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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (52 page)

Fuimos rápidos como el rayo. Cabalgamos rodeando un cerro, lejos del combate principal, hasta ganar una posición despejada. Si alguno pensó que huíamos, no tardó en salir de su error. A galope tendido cruzamos el río y nos abalanzamos sobre los suministros de Abd al-Karim. El moro nos vio, pero ya era tarde: estábamos demasiado cerca para que sus flechas pudieran ser precisas. En un abrir y cerrar de ojos aplastamos la débil línea de defensa, una docena de bereberes que cayó bajo los cascos de nuestros caballos. Sin perder un instante prendimos fuego a todo lo que encontramos. Arrasamos a conciencia el campamento y salimos de allí a escape. En nuestra fuga nos salió al paso otro grupo de sarracenos que arrojó sobre nosotros todo tipo de dardos y jabalinas. Una fue a dar en el pecho de Eneco, que expulsó un vómito de sangre y se desplomó sobre su montura. Al poco, el caballo también cayó, erizado de dardos. Mi valiente compañero se dejaba la vida en la acción.

Nuestra maniobra tuvo éxito. No solo los víveres del ejército de Abd al-Karim habían quedado severamente mermados, sino que el grueso de la morisma, al ver fuego en su retaguardia, afluyó allá y alivió la presión en el desfiladero. Los nuestros, notando que el empuje moro menguaba, pudieron moverse y ganaron las peñas de la garganta, desde donde lanzaron una tormenta de piedras y dardos sobre el enemigo. La tropa mora se descompuso y retrocedió a la otra orilla del vado. Libre la línea del desfiladero, los peones cristianos volvieron a toda prisa a su posición de partida, bien guarnecida de fosos y estacas. En ese momento llegamos nosotros a la retaguardia.

Cuando cayó la tarde, la batalla estaba como al amanecer, pero con una trágica diferencia: nuestras pérdidas eran cuantiosísimas. El rey dio orden de aprovechar la noche para fortificar los pasos. El enemigo hizo lo mismo. Cuando el sol volvió a salir, una densa capa de fosas, empalizadas y trincheras guarnecía los vados del río en ambas direcciones. La batalla cambiaba de aspecto.

Fueron días de pesadilla. A veces atacaban ellos, pero su furia se estrellaba contra nuestras defensas. Entonces atacábamos nosotros, pero sus empalizadas no eran más frágiles que las nuestras. Y así un día tras otro, en una pugna interminable y sin vencedor, durante trece largas jornadas. En una de estas acometidas me dieron una lanzada en un muslo. En otra, un dardo me alcanzó en un hombro. También Sisnando, mi caballo, sufrió el impacto de una flecha. Abd al-Karim, que conocía nuestra inferioridad numérica, esperaba a que se nos acabaran los hombres. Nosotros, que habíamos dado fuego a su avituallamiento, esperábamos a que a ellos se les acabaran los víveres. Y entonces comenzó a llover.

Llovió sin tregua. Llovió como nunca. Llovió como en el diluvio universal. El nivel del río creció. Las aguas subterráneas afloraron. Nuestras obras de defensa empezaron a tambalearse. Las empalizadas tan firmemente clavadas en la tierra caían ahora como frágiles juncos en el lodazal. Los fosos se cubrieron de agua hasta el punto de transformarse en ciénagas donde ya era imposible permanecer. Estábamos perdidos. Nuestro único consuelo era que las defensas moras corrían exactamente la misma suerte.

Amanecía ya el 7 de junio. El rey llamó a sus capitanes y nos convocó en su tienda. Velasco, el señor de Pamplona, se hallaba junto al rey; traía un brazo en cabestrillo, tocado por una flecha sarracena. La tienda ofrecía un aspecto tan precario como todo lo demás en aquella hora. El agua empapaba las lonas y se filtraba al interior. Miré a mis pares. Las filas habían clareado de manera dramática. El conde Munio Núñez, Teudano, Gundesindo y yo seguíamos vivos; maltrechos, pero vivos. Otros muchos habían expirado en el campo del honor. Conocía ya las bajas de Zaldún, Sancho el navarro y don García López. No conocía hasta ese momento la de don Tello: la constaté al ver que no acudía a la tienda. Alfonso tomó la palabra:

—Hemos luchado hasta el límite de nuestras fuerzas. Hemos frenado a los moros. Pero también hemos sufrido cuantiosas bajas. Ahora el Señor nos envía esta copiosísima lluvia que ha reducido nuestras defensas a un montón de ruinas. Es una señal evidente: hemos de retirarnos. Tengamos fe en Dios, por quien hemos vertido nuestra sangre. Levantaremos el campo. Nos reagruparemos en el castillo de Salcedo. Y allí, en función de los movimientos del enemigo, decidiremos cómo obrar.

La asamblea de capitanes recibió las órdenes del rey con una mezcla de alivio y rabia. Por una parte, era verdad que en semejantes condiciones no podíamos seguir combatiendo. Por otra, todos hubiéramos deseado agotar nuestra capacidad de lucha hasta el último suspiro, ahora que los moros se veían tan apurados como nosotros. Alfonso permanecía en pie, muy rígido, el barbado mentón sobre el pecho, la mirada extraviada. Hablé:

—Mi señor, acataremos vuestras órdenes como siempre hemos hecho, pero queda un problema por resolver: hay que asegurar la retirada.

—¿Crees que los moros nos atacarán ahora, con semejante temporal?

—Si yo estuviera en su lugar, lo haría —afirmé—. No tendría nada que perder.

—¿Qué propones?

—Propongo cubrir la retirada con un falso ataque. Una maniobra de distracción en el desfiladero, donde el vado superior. Mis hombres y yo la ejecutaremos. Aún me quedan ocho de mis diez caballeros. Me basta con veinte peones más. Treparé por cualquiera de las laderas y me dejaré ver por el enemigo. Será suficiente para entretener un rato a los sarracenos. Así nuestras tropas podrán, al menos, salir de este lodazal y ganar un camino en el que sea posible moverse.

Un aprobador silencio recorrió la tienda del rey.

—Sea, Zonio de Mena —dijo Alfonso. Y enseguida añadió—: Las columnas han de ponerse en marcha de inmediato. Dejemos en el campo cualquier cosa que nos pueda retrasar. Solo llevaremos nuestras armas y a nuestros heridos. ¡Adelante!

Me despedí del rey y de mis compañeros. «No hagas ninguna locura», me dijo Teudano. No, no la haría. Lo tenía bien pensado. Conocía el paraje. No iba a arriesgar la vida de ninguno de mis caballeros. Eneco y Juanti ya eran suficiente pérdida.

Teudano me prestó veinticinco peones. Venían deshechos, los zapatos rotos, rasgadas las túnicas, consumidos los rostros… En verdad no podíamos aguantar una noche más en aquel agujero. Enseguida nos pusimos en movimiento. Bajo el diluvio, entre el barro, ascendimos trabajosamente por la ladera. La contrapendiente nos protegía de la vista del enemigo. Pronto ganamos la cumbre del cerro. Despacio, con paso seguro, me acerqué a la cresta. Quería que los moros vieran mi silueta con toda nitidez. Lentamente guié a Sisnando, herido, hasta el punto más alto y visible. Lo que entonces contemplé me llenó el corazón de júbilo.

Allá abajo, al otro lado del río, a una distancia de un tiro de flecha, el ejército de Abd al-Karim empezaba a moverse. No iba a atacar, no. Sus filas no estaban dispuestas para esa maniobra. Lo que estaban haciendo era retirarse. Como nosotros. Seguramente los capitanes de Abd al-Karim habían llegado a la misma conclusión que la hueste de Asturias: con semejante aguacero y en un campo tan enlodado, ningún movimiento era posible. Además, a los moros ya no debían de quedarles víveres: de eso podíamos estar bien seguros.

Me perfilé sobre el horizonte. Llamé a mis hombres, que hicieron como yo. Entonces los moros percibieron nuestra presencia. Un enorme griterío ascendió desde el valle: los sarracenos nos maldecían en su lengua con imprecaciones que no entendí. La lluvia no remitía. El agua seguía anegando el campo de batalla. Yo solo pensaba en alargar aquel momento para que las huestes de Asturias y Pamplona pudieran salir más airosamente de su agujero de barro. Hice caracolear a Sisnando. La furia de los moros creció hasta el paroxismo. Y en ese momento vi en el valle, rodeado por sus guardias con estandartes verdes, al general Abd al-Karim. Montaba un precioso caballo blanco, como en él era habitual. Se detuvo. Me miró. Avanzó unos pasos. Yo también.

Nunca había tenido tan cerca al jefe moro. Pensé que podría derribarle con un certero tiro de honda. Quizás él pensó lo mismo. Abd al-Karim tenía ante sí al tipo que asesinó a su hermano, al que le robó la tienda, al que le cerró el paso en Amurrio, al que ahora había quemado sus víveres. Para el veterano general yo no debía de ser sino un bárbaro salvaje y blasfemo que merecía ser crucificado por sus muchos crímenes. Pero Abd al-Karim debía de saber también quién era él para mí: el asesino de mis amigos, el azote de mi fe, el destructor de Oviedo, el enemigo de mi país y de mi gente… Recordé la cabeza del viejo Abu Utman, el dueño de Deva, cortada limpiamente por el hacha de don Tello y rodando a mis pies.

Instintivamente moví el escudo para proteger mi lado derecho. Cuatro golpes secos se clavaron en mi jabalí blanco. Un quinto golpe tocó mi costado. Arqueros sarracenos ahogaban su furia y su frustración en aquella rabieta final. Mis hombres alzaron los escudos sobre sus cabezas. Eso bastaba para neutralizar el efecto de las saetas enemigas. Yo traté de no manifestar dolor. Ostensiblemente rompí con mi azagaya las flechas clavadas en el escudo. Quería que Abd al-Karim me viera. Quería que se sintiera derrotado. Por mí.

Permanecimos allí media hora, bajo el aguacero. Hasta que la columna mora se puso en marcha, de vuelta hacia el sur. Para entonces los nuestros ya debían de haber ganado las lomas que conducen al castillo de Salcedo. Pasado ese tiempo, di orden de retirada. Ya casi habíamos bajado del cerro cuando me faltó el aire. Me toqué el costado, donde había acertado la flecha, y vi que manaba abundante sangre. Era la tercera herida de aquella batalla. Aún peor: de repente Sisnando, mi caballo, se tambaleó, dio un traspiés y finalmente cayó de lado, dando conmigo en tierra.

Me retiraron del campo más muerto que vivo, con la lanzada del hombro, la otra en un muslo y aquella flecha en un costado. Pedí que recogieran mi escudo y mis armas. Vagamente recuerdo cómo cuatro hombres me llevaron en parihuelas bajo un diluvio atroz. Uno de ellos era un clérigo, uno de esos frailes que en las batallas ayudan a llevar heridos e imparten a los moribundos la extrema unción. Su rostro me resultaba conocido. Era un tipo pequeño y delgado, con el cráneo enteramente pelado salvo un mechón negro y crespo sobre la frente, y unos ojos también negros como carbón.

—¿Quién eres tú? —musité en un quejido.

—Braulio —contestó él.

—¡Braulio! ¿El novicio de Liébana? —pregunté asombrado.

—Sí. ¿Me has perdonado? —suplicó con dulzura.

—Jamás te culpé.

Entonces perdí el sentido.

No volví en mí hasta varios días después. Me desperté en el castillo de Iruña. Creí haber muerto y llegado al paraíso cuando vislumbré, entre el claroscuro del sueño, a la deliciosa doña Argilo al pie de mi lecho. Con ella estaba Munio Núñez.

—Ya vuelves en ti —comentó el caballero—. A Dios gracias. Has de saber que los moros se marcharon. Abd al-Karim se marchó. No ganamos la batalla, pero sí la guerra. Al menos, por ahora.

Me alegró oír aquello.

—¿Tello? —pregunté.

—Muerto.

—¿Mis hombres?

—Los que dejaste en el Orón pudieron volver. Solo faltan Eneco y Juanti.

—Lo sé.

—Han sido pérdidas terribles: Zaldún, Sancho, García López… Incluso Velasco, según me han contado, ha vuelto a Pamplona gravemente enfermo y es difícil que se recupere de sus heridas. Pero el rey salió con bien. Y el reino está a salvo. Esa era la misión y se ha cumplido. Por cierto, hay alguien que quiere verte.

Munio fue hacia la puerta y la abrió. Por ella entró, corriendo, mi hijo Hernán. Me besó en la frente.

—¡Te dije que volverías! —exclamó—. ¡Y mira qué traigo!

Hernán traía en las manos el pañuelo de Creusa. Entre la sangre, el barro y el aguacero, parecía cualquier cosa menos un pañuelo.

—¿De dónde lo has sacado?

—Me lo dio un fraile. Uno que estaba contigo cuando te recogieron. Me dijo que se llama Braulio. ¿Quién es?

—Es una historia muy larga. Otro día te la contaré.

26. Brañas y osos

La dura batalla del río Orón se cobró mucha sangre, pero dejó libre el camino para que avanzara la repoblación. A Gundesindo, mi camarada de los fieles del rey, se le encomendó el gobierno de una ancha zona de Cantabria entre los valles del Pas y Cayón. Gundesindo era sobrino de un rico obispo llamado Quintila, y en él se apoyó para sembrar la comarca de monasterios e iglesias. Junto a las iglesias emergieron nuevas aldeas, y alrededor de las aldeas acudieron decenas de familias campesinas que ahora encontraban una vida nueva. El más señero de estos monasterios fue el de San Vicente de Fístoles. Gundesindo colocó allí a sus hermanas Gudvigia y Sabildi, monjas las dos, y otorgó a la comunidad derechos sobre numerosas tierras en el Pas, Liérganes, Miera y Pénagos. Mi amigo Gundesindo no era lo que se dice un buen administrador, pero su tío Quintila demostró un acusado talento para estas tareas. Su territorio llegó por el sur hasta nuestro valle de Espinosa.

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