Read El caballo y su niño Online
Authors: C.S. Lewis
—Silencio —dijo Bri—. Ya estamos aquí.
Y allí estaban. Habían llegado al borde del río y el camino ante ellos se extendía a lo largo de un puente de múltiples arcos. El agua bailaba brillando al sol matinal; allá a su derecha cerca de la desembocadura del río alcanzaban a divisar mástiles de barcos. Muchos otros viajeros iban delante de ellos en el puente, la mayoría campesinos con sus burros y mulas cargados o llevando canastos sobre la cabeza. Los niños y los caballos se unieron a la muchedumbre.
—¿Pasa algo malo? —preguntó Shasta a Aravis, que tenía una extraña expresión en su rostro.
—Oh, todo va muy bien para
ti
—murmuró Aravis, con tono bastante violento—. ¿Qué te importa a
ti
Tashbaan? Pero yo debería ir en una litera con soldados delante de mí y esclavos a mis espaldas, y tal vez me dirigiría a un gran banquete en el palacio del Tisroc (que viva para siempre), en lugar de entrar así, furtivamente. Es muy distinto para ti.
Shasta pensó que todo eso era sumamente tonto.
Al otro extremo del puente las murallas de la ciudad se elevaban muy por encima de ellos y las puertas de bronce estaban abiertas en un pórtico que era realmente muy amplio pero que parecía estrecho por su gran altura. Media docena de soldados, apoyados en sus lanzas, permanecían de pie a cada lado. Aravis no podía dejar de pensar: “Todos se pondrían en posición firme y me saludarían si supieran de quién soy hija”. Pero los demás pensaban sólo en cómo irían a pasar las puertas, esperando que los soldados no les hicieran preguntas. Afortunadamente no se las hicieron. Pero uno de los soldados cogió una zanahoria del canasto de uno de los campesinos y se la tiró a Shasta con una grosera risotada, diciendo:
—¡Oye! ¡Niño palafrenero! Las vas a pagar si tu amo descubre que has usado su caballo de silla para trabajo de carga:
Esto lo asustó muchísimo ya que demostraba que, por supuesto, nadie que supiera algo de caballos tomaría a Bri por un animal de carga.
—Son las órdenes de mi amo, para que sepas —repuso Shasta.
Pero más hubiera valido que hubiese refrenado su lengua pues el soldado le dio una bofetada en la cara que casi lo derribó, diciéndole:
—Toma, porquería, para que aprendas a hablarle a un hombre libre.
Pero finalmente lograron entrar en la ciudad sin ser detenidos. Shasta lloró sólo un poquito; estaba acostumbrado a recibir golpes fuertes.
Dentro de las puertas, Tashbaan no les pareció en un comienzo tan espléndida como a la distancia. La primera calle era estrecha y las murallas a ambos lados apenas tenían una que otra ventana. Había un gentío mucho mayor de lo que Shasta esperaba: todo lleno, en parte de campesinos (camino al mercado) que habían entrado con ellos, pero también de vendedores de agua, vendedores de confites, porteros, soldados, mendigos, niños harapientos, gallinas, perros vagos, y esclavos descalzos. Lo que más hubieras notado, si hubieses estado allí, habrían sido los olores que emanaban de gente sucia, perros sucios, perfumes, ajo, cebollas, y los montones de basura desparramada por todos lados.
Shasta simulaba llevar las riendas, pero en realidad lo hacía Bri, que conocía el camino y que lo guiaba dándole empujoncitos con la nariz. Pronto doblaron a la izquierda y comenzaron a subir una empinada colina. Acá estaba mucho más fresco y agradable, porque el camino estaba rodeado de árboles y sólo al lado derecho había casas; por el otro lado podían ver los techos de las casas en la parte baja del pueblo y algo del río. Luego hicieron a su derecha una curva en forma de horquilla y continuaron subiendo. Fueron zigzagueando hasta el centro de Tashbaan. Pronto llegaron a calles más elegantes. Grandes estatuas de los dioses y héroes de Calormen, que son más bien impresionantes que agradables de ver, se alzaban sobre brillantes pedestales. Las palmeras y las arcadas de columnas arrojaban su sombra sobre el ardiente pavimento. Y a través de los pórticos abovedados de numerosos palacios, Shasta alcanzó a vislumbrar ramas verdes, frescas fuentes y terso césped. “Debe ser bonito ahí adentro”, pensó.
A cada recodo Shasta esperaba que se estuvieran alejando del gentío, pero nunca lo lograban. Por este motivo, avanzaban muy lentamente y de vez en cuando debían detenerse del todo, lo que se debía casi siempre a que una voz potente gritaba: “Abran paso, abran paso al Tarkaan” o “a la Tarkeena” o “al decimoquinto Visir” o “al Embajador” y todo el gentío se apretaba contra las murallas; y por encima de sus cabezas, Shasta veía a veces al gran señor o señora que ocasionaba tal conmoción, recostados en una litera que cuatro y hasta seis gigantescos esclavos llevaban sobre sus hombros desnudos. Porque en Tashbaan hay una sola regla de tránsito, la cual es: toda persona poco importante tiene que dar paso a cualquiera que sea más importante; a menos que quieras recibir un latigazo o una punzada de la punta de una lanza.
Fue en una calle sumamente lujosa, muy cerca de la parte más alta de la ciudad (sólo el palacio del Tisroc estaba más arriba) que ocurrió la más desastrosa de esas detenciones.
—¡Paso! ¡Paso! ¡Paso! —se escuchó la voz—. Paso para el blanco Rey bárbaro, el huésped del Tisroc (¡que viva para siempre!). Paso a los nobles de Narnia.
Shasta trató de apartarse del camino y de hacer retroceder a Bri. Pero ningún caballo, ni siquiera un caballo narniano que habla, retrocede con facilidad. Y una mujer que llevaba en sus manos un canasto de bordes muy afilados, y que estaba justo detrás de Shasta, apretó violentamente el canasto contra sus hombros, diciéndole: “¡Vamos a ver! ¡A quién estás empujando!”. Y entonces alguien más le dio un empellón y en la confusión soltó a Bri. Y toda esa muchedumbre detrás de él era tan compacta y tan estrechamente apretada que no se pudo mover. Por consiguiente se encontró, sin querer, en la primera fila y tuvo una magnífica vista del grupo que venía por la calle.
Era muy diferente de los otros grupos que había visto aquel día. El pregonero que iba adelante gritando: “¡Paso, paso!”, era el único calormene. Y no había ni una sola litera; todos iban a pie. Era una media docena de hombres y Shasta jamás había visto nadie como ellos. En primer lugar, todos tenían tez blanca como él, y la mayoría tenía el cabello claro. Y no vestían como los hombres de Calormen. Muchos tenían las piernas desnudas hasta la rodilla. Sus túnicas eran de colores elegantes, brillantes, fuertes: verde bosque, alegres amarillos, o fresco azul. En vez de turbantes usaban gorras de acero o de plata, algunas adornadas con joyas, y una con alitas a cada lado. Unos pocos iban con la cabeza descubierta. Sus espadas eran largas y rectas, no curvas como las cimitarras de los calormenes. Y en lugar de ser serios y misteriosos como la mayoría de los calormenes, caminaban con ritmo, con sus brazos y hombros sueltos, y charlaban y reían. Uno iba silbando. Te dabas cuenta de inmediato que estaban dispuestos a hacerse amigo de cualquiera que fuera amistoso y les importaba un rábano el que no lo fuera. Shasta pensó que nunca había visto algo tan encantador en toda su vida.
Mas no hubo tiempo para disfrutarlo, ya que de pronto sucedió la cosa más espantosa. El jefe de los hombres de pelo claro señaló a Shasta de súbito, gritando: “¡Ahí está! ¡Ahí está nuestro fugitivo!”, y lo tomó por el hombro. Al minuto siguiente le dio una palmada a Shasta —no una palmada cruel que te haga llorar sino una fuerte para que sepas que te van a castigar— y agregó, remeciéndolo:
—¡Qué vergüenza, señoría! ¡Pero qué vergüenza! Los ojos de la reina Susana están rojos de tanto llorar por ti. ¿Cómo es eso? ¡Desaparecido toda la noche! ¿Dónde has estado?
Shasta se habría lanzado debajo del cuerpo de Bri y habría tratado de esfumarse en la multitud si hubiera tenido la más mínima posibilidad; pero los hombres de pelo claro lo habían rodeado y lo sujetaban firmemente.
Claro que su primer impulso fue decirles que él era sólo el pobre hijo de Arshish, el pescador, y que el noble extranjero debía haberlo confundido con otro. Mas la última cosa que quería hacer en ese lugar lleno de gente era ponerse a explicar quién era. Si lo hacía, pronto le preguntarían de dónde había sacado su caballo, y quién era Aravis, y entonces, adiós a cualquiera posibilidad de salir de Tashbaan. El siguiente impulso que tuvo fue recurrir a Bri para pedirle ayuda. Pero Bri no tenía la menor intención de permitir que toda esa muchedumbre supiera que él podía hablar, y aparentó ser todo lo estúpido que un caballo puede ser. En cuanto a Aravis, Shasta no se atrevió siquiera a mirarla por miedo a llamar la atención sobre ella. Y no había tiempo para pensar, porque el jefe de los narnianos estaba diciendo:
—Toma una de las manos de su señoría, Peridan, por favor, y yo tomaré la otra. Y ahora, adelante. Nuestra real hermana se tranquilizará cuando vea a nuestra joven víctima propiciatoria a salvo en nuestras habitaciones.
Y de ese modo, antes de llegar a la mitad de camino para cruzar Tashbaan, todos sus planes se vieron arruinados, y sin siquiera tener la oportunidad de decir adiós a los demás, Shasta se encontró con que unos extranjeros se lo llevaban sin ninguna ceremonia y que era totalmente incapaz de adivinar qué sucedería más adelante. El Rey narniano —pues Shasta comprendió por la manera en que el resto le hablaba que él debía ser el Rey— siguió haciéndole preguntas: dónde había estado, cómo había salido, qué había hecho con sus vestimentas, y si no sabía que se había portado pésimamente. Sólo que el Rey decía pésimo en lugar de pésimamente.
Y Shasta no respondía, porque no podía pensar nada que decir que no fuera peligroso.
—¡Qué es esto! ¿Estás mudo? —preguntó el Rey—. Tengo que decirte con toda franqueza, Príncipe, que este vergonzante silencio es menos digno de alguien de tu sangre que la propia escapada. Se puede perdonar la fuga como una travesura de un niño con algo de humor. Pero el hijo del rey de Archenland debe reconocer sus actos y no inclinar la cabeza como un esclavo calormene.
Esto fue muy desagradable, pues Shasta iba todo el tiempo pensando que ese joven Rey era la persona grande más encantadora que conocía y le habría gustado darle una buena impresión.
Los extranjeros lo condujeron, asiendo estrechamente sus dos manos, a lo largo de una calle angosta, bajaron una escalera de peldaños muy bajos y luego subieron por otra que daba a un amplio portal en la blanca muralla con un alto y oscuro ciprés a cada lado. Al cruzar el arco, Shasta se encontró en un patio que era a la vez un jardín. En el centro, una fuente de mármol de agua clara que el manantial que en él vertía mantenía en un constante ondular. A su alrededor crecían naranjos sobre mullido pasto, y las cuatro murallas blancas que circundaban el prado estaban cubiertas de rosas trepadoras. Parecía que el ruido y el polvo y la muchedumbre en las calles habían quedado repentinamente muy lejos. Lo hicieron atravesar rápidamente el jardín y luego entrar por un oscuro portal. El pregonero se quedó afuera. Después lo llevaron por un corredor donde sus pies ardientes sintieron la exquisita frescura del suelo de piedra, y subieron unos cuantos escalones. Un momento más tarde se encontró, parpadeando por la luz, en una sala grande y aireada cuyas ventanas, abiertas de par en par, miraban al norte, de modo que no les daba el sol. En el piso, una alfombra del colorido más maravilloso que jamás viera antes y sus pies se hundían en ella como si estuviese pisando un espeso musgo. Por todos lados, junto a las paredes, había sofás bajos con preciosos cojines, y la sala parecía estar llena de gente; alguna gente bastante curiosa, pensó Shasta. Pero no tuvo tiempo de reflexionar más porque la dama más linda que había visto en su vida se levantó del lugar donde estaba y le arrojó los brazos al cuello y lo besó, diciendo:
—Oh Corin, Corin, ¿cómo has podido hacer esto? Tú y yo que somos tan amigos desde que murió tu madre. ¿Y qué le habría dicho yo a tu padre si vuelvo a casa sin ti? Habría sido casi motivo de guerra entre Archenland y Narnia, que son aliados desde tiempos inmemoriales. Estuvo mal, querido compañero de juegos, muy mal de tu parte tratarnos así.
“Aparentemente —se dijo Shasta— me confunden con un príncipe de Archenland, dondequiera que esté eso. Y éstos deben ser los narnianos. Me pregunto dónde estará el verdadero Corin.” Pero estos pensamientos no lo ayudaron a decir nada en voz alta.
—¿Dónde has estado, Corin? —preguntó la dama, con sus manos aún sobre los hombres de Shasta.
—N-n-no sé —tartamudeó Shasta.
—Ahí lo tienes, Susana —dijo el Rey—. No le he podido sacar palabra verdadera o falsa.
—¡Majestades! ¡Reina Susana! ¡Rey Edmundo! —dijo una voz.
Y cuando Shasta se volvió a mirar al que hablaba, la sorpresa que se llevó le dio el susto de su vida. Pues era una de esas curiosas criaturas que había divisado por el rabillo del ojo cuando recién entró en la habitación. Era más o menos del mismo porte de Shasta. De la cintura para arriba era como un hombre, pero sus piernas eran peludas como las de una cabra, y de la misma forma de las de una cabra y tenía cascos de cabra y una cola. Su piel era más bien roja y tenía el pelo crespo y una barba corta y en punta y dos pequeños cuernos. En realidad era un fauno, una criatura que Shasta no había visto jamás ni en dibujos y de la cual ni siquiera había oído hablar antes. Y si tú ya leíste el libro llamado
El León, la Bruja y el Ropero,
te encantará saber que se trataba del mismo fauno, Tumnus era su nombre, que habían conocido la Reina Susana y su hermana Lucía el primer día que descubrieron la manera de llegar a Narnia. Pero estaba muchísimo más viejo porque ahora Pedro y Susana y Edmundo y Lucía ya llevaban varios años como Reyes y Reinas de Narnia.
—Sus Majestades —decía—. La pequeña Alteza ha tenido una insolación. ¡Mírenlo! Está aturdido. No sabe dónde está.
Entonces, por supuesto, todos dejaron de reprender a Shasta y de hacerle preguntas y comenzaron a mimarlo y lo colocaron en un diván y le pusieron cojines bajo la cabeza y le dieron a beber sorbete helado en una copa de oro y le dijeron que se quedara tranquilo.
Nunca le había pasado algo así a Shasta en su vida. Jamás había imaginado siquiera que podría estar tendido en algo tan confortable como ese diván o beber algo tan delicioso como ese sorbete. Aún se preguntaba qué les habría ocurrido a los otros y cómo diablos iba a escapar para juntarse con ellos en las Tumbas, y qué iba a pasar cuando el verdadero Corin volviera. Pero ninguna de estas preocupaciones le parecía tan urgente ahora que estaba tan cómodo. ¡Y a lo mejor, más tarde, habría cosas exquisitas para comer!