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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (13 page)

—¡Una furcia de Satanás! —gritó de nuevo mientras un hilo de sangre manchaba sus labios.

Entonces, loco de ira, me arrojé sobre Braulio, le inmovilicé en el suelo y golpeé su cabeza, su cuello, su pecho, todo lo que se me ponía al alcance. No sé cuánto duró aquello. Los otros compañeros tiraron de mí y me separaron de mi enemigo. Para mayor desdicha, en aquel preciso instante entraba Beato en el monasterio, recién llegado de su viaje a la corte. Y el maestro lo había visto todo.

Esa noche la pasé aislado en una celda del convento. Una celda penitencial. Sé que a Braulio le dieron unos azotes. Yo conocía bien lo que la regla de San Benito decía respecto a casos como el nuestro: «Cada uno debe ser tratado según su edad y capacidad. Por eso, los niños y los adolescentes, o aquellos que son incapaces de comprender la gravedad de la pena de la excomunión, siempre que cometan una falta, deberán ser sancionados con rigurosos ayunos o corregidos con ásperos azotes, para que sanen». Tenía el cuerpo preparado para recibir el castigo. Pero no fue eso lo que ocurrió.

Después de laudes, Beato me llamó junto a sí. Me esperaba en pie, en el scriptorium, inusualmente rígido. Sin decir palabra, me hizo una seña ordenándome que le siguiera. Me llevó a un rincón del claustro. Con una expresión de insondable tristeza en sus ojos vivísimos, me dijo:

—Conoces bien cuáles son los castigos para enmendar a un niño. Pero tú ya no eres un niño. No te hacen falta ayunos y azotes para entender tu falta. Has incurrido en pecado. Has levantado un considerable escándalo. Y has comprometido a la comunidad. El pecado se puede absolver. El escándalo se puede olvidar. Pero el daño que has hecho a la comunidad peleando con otro hermano por causa de una mujer, eso no se puede enmendar de ninguna manera. Por tu bien y por el bien de la comunidad, no hay otra solución que tu salida de esta casa. Me duele en el alma porque tienes buenas cualidades, pero esta conducta tuya deja pensar que te falta vocación, y no hay cosa más triste que una vida entregada a una vocación errónea. No voy a mandarte a tu casa. Voy a darte otra oportunidad, pero en otro sitio. Un sitio donde tú mismo puedas ver si eres capaz de dominar los ardores de tu pecho y de tu vientre. Si eres capaz, tendrás abiertas las puertas de San Martín. A ti te tocará decidirlo, pero dentro de un tiempo: dos años, por lo menos. Entonces volveremos a hablar. Ahora te escucharé en confesión. Después, deberás partir.

No supe qué contestar. Confesé, como Beato me había propuesto. Lo conté todo. Por primera vez. No puedo decir que me arrepintiera de mi pecado, porque el amor lo ciega todo, pero sí lamenté sinceramente haber hecho daño a aquel hombre sabio, Beato, que de forma tan generosa me había acogido y que me había confiado tantos pensamientos. Me absolvió de mis culpas ante Dios. Pero no me sentí absuelto de mis culpas ante Beato de Liébana.

No volví a ver a mi maestro. Aquella misma tarde vino a buscarme el hermano Fernán. Traía un zurrón con algunas cosas; entre ellas, un mensaje para mi nuevo destino, que yo aún ignoraba. Y lo ignoraba porque, ofuscado como estaba con el asunto de Deva, ni siquiera me había preocupado de averiguarlo. Lo que tenía en mi cabeza era otra cosa: acudir al encuentro de mi amada. ¿No me habían expulsado del convento? Pues bien, esa era la señal. Era doloroso, pero la dicha que me aguardaba lo compensaba todo. Iría a ver a Deva, sí. No seguiría las órdenes de Beato. Al contrario, correría al encuentro de mi amada. La llevaría conmigo. Nos dirigiríamos a Mena, a la frontera, donde el mundo se abría para los corazones dispuestos a empezar desde cero, sin más patrimonio que las propias manos y la ayuda de Dios.

Empezaba a oscurecer cuando llegué a la puerta de Deva. Susurré: «¡Deva! ¡Deva!». Nadie contestaba. Volví a llamar, esta vez más fuerte: «¡Deva! ¡Deva, mi amor!». Me pareció escuchar sollozos dentro de la casa. Yo insistía: «¡Deva! ¡Ha llegado el día! ¡Huyamos a Mena!». En ese momento se abrió una ventana. El corazón me dio un brinco de alegría en el pecho. Pero la alegría se convirtió en horror al ver que quien allí asomaba no era Deva, sino su padre.

—¡Largo de aquí, moscón! —me dijo Asur—. ¡Deja en paz a mi hija!

Me quedé patidifuso. No supe qué hacer. De fondo continuaba oyendo sollozos. Era Deva, sin duda. ¿Quizá la muchacha le había contado todo a su padre? ¡Enorme error! Pero tampoco podía reprochárselo, pues yo había hecho lo mismo con Beato y, aún peor, todo el monasterio conocía el episodio después de mi necia pelea con Braulio. Intenté mostrarme como un caballero.

—Mi señor Asur, no tema. Mis intenciones son serias. Las más serias que puede imaginar. Me propongo…

—¡Calla ya, sabandija! —me interrumpió el padre de mi amada—. ¡Por tu culpa anda mi hija en boca de todo el pueblo! ¡Debería abrirte las tripas!

—¡Yo amo a su hija, señor! —protesté—. ¡Deseo hacerla mi esposa! ¡Tengo tierras que ofrecerle! ¡La trataré como a una reina!

—¡Calla ya, hijo de Satanás! —gritó Asur, enfurecido—. ¡Si no bajo ahora mismo y te reviento las entrañas es por la amistad que tengo con San Martín! ¡Desaparece de nuestras vidas!

En ese instante una asquerosa lluvia me cubrió por entero y, acto seguido, un barreño me golpeó en la cabeza. Asur había vaciado sobre mí un balde de heces y orines. Esa era su respuesta. Con un golpe violento cerró la ventana. Y allí quedé yo, empapado en excrementos, solo y sin amor, mientras la noche caía sobre la hermosa aldea de Potes.

Aún permanecí en aquel lugar algunas horas, completamente hundido, tirado en el suelo como un perro, atenazado por el estupor y la humillación. De vez en cuando percibía los lejanos sollozos de Deva y los ronquidos del padre. Poco a poco fui tomando conciencia de mi fracaso. En apenas un día lo había perdido todo: carrera, maestros, amigos y amor. Estallé en una crisis de llanto.

Debí de quedarme dormido, no sé cuántas horas. El frío de la madrugada me despertó. Mojado como estaba, comencé a tiritar. Me puse en pie torpemente, como borracho, y salí de la aldea. Caminé hasta el molino, junto a la calzada. ¿Qué hacer? No podía volver al monasterio. Tampoco podía insistir en la puerta de Deva. Y, por supuesto, en modo alguno podía volver a casa, donde mi retorno cubriría a mi padre de vergüenza. Solo entonces reparé en el zurrón que me había entregado el hermano Fernán. Curioseé en su interior. Vi una tosca cruz de madera con cuerda de cuero; me la colgué del cuello. Había también un trozo de cecina que devoré al instante. Y hallé asimismo un pliego de vitela con indicaciones. En la noche apenas si podía leerlo. La luz de la luna me ayudó.

Castillo de Evencia. Pregunta por el campo de Gadaxara. Preséntate a él. Dale este documento.

No decía nada más. Aturdido y cansado, sin ser muy dueño de mis pasos, tomé de nuevo la calzada en dirección a Evencia, la misma que me había traído hasta Potes y San Martín. No sabía entonces lo mucho que tardaría en volver.

7. La mesnada del valiente Gadaxara

No recuerdo nada de la ruta hacia mi nuevo destino. En mi alma solo había sitio para el dolor. Llegué a Evencia al caer la tarde del día siguiente. En un soto cercano a la aldea me arrebujé como pude en mi manto y caí rendido. Al amanecer agoté las últimas provisiones del zurrón y me dirigí al pequeño castillo que coronaba el pueblo. Allí debía entregar mi mensaje.

El castillo de Evencia se elevaba sobre un promontorio frente a la bahía. Ninguna nave podría acercarse sin ser vista a distancia. A partir del castillo se desplegaba una muralla que rodeaba la ciudad. Un tipo en la puerta de la ciudadela me preguntó adónde iba. No era un soldado; parecía una especie de lacayo.

—Al castillo —contesté—. Traigo un mensaje. Voy al campo de Gadaxara.

Como el tipo no sabía leer, llamó a otro y este me condujo hasta un barracón adosado a la muralla. Allí esperé un buen rato hasta que apareció un tercer sujeto. Este sí era un soldado. Leyó la vitela que me había dado el hermano Fernán. Me ordenó que le siguiera. Salimos de la ciudadela y nos dirigimos hacia un grupo de cabañas no lejos de allí.

—¿Así que te han echado del convento y te mandan a ser soldado? —preguntó este tercer individuo.

Aquella fue la primera noticia que tuve sobre cuál iba a ser mi vida a partir de ahora.

Las cabañas en cuestión resultaron ser un campamento. Varias chozas se alineaban de manera circular en torno a una especie de gran palenque. Caballos y hombres vivían juntos allí. Era la morada de una hueste militar. La perspectiva me aterró: conocía la vida del campesino y la del monje, pero no la del soldado. Podría haber huido en aquel momento, pero mi voluntad se había evaporado por completo después del suceso de Deva y Asur. Dócilmente, me dejé llevar.

El soldado me introdujo en un barracón destartalado, pero limpio. Había otros jóvenes allí. La escena me trajo a la memoria el primer día en San Martín. Un mar de angustia me subió a la garganta. Pero aquí todo iba a ser muy diferente.

Por la charla con los otros mozos supe para qué había ido allí: iba a ser escudero. ¿De quién? Lo ignoraba. ¿Cuál sería mi trabajo? Tampoco lo sabía. Pregunté si alguien sabía quién era Gadaxara. Varios se burlaron de mi ignorancia. Gadaxara —me explicaron— era uno de los más famosos guerreros de la hueste del rey. Ser escudero en su tropa era un gran honor. «Si tienes suerte y valor, puedes convertirte en caballero», me dijo uno de mis compañeros. No era un mal horizonte, después de todo. En aquel momento mi vida carecía de dirección. Pensé que este que se me ofrecía ahora podía ser un buen camino.

Durante toda la mañana se nos hizo acarrear paja de aquí para allá y limpiar cuadras, entre otros menesteres. El tal Gadaxara no estaba en ninguna parte. Luego, al mediodía, nos convocaron en la arena. Allí —nos dijeron— iba a hablarnos más tarde el
miles
Juan, es decir, Juan el Soldado. Nos dieron algo de comer: un plato frío de gachas. Y me dormí sobre un montón de paja.

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