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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (23 page)

Cuando concluyó la ceremonia, Teudano y Gadaxara volvieron a situarse cada uno a un lado del rey. Fromestano, Beato y Eterio tomaron el camino de salida seguidos por el cortejo de los clérigos. Nosotros, los de la hueste, recuperamos nuestra posición de partida. Al cántico de los monjes y al tañido de las campanas se sumó el grito de miles de voces que aclamaban al nuevo monarca. No todos, empero, aplaudían: Nepociano callaba con serio semblante; la vieja Creusa mantenía asimismo una crispada inmovilidad. Ellos dos, sin duda como otros muchos, sabían que el nuevo horizonte dibujado por Alfonso les dejaba al margen del gran juego. La sagrada unción dotaba al rey de un poder nuevo y de una legitimidad superior, muy por encima de la de sus predecesores. El mundo de Nepociano y Creusa había terminado.

Recorrimos una vez más el camino que llevaba de San Vicente al palacio. El pueblo, que aguardaba en el exterior de la iglesia, estalló en un bramido de entusiasmo cuando vio salir a Alfonso revestido con el manto púrpura y la corona, en la mano la larga cruz a modo de cetro. Delante, entre los vapores del sahumerio, Fromestano, Beato y Eterio impartían bendiciones a los labriegos. El rey, por su parte, saludaba con enérgicos movimientos de la mano; más que saludar, parecía dirigir a los hombres hacia la batalla. Aquí y allá hubo gente que se tiró al suelo para besar los pies del monarca. A nosotros nos tocó la incómoda tarea de apartarlos para que la comitiva pudiera seguir camino.

Una vez en palacio, el rey entró en sus aposentos con Teudano, Gadaxara, Fromestano, Eterio y Beato, y los de la hueste permanecimos fuera, guardando las puertas. Por orden de Alfonso se permitió entrar al gentío en la explanada. Se había anunciado que el rey dirigiría unas palabras a su pueblo. Y ahora todos estaban allí, juntos los nobles y los aldeanos, los guerreros y los clérigos, en una inesperada fraternidad. Los magnates trataban de encontrar el mejor hueco asistidos por los guerreros de sus respectivas mesnadas. Yo mismo me ocupé de situar en buen lugar a la dulce Argilo y sus parientes vascones. Lo mismo hice con otras gentes principales que me lo requirieron. Aturdido por el tumulto, llegó un momento en el que ya no era capaz de distinguir quién me pedía qué. Y en eso oí una voz que me resultó estremecedoramente familiar:

—¡Soldado! ¡Soldado!

Me giré y, azorado, descubrí los ojos de la pequeña Creusa. Con ella estaban la Creusa vieja y… ¡Nepociano!

—¡Soldado! ¡Búscanos un sitio para ver al rey! ¡Aquí hay demasiada gente!

Obedecí. Aparté a unos menestrales y situé a los nobles en un lugar adecuado a su rango. Noté que la joven Creusa me miraba con insistencia.

—¿Yo a ti te conozco? —preguntó, desenvuelta.

Yo me sonrojé.

—No creo, mi señora —respondí, bajando la mirada.

En ese momento la muchedumbre rugió con estruendo. El rey se asomaba a la ventana. Yo intenté correr a mi puesto junto a la puerta, pero la muchedumbre estaba tan apiñada que me fue imposible. De manera que permanecí allí, con aquellos magnates, sirviendo de inesperada escolta a las dos Creusas y a Nepociano. En la balconada aparecieron, detrás de Alfonso, los tres clérigos. Y el rey habló:

—Os saluda vuestro rey Alfonso. En el día de hoy, 14 de septiembre del año de Nuestro Señor de 791, año 829 de la era hispánica, me habéis ungido como rey. Estos santos óleos que habéis derramado sobre mi cabeza son el símbolo de mi sagrada misión. Os anuncio que desde hoy mi corte quedará instalada aquí, en Oviedo. Y os anuncio algo más. Ante Dios empeño mi palabra de que ofreceré mi brazo, mi pensamiento, mi vida entera y mi alma en la defensa de la cruz y en la recuperación de España. El pueblo al que desde hoy volveré a servir por la voluntad de Dios tiene una misión: que la cruz vuelva a reinar en este reino. La corona que desde hoy ciño en Oviedo es la misma que en Toledo ciñó Recaredo. Al igual que el mundo sufrirá bajo el Apocalipsis, así sufre hoy la España cristiana bajo la férula de Mahoma. La tierra que evangelizó Santiago está hoy esclavizada. Pero el Señor revela a las naciones su salvación. La salvación de nuestro reino vendrá cuando se restaure la cruz sobre todas las tierras cristianas. A eso consagraré mi vida. Con vuestro respaldo y con la ayuda de Dios.

«El Señor revela a las naciones su salvación». Era el salmo del viejo monje de Laredo. Ahora aquellas palabras cobraban un sentido definitivo. Una vez más, muchos aplaudieron. Pero Nepociano, la vieja Creusa y otros como ellos recibieron el parlamento de Alfonso con una hostilidad manifiesta. «Nos va a llevar a la ruina», musitó Nepociano. La reacción iracunda del magnate me habría movido a actuar de no ser porque, en aquel instante, Creusa joven exclamó:

—¡Ya sé quién eres! ¡Tú eres el pequeño monje que acompañaba a Beato! ¡Te has hecho soldado!

Yo me ruboricé. Iba a sonreír, pero en ese momento las miradas de la Creusa vieja y de Nepociano se clavaron en mi rostro como agujas de coser cuero. Solo se me ocurrió sacar pecho, echar mano de gallardía y proclamar:

—Ese soy, mi señora: Zonio de Mena. A vuestro servicio.

La joven Creusa me obsequió con una sonrisa prometedora. Y me marché de allí.

Los festejos por la coronación de Alfonso se prolongaron durante toda la jornada. El rey dio orden de poner a disposición del gentío los presentes que unos y otros habían aportado como regalo de bienvenida. Unos criados sacaron del palacio gran cantidad de viandas. Los labriegos del lugar aprovecharon la circunstancia para vender a los magnates el fruto de la tierra. En pocas horas surgió un espontáneo mercado donde lo mismo se vendía sidra que se compraba tocino. La muchedumbre se desplegó en torno a la ciudad formando grupos más o menos homogéneos: allí se alzaban las tiendas de tal o cual magnate, allá los guerreros jugaban a los dados, acullá los menestrales se entregaban a sus danzas al son de la gaita… De repente me vino a la memoria la desdichada feria de los caballos de Campoo y una desolación sin límites inundó mi alma. Me acerqué a un lugar donde cierto tipo sucio y huesudo vendía vino. Apuré dos jarras.

Mareado, deambulé de un lado a otro de la campa. No era muy dueño de mí. Entré en un corro de campesinos donde dancé algunos torpes pasos con los menestrales. Después di con un grupo de guerreros, la mesnada de algún notable, y eché un par de manos a los dados; acabamos a voces y empujones. Traté de comer algo para sofocar el vino que alborotaba mi estómago. Medianamente repuesto, caminé hacia una fuente cercana para despejarme el rostro. Hundí la cabeza en la pileta. Permanecí así hasta que me faltó el aire.

Cuando saqué la cabeza no podía creer lo que estaba viendo. A mi lado, con su hechicera sonrisa en el rostro, estaba la joven Creusa. ¡Esos ojos! Cada vez que me asomaba a ellos sentía vértigo.

—¿Has bebido demasiado, soldado? —me preguntó.

—Tal vez —contesté—. Ha sido un día muy largo.

—Te quedan bien esas ropas —coqueteó ella—. Mejor que los hábitos. ¿Cómo ha sido esa transformación?

—Es una historia muy larga —atajé, irritado.

—Me encantan las historias largas —suspiró Creusa, seductora.

—Esta no te gustará —contesté yo, descortés. Y luego la interrogué a bocajarro—: ¿Qué hacéis aquí tu madre y tú? ¿Por qué habéis venido? ¿Y por qué con Nepociano?

—Huy, huy. Vaya, vaya —rió Creusa—. Sabes muchas cosas para ser un simple soldado. Pero sabrás también que Creusa, mi madre, es la viuda de Mauregato, que fue rey; que yo soy su hija. Y que Nepociano es un buen amigo de la familia, además de un hombre poderoso con el que conviene llevarse bien. Pero no hablemos de esas cosas. Son aburridas. Cuéntame alguna batalla. Si eres soldado, habrás peleado contra los moros, ¿no?

—He peleado, sí —galleé—. En Campoo gané una cimitarra. En el Burbia, un escudo. Pero no he ganado ninguna batalla. Las he perdido todas. Ni siquiera sé por qué estoy vivo.

—Estás vivo porque Dios ha querido. Y a lo mejor lo ha querido para que ahora estés aquí, conmigo, enfurruñado, haciéndote el hombre —se chanceó Creusa—. ¿O preferirías otra vida?

La muchacha se acercó. Llevó un dedo a mi rostro. Lo pasó suavemente por mi mejilla.

—¿Cómo te llamas? —preguntó—. Una vez me lo dijiste, pero no me acuerdo.

—Zonio —contesté mecánicamente—. Zonio de Mena.

La cercanía de Creusa, el fulgor de sus ojos y la frescura de sus labios dispararon la temperatura en mi interior. Algo me abrasaba las entrañas. Sentí una súbita suciedad interior, como si algo en mi cabeza denunciara una traición. Era la huella lacerante de Deva, que no me abandonaba jamás y que en aquel instante volvía a hacerse presente para recordarme la vigencia de una deuda. No tendría paz hasta saber qué había sido de ella. Tenía que encontrar a Deva. Huí de Creusa y sus hechizos dejándola plantada allí, en la fuente. Me hundí en las luces de la tarde. Gané el rincón de la empalizada donde acampaba mi hueste. Me tiré en tierra. Borracho, sollocé hasta que el sueño me venció.

Llegó el momento de las despedidas. Poco a poco las gentes fueron abandonando Oviedo. Argilo y sus vascones retornaron a la tierra de Ayala. Nepociano y las Creusas volvieron a Pravia. También los monjes de San Martín regresarían a Liébana. Pedí a Gadaxara que me permitiera escoltar a Beato y Eterio hasta las afueras. Me lo concedió. Me presenté ante mis maestros de San Martín de Turieno. Beato frunció los labios.

—Buen aspecto tienes, Zonio, a caballo y armado. Espero que no hayas olvidado lo que te enseñamos en San Martín. Esa cota de malla y esas armas…

—De nada sirven si no es para dar gloria a Dios —completé yo, sacando de mi pecho la tosca cruz de madera que Beato me hizo llegar el mismo día en que fui expulsado del convento.

—Exacto —añadió Beato con una sonrisa de satisfacción al ver mi cruz—. No lo olvides nunca, Zonio. Si Dios ha puesto las armas en tu mano, es para que ayudes a construir el camino que la Providencia ha marcado. Y si algún día vuelves con nosotros al cenobio que abandonaste… —aquí Beato se interrumpió.

—Maestro Beato, ¿puedo preguntaros algo? —cambié yo el paso.

—Pregunta.

—¿Por qué Santiago? Habéis cantado su himno en el cortejo y el rey se ha referido expresamente a él en su discurso. ¿Por qué Santiago?

—Porque es el apóstol que evangelizó España según la tradición. Porque el nombre de Santiago encarna la unidad religiosa de nuestro reino. Porque la mención de Santiago, por sí misma, evoca una sagrada misión. En Beda el Venerable leí que Santiago, tras haber evangelizado España, volvió a Judea, que allí fue martirizado y que, después, sus discípulos españoles trajeron de nuevo su cuerpo a España para darle sepultura. Santiago sigue con nosotros. Nadie sabe dónde, pero seguramente no lejos de aquí. Y aunque no sepamos dónde descansa su cadáver, sí sabemos que su espíritu permanece en la tierra que él cristianó. Y su sagrada memoria debe impulsar a los hombres que recuperen España para la cruz. Por eso Santiago. Y a ti te aconsejo que te encomiendes a él con frecuencia.

—¿Puedo preguntaros otra cosa? —abusé—. Es acerca de todo eso de reanudar el lazo con Toledo y con los reyes de la monarquía goda. ¿Sabe el rey que muchos magnates le odiarán por ello?

—Lo sabe. Y está preparado para afrontar la traición.

—Maestro, una última cosa. —Beato empezaba a incomodarse, pero a mí me ahogaba una creciente inquietud—. ¿Por qué no os quedáis aquí Eterio y tú, con el rey Alfonso, para aconsejarle en esta andadura?

Beato y Eterio sonrieron al unísono.

—Alfonso tiene su misión en Oviedo —contestó el de Liébana—, nosotros la tenemos en Toledo. Has de saber que el mismísimo Carlomagno e incluso su santidad el papa Adriano han tomado cartas en la querella que nos enfrenta al hereje Elipando. Y están de nuestra parte. Nuestra batalla se libra allí, no aquí. Y es una batalla crucial: la Iglesia de la España libre del moro no puede seguir sometida a la sede de Toledo; Oviedo reclamará su primacía. Por otro lado, nosotros ya somos ancianos y nos faltan las fuerzas. Al rey dedicaremos nuestras más fervientes oraciones. Nuestra misión aquí ha terminado. En cuanto a ti, Zonio, ya sabes dónde encontrarnos.

Me arrodillé para recibir la bendición de los monjes. Subieron a su carruaje. El conductor hizo restallar el látigo sobre las cabezas de las mulas. Partieron. Acompañé a mis maestros media legua. Lo último que vi de Beato y Eterio fueron sus manos regalándome la señal de la cruz.

12. Espías en tierra de moros

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