El caballo y su niño (9 page)

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Authors: C.S. Lewis

La luz era muy mala ya como para que Shasta pudiera ver bien al gato, pero se dio cuenta de que era grande y majestuoso. Parecía que hubiese vivido por largos, largos años entre las Tumbas, solo. Sus ojos te hacían pensar que sabía secretos que no quería revelar.

—Gatito, gatito —llamó Shasta—. Supongo que no serás un gato que
habla.

El gato se contentó con mirarlo de fijo, con mayor dureza. Luego empezó a alejarse y, por supuesto, Shasta lo siguió. Lo condujo derecho a través de las Tumbas y salió por el lado en que las Tumbas dan al desierto. Allí se sentó, muy erguido, con su cola enroscada entre las patas y su cara vuelta hacia el desierto y hacia Narnia y el Norte, tan quieto que parecía estar vigilando a posibles enemigos. Shasta se tendió a su lado, dando la espalda al gato y con su rostro mirando hacia las Tumbas, porque si uno está nervioso no hay nada mejor que mirar de frente el peligro y tener algo tibio y firme a tus espaldas. Puede que a ti la arena no te hubiera parecido muy cómoda, pero Shasta llevaba semanas durmiendo en el suelo y casi no la notó. Se quedó dormido muy pronto, a pesar de que incluso en sus sueños siguió preguntándose qué les habría pasado a Bri y a Aravis y a Juin.

Lo despertó de repente un ruido que jamás había escuchado antes. “A lo mejor fue sólo una pesadilla”, se dijo Shasta. En ese momento advirtió que el gato ya no estaba a sus espaldas, y deseó que no se hubiese ido. Pero se quedó inmóvil sin siquiera abrir los ojos porque estaba seguro de que se asustaría más si se sentaba y miraba a las Tumbas y a la soledad; tal como tú o yo nos habríamos quedado sin movernos, tapándonos la cabeza con nuestra ropa. Pero el ruido se repitió... un grito áspero y penetrante que salía del desierto detrás de él. Entonces, por supuesto, tuvo que abrir los ojos y sentarse.

La luna brillaba esplendorosamente. Las Tumbas, mucho más grandes y cercanas de lo que él pensaba, se veían grises a la luz de la luna. En realidad, se parecían horriblemente a seres gigantescos, ataviados con grises vestimentas que cubrían sus cabezas y rostros. No era nada de agradable tenerlas cerca, cuando pasas la noche solo en un lugar extraño. Pero el ruido venía del otro lado, del desierto. Shasta tuvo que dar la espalda a las Tumbas (lo que no le gustaba mucho) y mirar con atención a través de la tersa arena. Se escuchó otra vez ese grito salvaje.

“Espero que no haya más leones”—pensó Shasta.

En verdad no se parecía mucho a los rugidos de león que había escuchado la noche en que se encontraron con Juin y Aravis, y es que en realidad era el grito de un chacal. Claro que Shasta no lo sabía. Y aunque lo hubiera sabido, no le habría gustado mucho tener que vérselas con un chacal.

Se oían los gritos una y otra vez.

“Hay más de uno, sea lo que sea —pensó Shasta—. Y se están acercando.”

Supongo que si él hubiese sido un niño realmente sensato habría regresado a través de las Tumbas a las cercanías del río donde había casas y donde era menos probable que llegaran las bestias salvajes. Pero allí había (o él creía que había) demonios. Volver a través de las Tumbas significaba pasar por esas oscuras aberturas en las Tumbas; ¿y qué podía salir de allí? Puede parecer tonto, pero Shasta sentía que era preferible exponerse a las bestias salvajes. Luego, a medida que los gritos se acercaban más y más, empezó a cambiar de opinión.

Estaba listo para escapar cuando de súbito, entre él y el desierto, un inmenso animal saltó a la luz. Como la luna estaba detrás de él, se veía totalmente negro, y Shasta no supo qué era, excepto que tenía una cabeza enorme y peluda y que andaba en cuatro patas. No pareció reparar en Shasta, porque se detuvo repentinamente, volvió su cabeza hacia el desierto y dejó oír un rugido que resonó entre las Tumbas y casi hizo temblar la arena bajo los pies de Shasta. Se apagaron de inmediato los gritos de las otras criaturas y a Shasta le pareció escuchar el sonido de pies que huían corriendo. Entonces la gran bestia se volvió para examinar a Shasta.

“Es un león, sé que es un león —pensó Shasta—. Estoy perdido. Me pregunto si me hará doler mucho. Quisiera que todo hubiera terminado. ¿Pasará algo con la gente después de muerta? ¡Oh-o-oh! ¡Aquí viene.” Y cerró los ojos y apretó los dientes.

Pero en lugar de dientes y garras sólo sintió algo tibio a sus pies. Y cuando abrió los ojos, dijo:

—¡Pero si no es ni cerca de lo grande que yo me imaginaba! Es apenas la mitad del tamaño. No, ni siquiera la cuarta parte. ¡Reconozco que es sólo un gato! Debo haber soñado que era grande como un caballo.

Y, fuera que hubiese soñado o no, lo que ahora estaba a sus pies y lo miraba desconcertado con sus enormes y verdes ojos fijos, era el gato; aunque era ciertamente uno de los gatos más grandes que había visto.

—Oh gato —jadeó Shasta—. Estoy
tan
contento de volver a verte. He tenido sueños tan horribles.

Y se tendió de inmediato otra vez, espalda con espalda con el gato tal como habían estado al comienzo de la noche. Se sintió enteramente cobijado en su tibieza.

—Nunca más le haré algo malo a un gato en el resto de mi vida —dijo Shasta, mitad al gato y mitad a sí mismo— Una vez lo hice, has de saber. Le tiré piedras a un pobre gato callejero, sarnoso y medio muerto de hambre. ¡Oye! ¡Basta!

Porque el gato se había dado vuelta y le había lanzado un arañazo.

—Nada de eso —dijo Shasta—. Es como si entendieras lo que estoy diciendo.

Y después se quedó dormido.

Cuando despertó a la mañana siguiente, el gato se había ido, el sol ya había salido y la arena estaba caliente. Shasta, muerto de sed, se sentó y se frotó los ojos. El desierto era de una blancura enceguecedora y, a pesar de que había un murmullo de ruidos provenientes de la ciudad detrás de él, donde se encontraba todo estaba en perfecta quietud. Cuando miró un poco a la izquierda y al occidente para evitar que el sol diera en sus ojos, pudo ver las montañas al otro extremo del desierto, tan puntiagudas y claras que parecían estar a sólo un tiro de piedra. Notó en particular una altura azul dividida en la cima en dos picachos y decidió que ese debía ser el Monte Pire.

“Esa es nuestra dirección, a juzgar por lo que dijo el cuervo —pensó—, así es que me voy a asegurar a fin de no perder ni un minuto cuando aparezcan los demás.”

Hizo, por lo tanto, un buen surco profundo y recto con su pie, señalando exactamente al Monte Pire.

La siguiente tarea era, naturalmente, conseguir algo para comer y beber. Shasta volvió trotando a las Tumbas —que le parecieron nada especial ahora y se extrañó de haberles tenido miedo— y bajó a los vergeles de la orilla del río. Había algunas personas en los alrededores, pero no demasiadas, pues las puertas de la ciudad estaban abiertas desde hacía varias horas y el gentío de la mañana temprano ya había entrado. Así es que no tuvo ninguna dificultad en llevar a cabo una pequeña “incursión” (como lo llamaba Bri). Esto involucró trepar por la muralla de un jardín y su producto fue: tres naranjas, un melón, un par de higos y una granada. Después bajó a la ribera del río, pero no muy cerca del puente, y bebió. El agua estaba tan exquisita que se sacó sus calurosas y sucias vestimentas y se dio un baño; porque Shasta, por supuesto, como había vivido toda su vida al lado de la playa, había aprendido a nadar casi junto con caminar. Cuando salió, se tendió en el pasto y se puso a contemplar Tashbaan al otro lado del río, todo el esplendor y la fuerza y la gloria de la ciudad. Pero esto le hizo recordar los peligros que encerraba. De repente se le ocurrió la idea de que los otros podrían haber llegado a las Tumbas mientras él se bañaba (“y a lo mejor han seguido sin mí”), por lo que se vistió aterrado y se echó a correr precipitadamente de regreso, a tal velocidad que cuando llegó estaba atrozmente acalorado y sediento y el bienestar de su baño se había esfumado.

Como sucede siempre en esos días en que estás solo y esperando algo, este día le pareció durar unas cien horas. Tenía mucho en que pensar, claro está, pero sentarse solo, nada más que a pensar, es sumamente aburrido. Pensó muchísimo en los narnianos, especialmente en Corin. Se preguntaba qué habría pasado cuando descubrieron que el niño que había estado recostado en el diván y oyendo todos sus planes secretos no era en realidad Corin. Era muy desagradable pensar que aquella gente tan encantadora lo tomaría por un traidor.

Pero a medida que el sol lentamente, lentamente subía hasta lo más alto del cielo y luego lentamente, lentamente comenzaba a descender hacia el oeste, y nadie llegaba y nada acontecía, empezó a sentirse más y más angustiado. Y ahora, por supuesto, se dio cuenta de que cuando acordaron que cada cual esperara a los demás en las Tumbas, nadie dijo nada acerca de cuánto tiempo. ¡No podía quedarse esperando allí por el resto de su vida! Y pronto oscurecería nuevamente y tendría que enfrentar otra noche igual a la de anoche. Una docena de planes distintos se cruzaban en su cabeza, todos pésimos, y por último se decidió por el peor de todos. Resolvió esperar hasta que oscureciera y luego regresar al río y robar la mayor cantidad de melones que pudiera llevarse y marcharse hacia el Monte Pire solo, confiando en la dirección marcada por la línea que había dibujado esa mañana en la arena. Era una idea loca y si él hubiese leído tantos libros como tú sobre viajes en el desierto, nunca la habría siquiera soñado. Pero Shasta no había leído ni un solo libro.

Mas antes de que el sol se pusiera algo sucedió. Shasta estaba sentado a la sombra de una de las Tumbas cuando de pronto levantó los ojos y vio dos caballos que se acercaban a él. Su corazón dio un gran salto, ya que reconoció en ellos a Bri y Juin. Pero al minuto siguiente se le fue el alma a los pies otra vez. No se veían señas de Aravis. Los caballos eran conducidos por un desconocido, un hombre armado y vestido con gran elegancia, como un esclavo importante de alguna gran familia. Bri y Juin ya no iban disfrazados de caballos de carga, sino que estaban ensillados y con sus bridas puestas. ¿Y qué podría significar todo esto?

“Es una trampa —pensó Shasta—. Alguien ha capturado a Aravis y quizás la han torturado y ha revelado todo. ¡Lo que quieren es que me levante de un salto y vaya corriendo y le hable a Bri y entonces me capturarán a mí también! Y a lo mejor, si no lo hago, puedo perder la única oportunidad que tengo de reunirme con los otros. ¡Ojalá pudiera saber lo que ha pasado!”

Y se quedó escondido detrás de la Tumba, asomándose a mirar a cada instante, y preguntándose qué sería lo menos peligroso que podía hacer.

Aravis en Tashbaan

Lo que pasó en realidad fue lo siguiente. Cuando Aravis vio que a Shasta se lo llevaban los narnianos y se encontró sola con dos caballos que (muy sabiamente) no decían una palabra, no perdió la cabeza ni por un segundo. Asió el ronzal de Bri y se quedó quieta, sujetando ambos caballos; y aun cuando su corazón latía como un martillo, su actitud no lo demostró. En cuanto hubieron pasado los nobles narnianos, ella trató de ponerse en marcha nuevamente. Pero antes de poder dar un paso, se escuchó a otro pregonero (“Cómo molesta esa gente”, pensó Aravis) que gritaba: “¡Paso, paso, paso! ¡Paso a la Tarkeena Lasaralín!”, y de inmediato, detrás del pregonero, aparecieron cuatro esclavos armados y luego cuatro portadores llevando una litera que era todo un revolotear de cortinas de seda y todo un tintinear de campanas de plata y que perfumaba la calle entera con aromas y flores. Detrás de la litera iban algunas esclavas vestidas con bellos trajes, y también algunos palafreneros, mozos, pajes, y otros por el estilo. Y entonces Aravis cometió su primer error.

Conocía muy bien a Lasaralín, casi como si hubiesen ido juntas al colegio, porque a menudo habían estado visitando las mismas casas y asistiendo a las mismas fiestas. Y Aravis no pudo dejar de mirar para ver cómo lucía ahora que se había casado y que era una persona tan importante.

Fue fatal. Las miradas de ambas niñas se encontraron. Y al instante Lasaralín se sentó en la litera y gritó violentamente y con toda su voz.

—¡Aravis! ¿Qué diablos estás haciendo aquí? Tu padre...

No había un momento que perder. Sin ni un segundo de demora, Aravis soltó los caballos, se apoyó en el borde de la litera, saltó al lado de Lasaralín y susurró furiosa en su oído.

—¡Cállate! ¿Me entiendes? Cállate. Tienes que esconderme. Dile a tu gente...

—Pero querida... —comenzó Lasaralín, siempre en voz muy alta. (A ella no le importaba nada que la gente se parara a mirarla; en realidad, más bien le gustaba.)

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