El caballero del jabalí blanco (17 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

En plena noche descubrí a los escasos supervivientes de la jornada. Se ocultaban tras un peñasco, monte adentro. Apenas una veintena de hombres. Me di a conocer. Me acogieron. Os lo he contado ya.

Cuando amaneció bajamos todos a la campa, envueltos en mil precauciones. Allí ya no quedaba nadie. Solo los cadáveres decapitados de los nuestros, mezclados con los enemigos muertos. Las cabezas tampoco estaban. «Se las llevan a Córdoba en carros para enseñarlas al pueblo —me dijo uno—. Es la prueba de su victoria. Y una advertencia para los revoltosos». Busqué el cadáver del
miles
Juan. Lo encontré espada en mano, y por el pomo rojo del arma y sus vestiduras lo reconocí, pues no tenía cabeza. Junto a él yacían tres moros muertos. El viejo había luchado bien hasta el final. Dimos sepultura a los cristianos. A Juan lo enterré yo mismo; no sé por qué, sepulté su espada con él. A los moros los dejamos a merced de las alimañas.

Ahora había que tomar una decisión: o seguir a los moros y atacarles, o volver a nuestras aldeas para dar noticia de lo sucedido. Yo quería partir en búsqueda de los moros: la suerte de Deva me roía las entrañas. Pero nadie me secundó: los sarracenos eran muchos, y nosotros, apenas una veintena de guerreros heridos y agotados. Poco podríamos hacer incluso en el improbable caso de que les diéramos alcance. Se impuso la opción de regresar a nuestros puntos de partida: que todo el mundo supiera lo que había pasado. Con la sombra infamante de la derrota escrita en los rostros, la columna de los supervivientes tomó la ruta del Besaya rumbo al norte.

Nunca se vio una procesión más lúgubre que aquella: veinte almas destrozadas en veinte cuerpos maltrechos, caminando torpemente de vuelta a casa para confesar el desastre. Recuerdo el trance como una especie de prolongada alucinación, como si nada de cuanto estaba ocurriendo fuera verdad. Pero lo era, por desgracia. Mentiré si omito que maldije a Dios por haber permitido que Deva cayera esclava del moro.

En mi espíritu no había otra cosa que rabia y sed de venganza. Esa era la potencia maléfica que animaba a mi cuerpo maltrecho. Seguir adelante, seguir adelante… Solo para tener la oportunidad de vengar la derrota, la humillación, la captura de mi dama. Yo había imaginado una vida plácida y dichosa junto a Deva, mi esposa, en las campiñas de Mena; Dios nos bendeciría con abundantes hijos y cosechas copiosas, y esa hermosa muchacha de trenzas doradas y yo envejeceríamos juntos sobre una tierra libre, gozaríamos el uno del otro hasta formar un alma única y de nuestra unión nacería un linaje de cristianos orgullosos de su libertad que prolongarían nuestro amor a lo largo de las generaciones. Pero lo que tenía ahora era la soledad y el fracaso; mis sueños, deshechos; mi amor, roto, y mi amada, esa mujer que estaba destinada a mí, cautiva en manos del sucio enemigo. Odio. Eso era lo que sentía. Miraba mis ropas enrojecidas por la sangre del moro y en cada gota no veía sino el anuncio de mares de otras sangres. Miraba la cimitarra capturada al enemigo y en su hoja curva y afilada adivinaba los cuellos y miembros que iba a cortar. Tales eran mis pensamientos en aquella funesta hora.

Poco a poco, hombre a hombre, la compañía se fue disolviendo a medida que nos acercábamos a nuestros destinos. Cada cual marchó al suyo para dar a conocer la matanza. De los supervivientes, dos se nos murieron en el trayecto: no soportaron sus graves heridas. Otros deliraban de fiebre. A mí me dolía horriblemente el corte de la espalda, pero era solo un superficial rasguño en comparación con los tajos que algunos de mis compañeros llevaban en sus cuerpos. No sé cuánto tiempo tardé en ver de nuevo el castillo de Evencia, intolerablemente tranquilo en su promontorio marino. Lo único que recuerdo es que entré en el castillo, pregunté por Gadaxara y me desmayé.

Me despertaron para decirme que Gadaxara me esperaba. Debí de permanecer todo un día durmiendo. Nadie había tomado la providencia de lavarme ni curarme. Tampoco tenía ropa nueva. De manera que me presenté ante el caballero con mis ropas sucias de sangre, el ajado casco de cuero en la cabeza, la cimitarra del moro al cinto y, en la mano, mi azagaya. Me dolían todos los huesos, me sangraban los pies ya casi descalzos bajo el cuero roto, la herida de la espalda me había formado una áspera costra adherida a la tela de la camisa y, para colmo, me costaba respirar. La imagen plena de la derrota.

Más muerto que vivo, sin aliento, informé a Gadaxara de lo que había ocurrido. Nuestro caudillo aguardaba de pie, en el centro del palenque, los brazos cruzados en un ademán de impaciencia. Cuando le referí la muerte del
miles
Juan, dejó caer pesadamente la cabeza sobre el pecho.

—Era un gran guerrero. Que Dios le acoja en sus ejércitos —murmuró.

Le conté nuestra lucha en dos frentes y el hundimiento de nuestra línea. Después, sin poder reprimir un sollozo, referí la triste suerte de los cautivos. También detallé la horrible escena de los almuecines cantando a su dios sobre los túmulos de cabezas cortadas. Me hizo algunas preguntas sobre el macabro ritual de la decapitación masiva.

—Eso significa que son bereberes —comentó.

Me dijo algo más: me dijo que ellos, el resto de la mesnada, acababan de volver de Galicia, donde habían tenido que acudir para hacer frente a un ataque similar. Cuando terminé, Gadaxara permaneció en silencio, pensativo. Luego habló a su hueste:

—Tenéis que saber que el nuevo emir de Córdoba, Hisam, ha atacado y ha vencido. Dos grandes oleadas mahometanas han golpeado simultáneamente las fronteras del reino. Una ha entrado por el oeste, por Astorga y Galicia. La otra, por el este, por Álava y el Ebro. La aceifa de Campoo ha sido, sin duda, obra de las avanzadillas de este segundo ejército. ¿Tú de dónde eras, muchacho? —me preguntó.

—Del valle de Mena —respondí con un estremecimiento. «Unos por el este y otros por el oeste»: era exactamente lo que el
miles
Juan había predicho. Y Mena estaba en el este.

—Esperemos que no hayan llegado hasta allí. No tardaremos en saberlo. En todo caso, es preciso actuar. El golpe ha sido muy duro. Esto no puede quedar así. Esperad mis órdenes.

Y dando grandes zancadas desapareció.

La mañana siguiente nos saludó con una enorme agitación en el campamento. La voz del cuerno llamaba a la hueste. Gadaxara en persona estaba otra vez en el palenque, ahora a caballo y armado, envuelto en una cota de malla. Partíamos. A la guerra.

Un frenesí de hombres y caballos se adueñó de Evencia entera. Yo cogí mi maltrecho casco, mi azagaya y la cimitarra del moro, y me sumé a la mesnada. Gadaxara me miró, rígido:

—¿Tú no eras escudero?

Enseñé la cimitarra capturada al moro.

—Ya no —le dije.

El caudillo esbozó algo semejante a una sonrisa. La mesnada se puso en marcha.

No seríamos más de doscientos hombres: todo lo que había en Evencia. Marchábamos hacia el oeste, donde nuestro señor el rey Bermudo había decidido atacar a los moros. La fuerza sarracena estaba retirándose de Galicia después de haberla pasado a sangre y fuego. Volvía a Córdoba por la vieja calzada que lleva de Lugo a Astorga: una ruta aparentemente fácil y rápida, pero que a la altura de la comarca que llaman el Bierzo tenía que atravesar por un paisaje torturado de montañas y gargantas. Un lugar idóneo para que una fuerza menor, pero bien emboscada, pudiera golpear con garantías de éxito. Los moros volvían victoriosos; con seguridad andarían despreocupados, la guardia baja. Y hacia allí nos dirigíamos ahora, a los montes del Bierzo, a orillas del río Burbia, para vengar la afrenta sufrida por el reino. Yo solo pensaba en rescatar a Deva. Me ardía el alma.

Por el camino se nos fueron uniendo otras mesnadas: en Cangas, en Oviedo, en Lena, en todas partes surgían las huestes de Asturias y se sumaban al ejército vengador. Finalmente apareció el propio rey Bermudo al frente de sus caballeros: montaba un soberbio corcel blanco y su yelmo coronado relucía como el sol. Los estandartes de la cruz bailaban al majestuoso trote de los fieles del rey. La hueste ya debía de alcanzar las dos mil almas. Andando día y noche, en una marcha frenética sin apenas descanso, cruzamos los montes y nos descolgamos por los caminos del río Sil hasta alcanzar la sierra de Ancares. Allí el rey envió exploradores para localizar al enemigo. Se comprobó que los moros todavía no habían cruzado el Bierzo. Nos dispusimos a esperar.

Una jornada de descanso. Y una jornada también durante la cual agrias discusiones dividieron al mando. Todos estaban de acuerdo sobre dónde atacar: en las montañas, antes de que los moros ganaran el llano, encajonando al enemigo en las gargantas del camino. Pero si había acuerdo sobre el dónde, en absoluto lo había sobre el cómo. Gadaxara quería formar varias partidas, dispersarlas por la montaña y atacar a la columna sarracena en distintos puntos a la vez, para retirarse enseguida y repetir el ataque en otros lugares. Decía que eso les debilitaría decisivamente antes de llegar a la llanura. El rey y otros caballeros, por el contrario, proponían atacar en bloque sobre la vanguardia sarracena cuando esta aún se hallara entre las montañas, colapsando a la columna enemiga; de este modo todo el ejército de Córdoba quedaría a nuestra merced. Gadaxara se oponía:

—Este ejército lo manda el visir Yusuf ben Bujt, un veterano que ha combatido durante años. No será tan imprudente de meter a sus tropas en un camino estrecho sin haber tomado antes precauciones. Si atacamos en bloque a su vanguardia, tal vez detengamos la marcha del enemigo, pero nada nos garantiza que su columna quede paralizada. Al contrario, es probable que su empuje nos arrastre. Estamos hablando de un ejército de varios miles de hombres. Si yo estuviera en su lugar, respondería a un ataque sobre mi vanguardia maniobrando por los flancos, para envolver al enemigo: tan aptos son los moros para moverse por las montañas como nosotros lo somos. Por eso os aconsejo, señor, no atacar de frente a la vanguardia, sino repartir las mesnadas en diferentes puntos del camino y atacar desde lo alto, para hostigar a la morisma y paralizarla. Ellos no podrán moverse y nosotros, por el contrario, tendremos entera libertad de maniobra. Y entonces, así debilitada la columna, sí podremos atacar su vanguardia con garantía de éxito.

Lo que Gadaxara decía tenía mucho sentido, pero la mayoría de los caballeros del rey, y el propio Bermudo llevado por ellos, parecían resueltos a atacar de frente. Yo mismo, ciego de rabia vengativa como estaba, prefería cargar de frente y diezmar al enemigo.

—Si repartimos nuestra hueste por los montes, como propone Gadaxara, debilitaremos nuestra línea y estaremos en franca inferioridad —dijo uno de los jefes presentes.

Era el argumento que casi todos estaban deseando oír. El rey Bermudo, al escuchar las aclamaciones con las que este parlamento fue recibido, se inclinó por dar satisfacción a la mayoría. Atacaríamos de frente a la vanguardia mora según saliera de las montañas. Gadaxara, leal, obedeció, pero esa noche oí que confiaba a uno de sus capitanes la siguiente reflexión:

—Es un enorme error. Estoy seguro. Cuando ataquemos, el moro abrirá su columna, pondrá a resguardo su retaguardia, moverá sus flancos y tratará de envolvernos. Como su número es muy superior, lo conseguirá. Entonces estaremos perdidos. No podemos dejar que eso pase. Hay que salvar al rey. Cuando comience la batalla, quédate conmigo cubriendo el flanco derecho. Trataremos de evitar el desastre. Y que el Señor nos proteja.

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