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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (24 page)

Lo primero que hizo el rey Casto fue estudiar cómo proteger al reino de nuevas aceifas musulmanas. Pero el objetivo de Alfonso no era solo eludir el castigo sarraceno, sino que, con visión más larga, aspiraba a hacer las cosas de tal manera que Asturias pudiera devolver los golpes del moro. ¿Cómo obrar semejante milagro? Esa era la cuestión, y durante los primeros días de su reinado no dejaron de afluir consejeros a la sede del rey en Oviedo.

Nosotros, la hueste de la capa roja, habíamos quedado en palacio como guardia del rey. Eso me dio oportunidad de conocer los detalles de lo que el rey preparaba. Cierto día se me asignó la custodia de la cámara regia. Era una ocasión importante, porque el rey iba a despachar asuntos de extrema gravedad. Tal y como se me ordenó, me situé en la entrada de la cámara, al otro lado de un pesado cortinaje que ponía la sala a salvo de miradas impertinentes. Alfonso había reunido a sus colaboradores más íntimos. Allí estaban Gadaxara y Teudano. Estaba también el abad Fromestano y otro sacerdote llamado Adulfo. Completaban el grupo otras gentes de palacio, como Basiliscus, Froila y Gundemaro, a las que yo veía por primera vez.

—Las fuerzas del reino son escasas —dijo el rey—. En el Burbia hemos perdido demasiados hombres. No solo no podemos atacar; es que ni siquiera podemos defendernos con garantías. Nuestra frontera sigue muy expuesta. Ya sea por Galicia o ya por Álava, las huestes moras pueden atacar en cualquier momento. Y lo harán sin duda cada vez que tengan oportunidad, año tras año, hasta ahogarnos en nuestra impotencia. Eso significa dos cosas. Primero, que hemos de fortalecer nuestra frontera. Es preciso sembrar de castillos el oriente del reino y emplazar defensas en los caminos del oeste. Y en segundo lugar, que no podemos combatir solos. Se hace necesario sacar al reino de Oviedo de su aislamiento. Mientras sigamos solos, Córdoba podrá acercarse a cualquiera de los señores de nuestras tierras y ofrecerle un pacto ventajoso; otros imitarán la maniobra para buscar su seguridad y volveremos a la situación que ya hemos vivido antes. Con un par de cientos de jinetes bereberes, cualquier magnate estará en condiciones de desafiar al mismísimo rey. La unción que he recibido debería atajar cualquier traición, pero vosotros sabéis como yo que el efecto de este carisma durará poco en las almas torvas de los desleales. En su ánimo el oro sarraceno podrá más que los óleos santos. La única manera de evitar esto es que los traidores se lo piensen dos veces antes de levantar el puñal contra su rey. ¿Cómo conseguirlo? Haciéndoles ver que aquí no está solo el rey de Oviedo, que esa espalda que quieren apuñalar no es únicamente la de un hombre llamado Alfonso, sino que es toda la cristiandad la que descansa en esta sede.

Uno de los presentes, el llamado Basiliscus, interrumpió:

—Con vuestro permiso, mi señor, ¿cómo pensáis hacer tal cosa? No hay aliados posibles a la vista. Pamplona es apenas una aldea. Entre nosotros y Córdoba no hay más que la tierra vacía de la gran meseta. ¿Con quién podríamos aliarnos?

El rey expuso su plan, que dibujó el asombro en los rostros:

—Con Carlomagno, el rey de los francos. Estoy seguro de que es ahí donde de verdad apunta el ambicioso emir Hisam de Córdoba. Para el moro, nosotros no somos más que un enojoso, pero pequeño obstáculo. Dejémosle que así lo crea. Hisam es ambicioso y sueña con la gloria, y para el moro no hay gloria mayor que derrotar al campeón de la cristiandad, es decir, a Carlomagno. Eso hace del rey de los francos nuestro aliado natural.

—Pero Carlomagno —interrumpió Fromestano— ya quiso intervenir una vez en España y salió escaldado. Acordaos de Roncesvalles. Dudo que esté interesado en una alianza que solo puede reportarle sinsabores. Y al revés, estará mucho más cómodo fortificando las montañas de los Pirineos, como dicen que está haciendo.

—Carlomagno no es ajeno a lo que ocurre en España —corrigió el rey—. Mirad con qué decisión ha intervenido en el conflicto de Beato con Elipando y Félix de Urgel. Y con Carlomagno se ha implicado también el papa Adriano. Es, en efecto, toda la cristiandad la que está en peligro. Es preciso hacer ver al rey de los francos que su corona se juega también en nuestras tierras. Y esa alianza nos fortalecerá más que ninguna otra cosa.

Un denso silencio se apoderó de la sala. Gadaxara lo rompió:

—Estamos a vuestras órdenes, mi señor. ¿Por dónde empezamos?

—De momento, es prioritario conocer los planes de Córdoba. Hemos de ganar tiempo para reforzarnos. Sé que Bermudo ordenó construir castillos en oriente y torres de vigilancia en el oeste. Esas obras deben acelerarse.

—Así se hará, mi señor —afirmó uno de los presentes.

—Sé también —continuó Alfonso— que Mauregato tenía espías en Córdoba, gentes que a veces le pasaban información y en otras ocasiones acudían al emir con sabe Dios qué infames tratos. No podemos confiar en esos lacayos, pero quizá sí podamos utilizar sus conocimientos. Teudano —se dirigió el rey al guerrero—, encárgate tú. Hay que localizar a esa gente y sacarles todo lo que saben. Y después… ¡Después habrá que acudir a Córdoba para saber qué está tramando ese demonio de Hisam! Por supuesto, todo debe hacerse en el mayor de los secretos. Y por cierto…

El rey se interrumpió. Yo seguía escuchándolo todo a través de la cortina. La aventura de viajar hasta Córdoba me pareció de una osadía sin límites, pero al mismo tiempo me despertó cierta envidia. En Córdoba debía de estar presa mi amada Deva. En Córdoba debía de hallarse también, cautivo igualmente, mi hermano Tello. Por un instante soñé con la posibilidad de viajar al corazón del emirato y rescatar a mis seres queridos. Pero súbitamente oí ruidos en la cámara del rey, como un trasiego de muebles. Presté atención. De pronto la cortina se abrió. Era el rey.

—¿Has estado escuchando? —me interpeló.

—Sí, mi señor —contesté mientras me inclinaba ante él.

—¿Lo has oído todo?

Alfonso había clavado en mí sus ojos claros con una intensidad amenazante. Fui cabal.

—Absolutamente todo, mi señor.

Alfonso se giró hacia Gadaxara, que contemplaba la escena. Mi jefe tranquilizó al monarca:

—Es de absoluta confianza. Un buen guerrero. Zonio. De Mena. De la frontera.

El rey volvió a fijarse en mi rostro.

—Yo recuerdo tu cara. Tú estabas en la hueste que vino por mí a tierras de Álava y que después me acompañó hasta Oviedo.

—Así es, mi rey.

—Y bien, puesto que lo has oído todo, también habrás escuchado que este plan debe quedar en absoluto secreto. Respondes con tu vida de ello.

Alfonso había acercado su cara a la mía. Quería intimidarme. Lo consiguió. Pero yo no tenía nada que ocultar.

—Mi vida está a vuestro servicio, mi señor.

—Bien. ¿Algo más? —añadió el rey.

Yo no lo pensé dos veces.

—Que quiero ir a Córdoba, mi señor.

Teudano, según las órdenes del rey, se encargó de localizar a los espías de Mauregato. No fue difícil, porque el personal de la corte recordaba los generosos pagos que habían recompensado tan dudosos servicios. En la nómina había de todo: un par de buhoneros ambulantes, un patricio aficionado al doble juego, incluso un judío llamado Shaprut. Durante años, y por encargo de Mauregato, estas gentes se habían dedicado a cruzar mensajes entre Asturias y Córdoba. En realidad, todos ellos actuaban como agentes dobles: daban a la corte asturiana informes sobre Córdoba, y en la corte del emir hacían lo propio sobre Asturias, y de uno y otro lugar cobraban sumas importantes. Lo que a Teudano le interesaba era, sobre todo, conocer los contactos de estos hombres en Córdoba y su forma de trabajar: con quién hablaban, quién les proveía de información, en qué puntos del largo camino encontraban avituallamiento, qué ruta seguían para cruzar con seguridad de un lado a otro de la frontera. El fiel guerrero del rey lo consiguió sin demasiado esfuerzo.

Terminaba ya el otoño cuando Teudano me hizo llamar.

—¿Tú querías viajar a Córdoba? —me preguntó.

Yo no había olvidado el episodio. Contesté con un rotundo sí.

—Pues prepárate —me dijo—, porque partimos de inmediato. Por el camino te contaré lo que vamos a hacer.

Y así fue como me dispuse a afrontar aquella demencial aventura.

Emprendimos viaje muy temprano, antes de la salida del sol, con un objetivo concreto: los montes del Bierzo, no lejos del fatal escenario de la batalla del Burbia. «Allí hay ahora una torre donde dejaremos nuestras armas y adoptaremos otras ropas», me informó Teudano. A medida que avanzábamos hacia el sur, Teudano me fue poniendo al corriente:

—Me han escogido a mí para esta misión porque hablo árabe. Lo aprendí de labios de un monje fugado de Mérida. No lo domino como un natural, pero sí lo suficiente para pasar por mozárabe en Córdoba. Tú me acompañas por una sola razón: fuera de la mesa del rey, eres la única persona que conoce el asunto. Hiciste bien en decir que querías venir; si hubieras dicho otra cosa, tal vez habrías acabado en una mazmorra hasta el final de este trabajo. Por otro lado, Gadaxara te avala; le caes bien al jefe. Ahora te diré lo que haremos. Una vez hayamos dejado nuestras armas y ropas en lugar seguro, nos disfrazaremos de buhoneros. Nos procuraremos un carromato con distintas mercancías, sobre todo utensilios de cobre y cerámica. Tomaremos la calzada de Astorga y Mérida, esa que los moros llaman al-Balat, para llegar a Córdoba. En el camino apenas hay puntos de reposo. Habrá que sobrevivir en la tierra de nadie. También es posible que encontremos partidas de jinetes bereberes patrullando el territorio o buscando poblachos para saquear. Lo importante, recuérdalo, es que nosotros, a partir de ahora, no somos sus enemigos, sino leales servidores del emir. Vamos de un lado a otro vendiendo nuestras mercancías: nada más. El verdadero trabajo empieza en Mérida. Desde allí, y hasta Córdoba, hemos de obtener cuanta información podamos sobre la atmósfera en las ciudades del emirato, si hay descontento o si hay tranquilidad. También tendremos que enterarnos del estado de los ejércitos del emir, si se están quietos o se están moviendo, y en qué direcciones. Hay gente allí que nos lo podrá contar. Habrá que establecer nuevas redes de espías con gente de más confianza. Cuando hayamos hecho todas estas cosas, volveremos a casa por el mismo camino.

Teudano era uno de los tipos más valientes que he conocido. Rondaría la misma edad que el rey, en torno a treinta años, quizá menos, y era un caballero de buena familia. Se había criado en Pravia y allí coincidió con Alfonso cuando este, llamado por su tía Adosinda, se encargó de administrar las cosas de palacio. Luchaba bien, Teudano. La espada no poseía secretos para él. Y su temperamento frío y calmoso le hacía especialmente indicado para misiones delicadas. Como esta que ahora emprendíamos.

En una pequeña iglesia de Lena confesamos, oímos misa y comulgamos: podía ser nuestra última vez. Pronto entraríamos en la boca del lobo. Yo no podía apartar de mi mente un trabajo suplementario: averiguar el paradero de Deva y Tello.

No hubo nadie para despedir a los dos buhoneros que cierta mañana de otoño salieron al camino de Astorga. Teudano y yo nos habíamos repartido los papeles: él sería muladí, español converso al islam; yo sería su criado mozárabe, cristiano andalusí. Mi compañero marchaba sobre una mula; yo, detrás, guiando un carro arrastrado por un sucio y viejo jamelgo. En el carro transportábamos nuestra mercancía: calderos, ollas, platos de loza, objetos de cuero… Nuestras ropas iban a tono: Teudano se envolvía en un manto de cierto lujo y tocaba su cabeza con un gorrillo de lana; yo, sin gorro, vestía con andrajos. Nada podía delatar nuestra verdadera condición. Pero dos poderosos cuchillos, ocultos bajo nuestras ropas, y dos duros cayados de tejo garantizaban nuestra seguridad.

Apenas bajamos a la llanura, el horizonte se convirtió en una larga línea sin relieves que iba a perderse en el cielo. Esta era la tierra donde mi padre Lebato soñaba océanos de cereal. Me causó una impresión semejante a la visión de la meseta desde la Peña de Mena o al descubrimiento del mar en Laredo: una sensación de oscuro pavor por el paisaje infinito y, al mismo tiempo, de vigorosa plenitud por la ausencia de límites. Con la relevante diferencia de que ahora yo formaba parte minúscula del grandioso paisaje, metido en este suelo sin fin, llano hasta donde alcanzaban los ojos.

Desde nuestros montes y hasta el Duero, la tierra solo decía una palabra: vacío. La cercana Astorga era un montón de ruinas varias veces saqueadas. A un día de camino, el paraje que llamaban Hinojo, cerca del río Órbigo, era otro llano desolado sin más referencia que otras ruinas, las de Bedunia. En sus alrededores, sobre un breve altozano, los moros habían construido una torre de vigilancia. Normalmente había pequeñas guarniciones bereberes en estas torres. La de Bedunia estaba desierta o, al menos, sus guardias no nos prestaron la menor atención.

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