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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (19 page)

—Ya lo ves, hermano —contesté—. La vida da muchas vueltas en poco tiempo. Traigo conmigo a unos caballeros del rey.

Lo dije con una delectación malévola, abusando mezquinamente de mi nuevo poder. Mi hermano, en silencio, se inclinó, abrió la puerta de su casa y llamó a dos criados que se apresuraron a tomar nuestros caballos.

—Necesitamos que los caballos coman un poco —continué—. Nosotros también hemos de comer. Descuida: nos marcharemos pronto.

Mi hermano nos llevó ante la gran mesa, la misma en la que el anciano abuelo García, cuando niños, nos contaba sus aventuras. El anfitrión sacó comida: unas fuentes con cecina y longanizas. Mi cuñada, cuyo nombre no averigüé, sirvió la mesa. Comimos de pie, sin más palabras que algún cortés comentario a la calidad de la matanza. Para romper el silencio, Gadaxara preguntó:

—¿Llegaron hasta aquí los moros?

—No. Aquí no —respondió mi hermano. Y añadió—: Más al sur, sí.

¡Más al sur! Sentí un estremecimiento. ¿Había llegado la aceifa musulmana a nuestro hogar de Mena?

—No lo sé —contestó García—. No es fácil tener noticias de allá —mintió—. Pero aquí, en la aldea, dicen que vieron moros al sur. A quien nadie ha visto por aquí —apuñaló— es a los soldados del rey cristiano. Antes de que vosotros llegarais, quiero decir.

Se me atragantó la comida. Mi hermano pretendía echarnos en cara la ausencia de las huestes en estas tierras. Con todo, lo peor era esa sugerencia de que los moros habían golpeado en Mena. ¿Tendría que llorar a alguien más, como estaba llorando a Deva? No dejé a mis compañeros acabar su comida.

—Hemos de marchar —dije—. Si queremos llegar a Mena antes de que anochezca, es preciso partir ahora.

Gadaxara arrojó sobre la mesa de mi hermano García una bolsa con algunas piezas de bronce, que tenían valor aunque en el reino todavía no había vuelto a circular la moneda. Después hizo una especie de breve reverencia y todos salimos de allí. Yo, con el alma en vilo.

Llegamos al valle de Mena por el mismo camino montañoso que empleamos en nuestro primer viaje familiar, hasta ganar la garganta del Ordunte. Yo recordaba aquel periplo como una hazaña extraordinaria, pero ahora, tantos años después, cabalgando como soldado del rey, me pareció un simple paseo. Cuando doblamos los montes pudimos percibir, lejos, abajo, las manchas blancas de las casas de la aldea. Todo parecía intacto: los prados, los bosques, los hogares, el molino, la iglesia… Un enorme júbilo invadió mi corazón. Pero era una impresión falsa. A medida que descendíamos hacia el valle iban haciéndose patentes los estragos causados por la morisma: allá un pedazo de bosque talado con saña, aquí una casa deshecha por el fuego, más abajo unas huertas arrasadas… Di un respingo cuando divisé la iglesia: habían arrancado la cruz y una sección de la techumbre permanecía hundida. La morisma se había empleado a fondo.

Poseído por una alarma infinita, casi olvidando la presencia de mis compañeros, galopé hasta la aldea. Me laceraba el alma la idea de que mi familia hubiera muerto bajo las espadas sarracenas. Vi a un grupo de hombres. Corrí hacia ellos, mis compañeros detrás. El primero que me reconoció fue el viejo Guma, que me abrazó como a un hijo.

—Te dejé con los hábitos y me vuelves con cota de malla. Ya me contarás por qué este cambio. Has crecido, chico —dijo con su boca desdentada—. Ven, vamos a ver a tu madre.

—¿Qué ha pasado aquí? —pregunté, alarmado. El pueblo estaba deshecho: no había casa que no hubiera sufrido los efectos del fuego y la devastación.

—Los moros. Fueron los moros, hace un par de meses. Lo arrasaron todo. Gracias a Dios pudimos ponernos a salvo. ¿Te acuerdas de los refugios que hizo construir tu padre? Nos salvaron la vida. A todos. O a casi todos…

—¿Quién cayó? –pregunté con un negro presentimiento.

—Tu hermano Tello. Se lo llevaron esclavo, al parecer. Y mataron a un hijo de Ruy. Vamos a tu casa. Tu madre se alegrará de verte.

¡Tello, esclavo! ¡Capturado por los moros! La noticia me cayó como un mazazo. Acompañado por Guma, todos tomamos la vereda que llevaba a mi hogar. Guma anunciaba:

—¡Muniadona! ¡Muniadona! ¡Mira quién ha venido! ¡Muniadona!

Mi madre salió precipitadamente. Me emocionó ver otra vez su figura. La escuché gritar:

—¿Tello? ¡Tello! ¡Hijo mío!

Esa voz me turbó. Guma se apresuró a rectificar:

—¡No es Tello, mujer! ¡Es Zonio, tu hijo!

Mi madre frenó en seco. Después, con el mismo impulso, corrió hacia mí.

—¡Zonio! —Me cubrió de besos y abrazos y lloros—. ¡Zonio! ¡Estás a salvo! ¡Se han llevado a Tello! ¡Los moros se han llevado a Tello!

Yo solo podía abrazarla y llorar con ella. Poco a poco fueron llegando los demás miembros de mi familia: mi hermano Ervigio, que ya había vuelto de Samos convertido en presbítero; mis hermanas Adosinda y Munia con el pequeño Esteban. También se acercaron los demás vecinos: Ruy, Illán, Eterio, García el Tuerto, sus mujeres, los chiquillos, incluso el herrero Ramiro. Faltaba Vítulo y su ausencia me alarmó.

—Vítulo está más al oeste, tomando tierras en Espinosa —refirió mi madre—. Ha construido un monasterio. Está bien, descuida: hace pocas semanas recibimos noticias suyas. ¿Has sabido algo de García, tu hermano mayor?

—Vengo de verle en Carranza —contesté—. Está hecho un señor de su casa, con esposa y servidumbre. El viejo solar está en buenas manos.

—Creo que esa mujer le ha apartado de nosotros —se quejó mi madre—. Pero él tiene ya su vida y nosotros la nuestra. Y dime, ¿esos hombres que te acompañan…? ¿Por qué dejaste el convento? ¡Y lo armado que vas! ¿Acaso hay moros por aquí?

Presenté a mis compañeros e informé a mi madre de los últimos sucesos de mi vida. No fui sincero en lo de San Martín: no quería herirla en una situación tan delicada. Y en ese momento apareció Lebato, mi padre; en la mano, una jarra de vino.

—No doy crédito —dijo—. Yo envié a un hijo mío al lado de Dios, y me vuelve al lado del diablo.

Los hombres de la hueste se miraron, confusos. Mi madre hizo una seña y todos abandonaron el lugar. Ella también. Quedamos solos los hombres de la hueste y mi padre. Yo reaccioné con la cortesía que Lebato merecía:

—Padre, este caballero es mi señor Gadaxara, fiel del rey. Los demás son el caballero Teudano, el caballero…

—¿Dónde estabais vosotros cuando aquí se llevaban a mi hijo? —me interrumpió mi padre.

—Combatiendo en el oeste, padre.

—El oeste… ¡Era aquí donde os necesitábamos! ¿De qué sirven un rey y todas sus huestes si, llegado el momento, no son capaces de protegernos?

Iba a contestar, pero Gadaxara me retuvo:

—Todos hemos perdido seres queridos en estos meses, mi buen Lebato. Es incontable el número de compañeros de armas a los que he visto caer en Galicia o en el río Burbia. Pero ni una sola de esas vidas quedará sin venganza.

—¡Venganza! —escupió mi padre, despectivo—. Esas son palabras que no calman el dolor de un padre. La venganza no me devolverá a mi hijo Tello.

—No —repuso Gadaxara—. Pero quizá sirva para que otros padres no tengan que llorar a otros hijos.

—En esa venganza morirán otros jóvenes —masculló mi padre—. Incluso puede ser que muera este otro hijo al que yo quise clérigo y al que veo ahora como soldado.

No pude aguantar más e intervine:

—Padre, nuestro abuelo García, tu padre, fue también un guerrero. Y lo fue su padre Lebato. Y lo fue el padre de Guma. Hay espíritus que han nacido para la oración, otros que han nacido para sacar fruto de la tierra y otros que han nacido para defender con las armas a los demás. A mí la vida me ha guiado hacia las armas. Dios lo ha querido así.

Lebato guardó silencio. Después disparó:

—¿Por qué abandonaste el monasterio?

Tuve que contar la verdad.

—Me enamoré de una mujer. La más dulce que ningún hombre pudo nunca soñar. Y ella me quería. Eso, y algunos detalles más, llevaron a mi maestro Beato de Liébana a dictaminar que mi vocación no era el cenobio, sino el campo de batalla.

—¿Y esa mujer…? —preguntó mi padre.

—Esa mujer fue llevada como esclava por los moros, por los mismos que se llevaron a Tello. No sé dónde estará ahora.

Noté que Gadaxara y los demás me miraban muy fijamente, sorprendidos por la revelación de un secreto que hasta entonces no había contado a nadie. Iba a añadir algo más, pero la mención de Deva hizo que un sollozo me trabara la garganta. Gadaxara, que vigilaba mi angustia, me sacó del apuro:

—Tu hijo, amigo Lebato, es un buen guerrero. Digno de su linaje. Vino a mí desde el convento. Mi más fiel lugarteniente, el
miles
Juan, le educó como soldado. Juan murió combatiendo en Campoo, en una batalla feroz donde Zonio demostró su valía. Luego tu hijo cruzó el reino para informar a la hueste de lo que había ocurrido. Por su arrojo le acogí a mi lado en la desdichada batalla del río Burbia. Una vez más combatió con valor. Por eso le tengo ahora junto a mí. Esa espada mora y ese escudo que lleva son las prendas de su honra. Escucha, han sido tiempos muy duros para todos, pero eso va a cambiar. Va a venir un nuevo rey. Esa es nuestra misión y por eso viajamos hacia la tierra de Ayala. Ese rey es Alfonso, hijo de Fruela y Munia. Él cambiará las cosas. Y a tu hijo, a tu casa, le cabe el honor de participar en esto.

Agradecí las palabras de Gadaxara, pero mi corazón estaba sangrando por Deva. Mi padre, taciturno, apuró su jarra de vino y se retiró en silencio.

Cenamos algunas hortalizas de puchero y un poco de matanza. No había mucho más allí después de la aceifa sarracena. Pude intercambiar algunas palabras con Guma, con Ramiro, incluso con Ruy, al que consolaba hablar de su hijo muerto. Noté que mi hermana Munia e Illán hacían buenas migas. La vida, pues, seguía en la aldea a pesar de todo. La muerte se había abatido sobre el valle de Mena, pero los meneses volverían a empezar. Era mi propio padre quien lo había dicho. También él saldría de su abatimiento.

Esa noche pude dormir en mi antigua cama. Mi hermano Ervigio se encargó de acomodar al resto de los hombres en la iglesia. En el silencio de la madrugada escuché a mi madre sollozar.

La tierra de Ayala se extendía al este del valle de Mena. Por el sur llegaba hasta la vieja Veleia y por el norte y el oriente lindaba con los inhóspitos montes de los vascones. Para nosotros era una región enigmática, una especie de islote de civilización en medio de la nada. El camino hasta allí era agreste, pero tranquilo y sin otros accidentes que una interminable sucesión de suaves colinas. Aquí y allá salpicaban el paisaje minúsculas aldeas. Un río que llamaban Izalde y otro que llamaban Izoria regaban sus valles. Las montañas cercanas ofrecían un refugio seguro a los habitantes del llano.

Habíamos partido antes del alba. No pude despedirme de mis padres. Solo mi hermano Ervigio estuvo presente en nuestra marcha. El encuentro con Lebato me dejó taciturno. La tragedia que se había desplomado sobre la pequeña comunidad del valle iba a poner a prueba la capacidad de resistencia de mi padre. Sin duda, en el fondo de sí mismo, Lebato se sentía culpable: suya había sido la idea de abandonar la seguridad de Carranza para venir a estas tierras, luego suya era la responsabilidad de la captura de Tello. Pero, al mismo tiempo, debía sostenerse firme por encima de toda adversidad: de eso dependía que los demás mantuvieran vivo ese nuevo mundo recién construido. Aquí tendría que librar él su propia guerra.

¿Un nuevo rey cambiaría efectivamente las cosas, como aseguraba Gadaxara? La tarea era ingente: la corte llamaba a Alfonso como último recurso, cuando ya habían fracasado todos los demás. No solo había que levantar un nuevo ejército: además era imprescindible asegurar la potencia del reino, meter en cintura a los magnates partidarios del pacto con Córdoba, restaurar el tesoro de la corona, garantizar el bienestar del pueblo, afirmar la fe contra las insidias toledanas… Hacía falta un carácter bien templado para afrontar semejantes trabajos.

Cierto que este Alfonso, que debía de andar ahora por los treinta años, había tenido que superar pruebas muy poco comunes. Recordé todo cuanto me había contado Beato acerca de este hombre. Cuando asesinaron a su padre, el rey Fruela, Alfonso fue entregado a la custodia de un monasterio; su propia madre, doña Munia, le llevó allí mientras ella, por su parte, profesaba monja para evitar que las dagas de los regicidas la alcanzaran. Después Alfonso volvió a la corte, muy joven, para encargarse del gobierno de palacio, y ahí tuvo que vivir rodeado de asechanzas sin fin. Le tocó el turno de ceñir la corona, pero a los pocos días todas las fuerzas del reino se conjuraron contra él y se vio obligado a escapar de nuevo. Desde entonces, hacía ocho años ya, permanecía exiliado en estas tierras vasconas, en el confín oriental del reino, esperando sin esperanza. No se había casado. Las gentes decían que se mantenía célibe para que nada se inmiscuyera en su derecho a la corona, y también por amor a Nuestro Señor Jesucristo y a su santo nombre.

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