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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (15 page)

Me dieron un casco de cuero y una especie de pelliza acolchada. También una azagaya. Esas eran las prendas de mi nuevo oficio. Mi vida apenas cambió en aquellos días: seguía siendo el escudero del
miles
Juan y mis ocupaciones eran idénticas. Pero ya no hubo ese año más aprendices de escudero, de manera que la rutina empezó a ser ostensiblemente más tranquila. Y estaba llegando el verano cuando mi señor me comunicó una sorprendente noticia:

—Zonio, prepara los caballos y arregla provisiones. Mañana por la mañana partimos a Campoo. A buscar caballos para la mesnada. Iremos nueve. Contigo, diez. Tú, en la mula. Estaremos fuera una semana como mínimo. Salimos al alba.

En aquel momento no podía ni imaginar lo que iba a encontrar allí.

Campoo era el nombre que se daba a los altos llanos donde manan las fuentes del Ebro, en los alrededores de Reynosa. Jamás había oído hablar antes de este lugar. El Campoo se encontraba muy al sur, en una tierra peligrosa, abierta ya a la frontera. Los hombres de la mesnada me contaron que en aquella comarca había pastores desde la noche de los tiempos, y que en algunos parajes de la región se elevaban grandes piedras levantadas sin duda por gigantes. Para llegar a Campoo desde Evencia había que tomar la vieja calzada que seguía la ruta del río Besaya. No había menos de dos días de camino. Lo cubrimos a paso muy rápido, a veces al trote, a veces a pie para no cansar a los caballos, siempre con la energía que el
miles
Juan imprimía a todos sus actos.

Por el camino el
miles
Juan fue contando historias. Más precisamente, su historia. Había nacido en una aldea cercana a Oviedo. Entró como escudero a edad aún más temprana que la mía. Veinte años llevaba ya combatiendo. Estuvo en la sublevación de los siervos reinando Aurelio, y después, reinando Silo, en la batalla de Montecubeiro contra los magnates gallegos. Peleó contra los moros de Abderramán que atacaron el país reinando Mauregato, hacía siete años ya. Fue entonces cuando entró al servicio de Gadaxara, con el que compartió sangre y victoria.

—Ese hombre me salvó la vida —me contó—. Habíamos copado a los moros en su retirada. Estos ya no eran los moros de años atrás: ahora venían huestes africanas semisalvajes, bereberes de las montañas, tipos hechos a la miseria y al dolor, recién llegados a España con hambre de botín. Nuestra suerte fue que los mandaba el gobernador de Abderramán en Toledo, un árabe, y ya sabes que los árabes y los bereberes se odian. De manera que el árabe mandaba una cosa y los bereberes hacían otra, y así la columna sarracena parecía un rebaño desmandado. Entraron en un desfiladero no lejos de Campoo, el sitio al que ahora vamos, y no tomaron la menor precaución. Nosotros éramos menos, muchos menos, pero teníamos el terreno a nuestro favor. Gadaxara, que mandaba una de nuestras mesnadas, adelantó a unos pocos hombres, como cebo, a la salida del desfiladero. Los hombres empezaron a gritar como lunáticos y los bereberes, viendo presa fácil, se abalanzaron sobre ellos. Toda la fuerza mora se metió en la trampa. A una señal, arrojamos sobre los sarracenos una lluvia de rocas, troncos, piedras, balas de paja ardiendo, qué sé yo… el infierno. Después vino el ataque: todos a una, brincando entre las peñas, caímos sobre los supervivientes como una furia. Pero aun así seguían siendo muchos. Yo me encontré peleando con tres moros a la vez. A uno le coloqué un tajo en el cuello que le cortó la cabeza. A otro conseguí desarmarlo y salió corriendo. Pero el tercero, que me había ganado la espalda, enarboló una jabalina para ensartarme por detrás. Lo habría hecho de no haber aparecido en ese momento Gadaxara a caballo, que ensartó al moro a su vez. Desde entonces pasé al servicio del caballero Gadaxara.

»Gadaxara es el mejor guerrero que he conocido nunca. Pelea con la cabeza al mismo tiempo que con las manos. Nunca ha fallado un golpe. En estos siete años he librado muchos combates con él. Juntos hemos atacado a varios destacamentos bereberes en esas torres que los moros han colocado donde corre el Duero y aún más cerca de aquí. Siempre hemos salido con bien. Acercándonos sigilosos, golpeando sin contemplaciones. Hemos desmantelado posiciones enemigas en Valdoré y en lo que un día fue la tierra de Campos, y también en el camino del río Tirón y del Pisuerga. Gadaxara siempre gana.

»Si alguna vez has de pelear contra los moros —seguía el
miles
Juan—, ten en cuenta esto: tu sitio está junto a tu señor. Él te necesitará para que las armas estén listas y el caballo prevenido. Y si todo se tuerce y tu señor cae, entonces prepárate a luchar tú, porque a los moros les gustan mucho los jovencitos: los cazan a lazo y se los llevan a Córdoba como esclavos. Muchos de ellos acaban sirviendo como soldados en los ejércitos del emir, aunque rara vez los mandan por aquí, sino que más bien los envían a África, para pelear en sus fregados internos, que tienen muchos y muy ásperos. En estos últimos años ha habido poca actividad, poca amenaza. Esa batalla que te he contado y poco más. De vez en cuando aparece alguna partida de bereberes para saquear ganado y mujeres, pero no llega a mayores. Por eso que te decía de las peleas entre los propios moros, que son gente muy querellosa. Dios Nuestro Señor confundió al gran Abderramán y le envió una buena montaña de líos con su propio pueblo, y así nos ha sido posible levantar cabeza. ¿Por qué crees que tu familia ha podido repoblar el valle de Mena? Pero me han contado que este emir Abderramán ha muerto hace poco y que le ha sucedido su hijo, que se llama Hisam. Y este, que es más joven y se ha encontrado resueltos los problemas del país, vendrá con ganas de guerra.

»Una cosa has de tener presente: el moro es buen guerrero. No se cansa fácilmente y cuando combate saca todo el corazón. Ellos atacan de una forma muy bien pensada, poniendo todo el peso en sus rápidos caballos, que te rodean y te dejan a merced de sus peones y sus arqueros. Además tienen mucha tropa, porque tienen mucho oro para pagarla. Nosotros no podemos combatir como ellos. Nosotros hemos de buscar la maniobra, la sorpresa, y sembrar la confusión en sus filas. Porque así como son buenos guerreros, los moros son también desordenados y tienden a descomponer las filas, y pasan de la exaltación al pánico en un momento. Entonces están perdidos. Ese es para nosotros el momento de cargar con todo. Solo así podemos ganar.

»Hay mucha gente que cree que ya no habrá más campañas musulmanas, más «aceifas», como ellos las llaman. Se equivocan. Vendrán más. El moro cree que la guerra es un sacramento: «guerra santa», la llaman. Y además, necesitan esclavos para su mercado. Si yo fuera ellos, también lo haría: golpear una y otra vez, todos los veranos, todos los años, sin comprometer demasiadas tropas, lo justo para no dejar crecer al enemigo. Por eso volverán. Estoy seguro. Hisam, ese nuevo emir, lo hará. Me han contado que es pelirrojo y de piel blanca. A saber de qué vientre cristiano ha salido ese pequeño Satán. También me han contado que, de entrada, ha matado a sus dos hermanos, Suleimán y Abdalá, que le disputaban el trono. Para dejar claro quién manda. Pero no es un salvaje. Es un tipo inteligente y dicen que íntegro y piadoso, dentro de su fe blasfema. Eso quiere decir que su pueblo morirá gustoso por él. El viejo emir Abderramán ha intentado doblarnos la columna pagando aquí y allá, mandando obispos traidores, seduciendo a los grandes señores con propuestas de paz untadas en oro… Hacía eso porque no estaba en condiciones de mandar a un ejército. Pero con Hisam va a ser otra cosa.

»No sé a qué espera el rey Bermudo, nuestro señor, para tomar medidas. El reino está bien protegido por nuestras montañas, pero tenemos dos puertas que hay que guardar. Al oeste hay que cerrar las vías de Galicia. Al este hay que vigilar la entrada por el Ebro y las tierras de Álava. La última aceifa, la de hace siete años, quiso entrar solo por una puerta y por eso fracasó: nos dejó concentrar toda la fuerza en un solo punto. Pero si yo fuera Hisam entraría por las dos puertas a la vez: él tiene hombres suficientes para hacerlo y nosotros no tenemos hueste bastante para cerrar las dos vías al mismo tiempo. Dicen que el rey Bermudo es un hombre bueno y generoso, amante de su pueblo, y que gusta de rodearse de religiosos y de sabios. Todo eso está muy bien, pero lo que ahora hace falta es un jefe de guerra sagaz e implacable. Los que vienen de la frontera cuentan que el rey ha ordenado construir castillos en esas regiones. Quiera Dios que no sea demasiado tarde.

Después de dos jornadas completas de camino llegamos a la campa de Reynosa, en la comarca del Campoo. Quiso el
miles
Juan que entráramos a caballo y al trote ligero, como correspondía a soldados de nuestro rango. Yo hice lo que pude con mi mula. El artificio tuvo su efecto, porque las gentes del lugar nos miraron pasmadas, con esa mixtura de admiración y temor que, según mi señor, debe inspirar siempre el hombre de armas.

La campa se desplegaba a la orilla de la calzada y a cierta distancia del pueblo. Constaba de un ancho recinto llano donde se agolpaban los caballos y, en torno a él, decenas de tiendas y toldos, unos más ricos, otros más menesterosos, donde se alojaban los ganaderos y los mercaderes venidos de todas partes para la ocasión. Pero en la campa no había solo mercaderes: enseguida vimos también numerosos grupos de soldados, gentes de otras mesnadas que habían acudido, como nosotros, a proveerse de caballos en aquel mercado. El conjunto quedaba protegido por una pequeña loma al sur y por los cabezos de la sierra al norte. El río Híjar, con sus numerosos afluentes, regaba generosamente el paraje antes de dar nacimiento al Ebro.

Muy erguido en su caballo, Juan atravesó la campa buscando un buen sitio donde instalarnos. Atravesamos las tiendas de los mercaderes y los toldos de los ganaderos. Mi señor saludaba, altivo, a las gentes que se le acercaban. Todo parecía una enorme fiesta: la muchedumbre hablaba de bestias y precios, en aquel rincón había unos paisanos jugando a los bolos y en aquel otro dos soldados flirteando con unas mozas. De fondo sonaban gaitas y panderos, y su música se mezclaba con el piafar de los caballos y con las voces de los tratantes que pregonaban su mercancía. En cuanto plantamos nuestra tienda, el
miles
Juan nos dio permiso para descansar y buscar un trago. Yo me apresuré a zambullirme entre aquel gentío.

Había lujosas tiendas cerradas que delataban a sus propietarios: ricos mercaderes de Santillana, Somorrostro o incluso Oviedo que habían acudido aquí en la esperanza de cerrar un buen negocio. Había otras tiendas mucho más humildes, apenas un toldillo sobre un mástil, que cobijaban a los pequeños ganaderos: los que habían ido allí a vender dos o tres animales y sacar por ellos lo suficiente para pasar el año. Abundaban además los vendedores de aperos para las monturas, porque pocos lugares habían tan aptos como aquel para colocar sus sillas y cinchas y correajes. Era fácil reconocer las tiendas de los soldados porque en su exterior descansaban escudos y estandartes. Y entre unos y otros, no faltaban los parásitos de la buena vida: los que habían llevado allí sus vinos y sus pitanzas, sus cueros y sus abalorios, como solían hacer de mercado en mercado, para sacar provecho del tráfico humano.

A mí toda aquella actividad me sumergió en una especie de gozosa embriaguez, como la que producen las dos primeras jarras de vino. Me sentía estimulado por el vocerío y la música. Iba de un lado a otro como atolondrado. Entonces, de repente, el brillo dorado de unos cabellos llamó mi atención. Me dirigí hacia él. El brillo desapareció entre la muchedumbre. Lo busqué, enloquecido. Ni siquiera me atrevía a convertir en pensamiento lo que mis entrañas me decían. El corazón me palpitaba como un caballo al galope. De corrillo en corrillo, perseguí la sombra de aquella melena dorada. Cuando al fin la encontré de nuevo, no podía creer lo que estaban viendo mis ojos.

Deva estaba allí. Parecía un sueño, pero ¡Deva estaba allí! En ese instante mis oídos dejaron de percibir el sonido de las gaitas y el griterío de los hombres, y mis ojos no vieron otra cosa que la deliciosa figura de aquella muchacha moviéndose entre la multitud. Una súbita presencia me hizo recobrar los sentidos: Asur, el padre de Deva, estaba junto a ella. El mercader había acudido a Campoo, como tantos otros, buscando beneficio. Osado, me acerqué. Era improbable que Asur me reconociera. En cuanto a Deva, estaba seguro de que mi presencia no le pasaría desapercibida.

Llegué hasta ellos. Pasé a su lado, fijando la mirada en Deva. Ella se giró, me miró, enrojeció, quedó muda. Yo aparenté seguir mi camino, pero me mantuve cerca de la hija y el padre, esperando la oportunidad de entablar palabra con mi amor. Sentí una alegría infinita cuando comprobé que Deva se quedaba rezagada. Fingía mirar los abalorios expuestos en un tenducho. Aproveché el momento: corrí hacia ella, me situé a su lado, la vista puesta en el mostrador del tenderete.

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