Read El caballo y su niño Online
Authors: C.S. Lewis
Cuando atravesó la puerta, Shasta se encontró ante una ladera de hierba y un poco de brezo que trepaba delante de él hacia un grupo de árboles. No tenía nada en qué pensar ahora y ningún plan que hacer: sólo tenía que correr, y eso ya era suficiente. Sus piernas temblaban, empezaba a sentir una punzada terrible en el costado, y el sudor que continuaba cayendo en sus ojos los cegaba y los hacía doler. Tampoco sentía muy firmes sus pies, y más de una vez casi se dobló el tobillo en las piedras sueltas.
Los árboles tupían ahora mucho más que antes y en los espacios más abiertos había helechos. El sol se había entrado, sin que hubiese refrescado. El día se había puesto caluroso y gris, como esos días en que parece que hubiera dos veces más moscas que de costumbre. La cara de Shasta estaba cubierta de moscas; ni siquiera trató de sacudírselas... tenía demasiadas otras cosas que hacer.
De súbito escuchó un cuerno... no un gran cuerno vibrante como los de Tashbaan, pero de un sonido alegre, ¡Tirototojó! Un minuto más tarde salía a un amplio claro donde se encontró en medio de una multitud de gente.
Por lo menos, a él le pareció una multitud. En realidad había cerca de quince o veinte personas, todos caballeros vestidos con verdes trajes de caza, algunos montados y otros de pie al lado de las cabezas de sus caballos. En el centro, alguien sostenía el estribo para que un hombre montara. Y el hombre a quien le sostenían el estribo era el Rey más jovial, más gordo, con las mejillas más color manzana y los ojos más risueños que te puedes imaginar.
Apenas divisó a Shasta, este Rey no pensó ya más en montar su caballo. Tendió sus brazos a Shasta, con la cara iluminada, y gritó con una voz potente, profunda, que parecía brotar del fondo de su pecho.
—¡Corin! ¡Hijo mío! ¡Y a pie, y en harapos! ¿Qué...?
—No —jadeó Shasta, negando con la cabeza—. No soy el Príncipe Corin. Yo... yo... sé que me parezco a él... vi a su Alteza en Tashbaan... manda sus saludos.
El Rey contemplaba a Shasta con una expresión extraordinaria en su rostro.
—¿Eres el R—Rey Lune? —preguntó Shasta con voz entrecortada. Y agregó, sin esperar respuesta—: Señor Rey... huir... Anvard... cerrar las puertas... enemigos están encima... Rabadash y doscientos caballos.
—¿Estás seguro de eso, muchacho? —preguntó uno de los otros caballeros.
—Mis propios ojos —dijo Shasta—. Los he visto. He corrido carrera con ellos todo el camino desde Tashbaan.
—¿A pie? —preguntó el caballero, levantando ligeramente sus cejas.
—Caballos... con el Ermitaño —explicó Shasta.
—No le preguntes más, Darrin —dijo el Rey Lune—. Veo verdad en su rostro. Por tanto, nos pondremos en marcha, caballeros. Traigan un caballo para el muchacho. ¿Puedes cabalgar rápido, amigo?
Por toda respuesta Shasta metió el pie en el estribo del caballo que le habían traído y en un segundo estaba en la silla. Había hecho esto cientos de veces con Bri en las últimas semanas, y montaba de manera muy distinta ahora a lo que había sido la primera noche en que Bri le dijo que se subía a un caballo como si estuviera subiéndose a un pajar.
Se alegró de escuchar que Lord Darrin le decía al Rey:
—El muchacho monta como un verdadero jinete, Señor. Te aseguro que es de sangre noble.
—Su sangre, sí, ahí está el punto —dijo el Rey. Y miró otra vez a Shasta con esa curiosa expresión, casi una expresión de ansiedad, en sus serenos ojos grises.
Pero ya el grupo entero se alejaba a un rápido medio galope. La silla de Shasta era excelente pero él estaba penosamente confundido y no sabía qué hacer con sus riendas, pues jamás había tomado las riendas cuando montaba a Bri. Pero con el rabillo del ojo miró atentamente para ver qué hacían los demás (como hacemos nosotros a veces en las fiestas cuando no estamos totalmente seguros de qué cuchillo o tenedor se supone que debemos usar) y trató de poner los dedos correctamente. Mas no se atrevía a dirigir realmente al caballo; confiaba en que éste seguiría al resto. Su caballo era, claro está, un caballo común, no un caballo que habla; pero tenía talento suficiente como para comprender que el extraño muchacho que llevaba en su lomo no era realmente el dueño de la situación. Fue por eso que pronto Shasta se encontró a la cola de la comitiva.
Aún así, iba bastante rápido. Ya no habían moscas y el aire que golpeaba su cara era delicioso. También había recuperado el aliento. Y su misión había logrado éxito. Por primera vez desde que llegara a Tashbaan (¡le parecía que hacía tanto tiempo!) empezaba a pasarlo bien.
Miró hacia arriba para ver si ya estaban más cercanas las cumbres de las montañas. Para su gran desilusión, no pudo ni siquiera divisarlas; únicamente una vaga grisura que bajaba hacia ellos. Nunca antes había estado en un país montañoso y se sorprendió.
—Es una nube —se dijo—, una nube que viene bajando. Ya entiendo. Aquí arriba en los cerros uno está verdaderamente en el cielo. Voy a ver cómo es el interior de una nube. ¡Qué divertido! Siempre me había intrigado.
Muy lejos, a su izquierda, y un poco detrás de él, el sol se preparaba para ponerse.
Habían llegado a un camino lleno de baches e iban a gran velocidad. Pero todavía el caballo de Shasta iba último en el lote. Una o dos veces, cuando el camino hacía una curva (había ahora un prolongado bosque a cada lado), perdió de vista a los demás por un par de segundos.
Luego se hundieron en la niebla, o más bien la niebla los envolvió. El mundo se volvió gris. Shasta no tenía idea de lo frío y húmedo que era el interior de una nube; tampoco lo oscura que podía ser. El gris se tornaba negro con alarmante celeridad.
Alguien a la cabeza de la columna hacía sonar el cuerno de vez en cuando, y cada vez el sonido venía de más lejos. No podía ver a ninguno de los otros ya, pero por supuesto podría verlos en cuanto doblara la próxima curva. Pero después de doblarla, todavía no lograba verlos. A decir verdad, no podía ver absolutamente nada. Su caballo iba al paso. “Sigue, caballo, sigue”, dijo Shasta. Y se escuchó el cuerno, muy débil. Bri le había dicho siempre que debía mantener sus talones bien vueltos hacia afuera, y a Shasta se le había metido en la cabeza la idea de que algo terrible pasaría sí él enterraba sus talones en los flancos del caballo. Esta le pareció una buena ocasión para probarlo.
—Mira, caballo —dijo—, si no cobras ánimo, ¿sabes lo que haré? Te voy a clavar los talones. Prometo que lo haré.
El caballo, sin embargo, no hizo el menor caso de esta amenaza. De modo que Shasta se afirmó bien en la montura, se agarró con las rodillas, apretó los dientes y aguijoneó ambos flancos del animal con sus talones, lo más fuerte que pudo.
El único resultado fue que el caballo inició una especie de intención de trote de unos cinco o seis pasos y luego disminuyó hasta ponerse a caminar otra vez. Y ahora estaba totalmente oscuro y parecía que ya no hacían sonar más ese cuerno. El único ruido era un continuo drip-drip que venía de las ramas de los árboles.
—Bueno, supongo que aun caminando al paso llegaremos a alguna parte en algún momento —se dijo Shasta—. Lo único que espero es no caer en manos de Rabadash y su gente.
Continuó hacia adelante durante lo que pareció largo rato, siempre al paso. Comenzaba a odiar a ese caballo, y también comenzaba a sentir hambre.
Al poco tiempo llegó a un lugar donde el camino se dividía en dos. Estaba justamente preguntándose cuál conduciría a Anvard cuando lo sobresaltó un ruido detrás suyo. Era el ruido de caballos al trote. “¡Rabadash!”, pensó Shasta. No había forma de adivinar qué camino tomaría Rabadash.
—Pero si tomo uno —se dijo Shasta—, podría ser que él tomara el otro; y si me quedo en esta encrucijada, es seguro que me capturan.
Desmontó y condujo a su caballo lo más rápido posible por el camino de la derecha.
El rumor de la caballería se acercaba vertiginosamente y en un par de minutos Shasta se dio cuenta de que estaban en la bifurcación de caminos. Contuvo la respiración, esperando para ver qué camino tomarían.
Se escuchó una orden dada en voz baja: “¡Alto!”, luego diversos ruidos de caballos, narices resoplando, cascos lanzando patadas, frenos tascados, caricias en los cuellos. En seguida una voz habló:
—Escuchad, todos —dijo—. Estamos ya a unos doscientos metros del castillo. Recuerden sus órdenes. Una vez en Narnia, donde estaremos a la salida del sol, deben matar lo menos posible. En esta aventura ustedes deben considerar cada gota de sangre narniana como si fuera más preciosa que un galón de la vuestra propia. En
esta
aventura, digo. Los dioses nos enviarán horas más felices y entonces no deben dejar a nadie con vida entre Cair Paravel y el Páramo del Oeste. Pero aún no estamos en Narnia. Aquí en Archenland es otra cosa. En el asalto al castillo del Rey Lune lo único que importa es la rapidez. Muestren su temple. Tiene que ser mío en una hora. Y si lo es, se lo entrego a ustedes. No guardaré para mí ningún botín. Mátenme a todo bárbaro varón dentro de sus murallas, hasta el niño nacido ayer, y todo lo demás es para que ustedes se lo repartan como les plazca: las mujeres, el oro, las joyas, las armas y el vino. El hombre que yo vea quedarse atrás cuando lleguemos a las puertas será quemado vivo. En nombre de Tash, el irresistible, el inexorable..., ¡adelante!
Con un gran clipiticlop, las columnas se pusieron en movimiento, y Shasta volvió a respirar. Habían tomado el otro camino.
Shasta pensó que se demoraban largo tiempo en pasar, pues, aunque había hablado y había meditado acerca de “doscientos caballos”, no había logrado hacerse una idea de cuántos eran realmente. Pero al final el ruido se perdió a lo lejos y otra vez se encontró solo en medio del drip-drip de los árboles.
Ya conocía el camino hacia Anvard, pero claro que no podía ir por él: eso significaría únicamente ir a caer en manos de las tropas de Rabadash. “¿Qué demonios puedo hacer?”, se decía Shasta a sí mismo. Pero volvió a montar su caballo y continuó por el camino que había elegido, con la tenue esperanza de encontrar alguna cabaña donde pedir alojamiento y comida. Había pensado, por supuesto, en regresar junto a Aravis y Bri y Juin en la ermita, pero no podía porque en estos momentos no tenía ya la menor idea de la orientación.
—Después de todo —dijo Shasta—, este camino tiene que llegar a alguna parte.
Pero todo depende de lo que entiendas por “alguna parte”. El camino no dejó de llegar a alguna parte en el sentido de que llegó hasta donde había más y más árboles, todos oscuros y goteando, y un aire cada vez más frío. Y lo más curioso, los vientos helados siguieron soplando la niebla por delante de él a pesar de que nunca la alejaron. Si hubiese estado acostumbrado a los países montañosos habría comprendido que esto significaba que estaba mucho más alto, tal vez justo en la cumbre del paso. Pero Shasta no sabía nada de montañas.
—Lo que sí creo —murmuró Shasta— es que debo ser el niño con más mala suerte que ha vivido jamás en este mundo. Todo sale bien para los demás menos para mí. Esos señores y damas de Narnia salieron a salvo de Tashbaan: a mí me dejaron atrás. Aravis y Bri y Juin están más cómodos que nadie con el viejo Ermitaño: claro que yo tuve que ser a quien enviaran acá. El Rey Lune y su gente deben haber llegado sanos y salvos al castillo y habrán cerrado sus puertas mucho antes de que Rabadash llegara, pero yo quedé afuera.
Y como estaba tan cansado y como no tenía nada en su estómago tuvo tal lástima de sí mismo que las lágrimas rodaron por sus mejillas.
Puso fin a todo esto un repentino sobresalto. Shasta descubrió que algo o alguien iba caminando a su lado. Estaba oscuro como boca de lobo y no pudo ver nada. Y la cosa (o persona) caminaba tan silenciosamente que apenas podía escuchar sus pisadas. Lo que podía escuchar era su respiración. Su invisible compañero parecía respirar a gran escala, y Shasta tuvo la impresión de que se trataba de una criatura enorme. Y se había dado cuenta de esta respiración en forma tan gradual que en realidad no tenía idea de cuánto hacía que la escuchaba. Fue un susto horrible.
Le vino a la memoria que había oído decir, hacía mucho tiempo, que había gigantes en esos países del norte. Se mordió los labios, aterrado. Pero ahora que tenía verdaderamente algo por que llorar, dejó de llorar.
La cosa (a menos que fuera una persona) iba a su lado en tal silencio que Shasta comenzó a ilusionarse de que fuera sólo su imaginación. Pero justo cuando ya estaba bien seguro de esto, de la oscuridad a sus espaldas surgió de súbito un profundo y sonoro suspiro. ¡Eso no podía ser imaginación! Como fuere, había sentido el cálido aliento de aquel suspiro en su fría mano izquierda.
Si el caballo hubiera servido de algo, o si él hubiese sabido cómo sacarle provecho a ese caballo, lo hubiera arriesgado todo en una escapada a pleno galope. Pero sabía que no podía hacer galopar a ese caballo. De modo que siguió al paso y el compañero invisible caminaba y respiraba a su lado. Al fin no pudo soportar más.
—¿Quién eres? —dijo, casi en un susurro.
—Uno que ha esperado largo tiempo a que hablaras —dijo la Cosa. Su voz no era fuerte, sino muy potente y profunda.
—¿Eres... eres un gigante? —preguntó Shasta.
—Puedes llamarme un gigante —respondió la Voz Potente—. Pero no soy como las criaturas que tú llamas gigantes.
—No puedo verte —dijo Shasta, después de tratar desesperadamente de verlo. Entonces (pues se le había ocurrido una idea aún más terrible) dijo, casi en un alarido—: ¿No eres... no eres algo muerto, no? Oh, por favor, por favor ándate. ¿Qué mal te he hecho yo? Oh, soy la persona más desgraciada de todo el mundo.