Read El caballo y su niño Online
Authors: C.S. Lewis
—Y no olvides —dijo el señor Tumnus—, que se te ha prometido tu primera armadura y tu primer caballo de guerra para tu próximo cumpleaños. Y después su Alteza comenzará a aprender a participar en justas y torneos. Y dentro de pocos años, si todo va bien, el Rey Pedro ha ofrecido a tu real padre que él en persona te hará Caballero en Cair Paravel. Y en el intertanto habrá muchas idas y venidas entre Narnia y Archenland por el paso de las montañas. Y por supuesto que recordarás que prometiste venir a pasar una semana entera conmigo para el Festival de Verano; y habrá fogatas y danzas que durarán toda la noche y bailarán faunos y dríades en el corazón de los bosques y, ¿quién sabe?... ¡a lo mejor vemos al propio Aslan!
Cuando terminó la comida, el fauno dijo a Shasta que se quedara muy tranquilo donde estaba.
—Y no te haría ningún daño dormir un poquito —añadió—. Te vendré a buscar con bastante tiempo para ir a bordo. Y luego, la patria. ¡Narnia y el Norte!
Shasta había gozado tanto con su cena y con las cosas que Tumnus le había estado contando que cuando quedó solo sus pensamientos tomaron un rumbo muy diferente. Ahora lo único que esperaba era que el verdadero Príncipe Corin no volviera hasta que fuera ya demasiado tarde y que a él lo llevaran a Narnia por barco. Me temo que no pensó ni por un instante en lo que pudiera pasarle al verdadero Corin si lo dejaban abandonado en Tashbaan. Estaba un poco preocupado por Aravis y Bri que lo esperaban en las Tumbas. Pero luego se dijo: “Bueno, ¿qué puedo hacer yo? De todas formas, esa Aravis cree que es demasiado superior a mí para andar conmigo, así que muy bien puede seguir sola”, y al mismo tiempo no podía dejar de pensar que era mucho más agradable ir a Narnia por mar que atravesar el desierto con tantas dificultades.
Después que hubo pensado todo esto, hizo lo que supongo habrías hecho tú si te hubieras levantado muy temprano y hubieras debido hacer una larga caminata y hubieras experimentado grandes emociones y luego hubieras comido una exquisita cena, y estuvieras tendido en un diván en una pieza fresca sin ruidos, fuera de una abeja que entró zumbando por las ventanas abiertas. Se quedó dormido.
Lo despertó un fuerte estruendo. Saltó del sofá, mirando fijamente. A juzgar por la apariencia de la sala —las luces y sombras le parecieron diferentes— se dio cuenta de que debía haber dormido varias horas. También vio qué era lo que había producido el estruendo: un costoso florero de porcelana que había estado colocado en el alféizar de la ventana yacía ahora en el suelo, quebrado en cerca de treinta pedazos. Pero casi no se fijó en estas cosas. En lo que sí se fijó fue en dos manos agarradas al alféizar desde afuera. Se agarraban con más y más fuerza (haciendo blanquear los nudillos) y luego aparecieron una cabeza y un par de hombros. Un segundo más tarde, un muchacho de la misma edad de Shasta estaba sentado a caballo en el alféizar con una pierna colgando dentro de la habitación.
Shasta no había visto nunca su propia imagen en un espejo. Incluso si lo hubiese hecho, no habría comprendido que el otro niño era (en tiempos normales) casi exactamente igual a él. En ese momento este niño no se parecía a nadie en especial, porque lucía el mejor ojo en tinta que hayas visto en tu vida, y le faltaba un diente, y su ropa (que debe haber sido espléndida cuando se la puso) estaba rota y sucia, y tenía la cara llena de sangre y barro.
—¿Quién eres? —dijo el niño en un susurro.
—¿Eres el Príncipe Corin? —preguntó Shasta.
—Sí, por supuesto —repuso el otro—. Pero ¿quién eres tú?
—No soy nadie, nadie en particular, quiero decir —contestó Shasta—. El Rey Edmundo me atrapó en la calle y me confundió contigo. Supongo que debemos parecemos mucho. ¿Puedo irme por donde tú llegaste?
—Sí, si eres bueno para escalar —dijo Corin—. Pero ¿por qué tienes tanto apuro? Mira: hay que sacar algo entretenido de esto que te hayan tomado por mí.
—No, no —dijo Shasta—. Debemos cambiar lugares ahora mismo. Sería simplemente terrorífico si el señor Tumnus vuelve y nos encuentra a los dos aquí. Tuve que fingir ser tú. Y ustedes partirán esta noche... en secreto. ¿Y dónde estuviste todo este tiempo?
—Un niño en la calle hizo una broma de mal gusto acerca de la reina Susana —respondió el Príncipe Corin—, así es que le pegué y lo tiré al suelo. Se arrancó aullando y entró en una casa y su hermano grande salió. Entonces le pegué al hermano grande. Después todos empezaron a perseguirme hasta que nos topamos con tres viejos con lanzas que llaman la Ronda. Así es que luché contra la Ronda y ellos me pegaron y me botaron al suelo. Ya estaba oscureciendo. Entonces la Ronda me llevó para encerrarme en alguna parte. Así es que les pregunté si les gustaría tomar una jarra de vino y dijeron que sí, que muchas gracias. Los llevé entonces a una tienda de vinos y les compré un poco y ellos se sentaron y bebieron hasta que se quedaron dormidos. Pensé que era hora de que yo me fuera, así es que salí muy despacio y luego volví a encontrar al primer niño —el que había empezado todo el problema—, que todavía haraganeaba por ahí. Así es que le volví a pegar un puñete. Después escalé por el tubo de una cañería hasta el techo de una casa y allí me quedé muy quieto hasta que empezó a clarear la mañana. Desde entonces busco mi camino de regreso. Oye, ¿hay algo de beber?
—No, me lo tomé yo —dijo Shasta—. Y ahora, muéstrame cómo entraste. No hay un minuto que perder. Es mejor que te tiendas en el sofá y finjas... pero me olvidaba. No va a resultar con todos esos moretones y el ojo en tinta. Vas a tener que decirles la verdad, una vez que yo esté a salvo muy lejos.
—¿Y qué otra cosa pensaste que les diría yo? —preguntó el Príncipe, con una mirada de indignación—. ¿Y quién eres
tú?
—No hay tiempo —susurró Shasta, frenético—. Soy un narniano, creo; algo que está al norte, de todas maneras. Pero crecí y pasé toda mi vida en Calormen. Y estoy huyendo a través del desierto con un caballo que habla que se llama Bri. ¡Y ahora, rápido! ¿Cómo salgo?
—Mira —dijo Corin—. Déjate caer por esta ventana al techo de la terraza. Pero hazlo muy livianamente, de puntillas, o si no alguien te puede oír. Continúa enseguida por la izquierda y puedes subir hasta la punta de esa muralla si eres un buen trepador. Luego sigues por la muralla hasta la esquina. Déjate caer sobre el montón de basura que encontrarás afuera, y estás listo.
—Gracias —dijo Shasta, que ya estaba sentado en el alféizar.
Los dos niños se miraron cara a cara y súbitamente descubrieron que ya eran amigos.
—Adiós —dijo Corin—. Y
buena
suerte. Espero que te vaya bien.
—Adiós —dijo Shasta—. Oye, ¡tú sí que has tenido aventuras!
—Nada en comparación con las tuyas —repuso el Príncipe—. Y ahora, baja; suavemente... te digo —agregó cuando Shasta se dejaba caer—. Espero que nos encontremos en Archenland. Anda donde mi padre el Rey Lune y dile que eres amigo mío. ¡Cuidado! Oigo a alguien que se acerca.
Shasta en medio de las tumbas
Shasta corrió por el techo ágilmente y de puntillas, sintiendo su calor bajo los pies desnudos. Tardó sólo pocos segundos en trepar la muralla por el otro extremo, y al llegar a la esquina pudo ver abajo una calle estrecha y maloliente, donde había un montón de basura apilada contra el muro de afuera, tal como le había dicho Corin. Antes de saltar al suelo dio una rápida mirada a su alrededor para orientarse. Al parecer había ido a parar al centro de la isla-colina en que estaba construida Tashbaan. Todo descendía en declive ante él, techos planos debajo de techos planos, hasta llegar a las torres y almenas de la muralla norte de la ciudad. Más allá se veía el río y más allá del río una cuesta corta llena de jardines. Pero aún más allá había algo que él no había visto nunca: una cosa enorme de color gris amarillento, tersa como un mar en calma, y que se extendía por kilómetros y kilómetros. Al lado opuesto había unas inmensas cosas azules, de aspecto desigual y bordes dentados, y algunas con cumbres blancas.
“¡El desierto! ¡Las montañas!”, pensó Shasta.
Saltó por encima de la basura y comenzó a trotar cuesta abajo por el estrecho callejón lo más rápido que pudo; pronto desembocó en una calle ancha donde había más gente. Nadie se molestó en mirar al chiquillo harapiento que corría descalzo por la calle. Con todo, iba ansioso y desasosegado hasta que dobló la esquina y vio frente a él las puertas de la ciudad. Ahí le dieron empellones y lo empujaron un poco, pues también muchísima gente venía saliendo; y en el puente, pasado de la puerta, la muchedumbre se transformó en una lenta procesión que más parecía una cola que una multitud. Allá afuera, con la clara corriente de agua a cada lado, se sentía un delicioso frescor, sobre todo después del olor y el calor y el ruido de Tashbaan.
Una vez que Shasta logró llegar al otro lado del puente, advirtió que la muchedumbre se dispersaba; parecía que todos iban o bien a la izquierda o bien a la derecha por las riberas del río. El siguió derecho adelante subiendo por un camino rodeado de jardines y que no parecía ser muy frecuentado. A los pocos pasos se encontró solo, y unos pocos pasos más lo condujeron a la cima de la ladera. Allí se detuvo y miró atentamente. Era como haber llegado al fin del mundo, pues se acababa bruscamente el pasto y a escasos metros comenzaba la arena: una interminable y tersa arena, como en una playa pero un poco más áspera ya que nunca se mojaba. Adelante asomaban las montañas, que ahora parecían más lejanas. Para su gran alivio vio, a unos cinco minutos de caminata a su izquierda, algo que seguramente eran las Tumbas, tal como las había descrito Bri; grandes masas de desmoronadas piedras semejantes a gigantescas colmenas, sólo un poquito más angostas. Tenían un aspecto muy oscuro y terrible porque el sol ya se estaba poniendo justo detrás de ellas.
Volvió su rostro al oeste y trotó hacia las Tumbas. No podía dejar de escrutar fijamente a su alrededor en busca de alguna seña de sus amigos, a pesar de que el sol poniente le daba justo en la cara y apenas podía ver.
“Por lo demás —pensó—, seguro que estarán al final de la última Tumba, no a este lado donde cualquiera podría verlos desde la ciudad.”
Había cerca de doce Tumbas, cada una con una entrada baja en forma de arco que abría a una absoluta oscuridad. Se encontraban esparcidas sin ningún orden, de modo que te demorabas un buen rato dando vueltas alrededor de ésta y luego de la otra, antes de que pudieras estar cierto de haber mirado por todos lados en cada Tumba. Eso fue lo que Shasta tuvo que hacer. No había nadie.
Reinaba gran quietud aquí a la entrada del desierto; y el sol, finalmente, se había puesto.
De repente, en algún lugar detrás de él, se sintió un ruido tremendo. El corazón de Shasta dio un vuelco y tuvo que morderse la lengua para no gritar. Al instante comprendió de qué se trataba: eran los cuernos de Tashbaan que tocaban al cierre de las puertas.
“No seas un estúpido cobarde —se dijo Shasta—. Qué tonto, si es sólo el mismo ruido que oíste esta mañana.”
Pero hay una gran diferencia entre un ruido que escuchas cuando vas con tus amigos en la mañana, y un ruido que escuchas solo al caer la noche, y que te deja sin palabras. Y ahora que las puertas se habían cerrado, supo que no había ninguna posibilidad de que los otros se juntaran con él esa tarde.
“O bien quedaron encerrados en Tashbaan por esta noche —pensó Shasta—, o si no se han ido sin mí. Es la típica cosa que haría Aravis. Pero no Bri. Oh, él no lo haría... ¿o lo haría?”
Una vez más, Shasta se equivocaba en su opinión sobre Aravis. Ella era orgullosa y podía ser muy dura, pero era fiel como un perro y jamás habría abandonado a un compañero, aunque no le gustara.
Ahora que Shasta se había convencido de que pasaría la noche solo (se oscurecía por minutos), empezó a encontrar cada vez más desagradable el lugar. Había algo muy inconfortable en esas grandes y silenciosas formas de piedra. Había hecho increíbles esfuerzos durante mucho tiempo por no pensar en los demonios; pero ya no podía resistir más.
— ¡Ay! ¡Ay! ¡Socorro! —gritó de súbito, pues en ese mismo momento sintió que algo le tocaba la pierna.
No creo que se pueda culpar a nadie de que grite si viene algo por detrás y lo toca; menos en un lugar como aquél y a esa hora, cuando ya está asustado de antemano. Y además Shasta estaba tan aterrado que no podía correr. Cualquier cosa era preferible a ser perseguido dando vueltas y vueltas entre las sepulturas de los Antiguos Reyes por algo que no se atrevía a darse vuelta a mirar. En lugar de arrancar, hizo lo único sensato que en realidad podía hacer. Miró en torno, y casi estalla su corazón de alivio. Lo que lo había tocado era simplemente un gato.