de un solemne juramento. Después Alfonso se puso en pie. Una gota de óleo santo escapó de los cabellos y resbaló por la mejilla hasta la barba. Esa gota relucía con destellos dorados bajo la luz del sol que entraba por los ventanales. La estampa tenía algo de celestial. Llegó entonces el momento de cubrir al monarca con las vestiduras regias. Eterio depositó sobre los hombros del rey una túnica púrpura y la abrochó con una fíbula enjoyada. Beato le calzó los pies desnudos con aquellos hermosos zapatos ornados de gemas. Fromestano le ofreció un cilindro de áspero metal:

—La tierra de sepultura que guarda este objeto te recordará que el destino de todo hombre es morir y que solo Dios es omnipotente.

Alfonso acogió con una inclinación aquel amargo regalo, memoria de la finitud humana. Después el abad de San Vicente izó la larga cruz de madera depositada ante el altar. Era la enseña del rey cristiano. Se la entregó solemnemente al rey. Alfonso respondió:


Hoc signo tuetur pius. Hoc signo vincitur inimicus
. Con esta señal se defiende el piadoso. Con esta señal se vence al enemigo.

Luego los tres clérigos acompañaron a Alfonso al lujoso escaño situado bajo el altar. Le invitaron a sentarse. Alfonso, en una mano la cruz y en la otra la tierra de sepultura, se acomodó en el trono. Dos ayudantes aparecieron entonces con una hermosa corona: un yelmo enriquecido con una diadema de oro en torno a la frente. Fromestano y Beato depositaron lentamente la corona sobre la cabeza de Alfonso. Los monjes entonaron un cántico jubiloso. Las campanas de la iglesia comenzaron a repicar. Alfonso era rey.

El ritual de la coronación de Alfonso iba a causar un enorme impacto en todo el reino. Alfonso no se había coronado, pues ya fue coronado una vez. No, Alfonso se había ungido, y eso representaba un cambio fundamental. Desde los lejanos tiempos de la monarquía goda de Toledo, ningún rey español había resucitado aquel rito que ponía al monarca en relación directa con la voluntad divina. El ritual de la unción significaba que Alfonso no se veía a sí mismo como el rey de un oscuro territorio en un pequeño rincón de la vieja Hispania, sino como el heredero directo de la corona toledana. El alma de la España cristiana ya no estaba en la Toledo sometida al moro, sino en esta Oviedo orgullosa y libre entre sus montañas. Sin duda era eso lo que Beato y Alfonso habían hablado tan largamente durante su encuentro. Y era una revolución.

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