Read El caballo y su niño Online
Authors: C.S. Lewis
Shasta miró fijamente sus grandes ojos y los suyos propios se abrieron casi tan grandes de asombro.
—¿Cómo diablos aprendiste a hablar
tú
? —preguntó.
— ¡Silencio! No tan fuerte —respondió el caballo—. De donde yo vengo, casi todos los animales hablan.
—¿Y dónde diablos está eso?
—Narnia —replicó el caballo—. La feliz tierra de Narnia..., Narnia, la de las montañas cubiertas de brezo y las lomas llenas de tomillo; Narnia, la de los muchos ríos, las fangosas cañadas, las cavernas tapizadas de musgo, las profundas selvas en que resuenan los martilleos de los enanos. ¡Oh, el dulce aire de Narnia! Una hora vivida ahí vale más que mil años en Calormen.
Terminó con un relincho que más parecía un suspiro.
—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Shasta.
—Secuestrado —dijo el caballo—. O robado, o capturado, como tú quieras llamarlo. Era sólo un potrillo en ese entonces. Mi madre me advirtió que no vagara por las laderas del sur, hacia Archenland y más allá, pero no le hice caso. Y por la Melena del León, he pagado cara mi locura. Todos estos años he sido un esclavo de los humanos, y he tenido que esconder mi verdadera naturaleza y fingir ser mudo y estúpido como
sus
caballos.
—¿Por qué no les dijiste quién eras?
—Porque no soy tonto, por eso. Si alguna vez hubieran descubierto que podía hablar, habrían montado un espectáculo conmigo en las ferias y me habrían vigilado más cuidadosamente que antes. Mi última oportunidad de escapar se habría esfumado.
— ¿Y por qué? —comenzó Shasta, pero el caballo lo interrumpió.
—Mira —le dijo—, no podemos perder tiempo con preguntas tontas. Tú quieres saber acerca de mi amo el Tarkaan Anradin. Bueno, es malo. No tan malo conmigo, ya que un caballo de guerra es muy costoso como para tratarlo mal. Pero sería preferible que te cayeras muerto esta noche antes que ser un esclavo humano en esa casa mañana.
—Entonces es mejor que huya —dijo Shasta, palideciendo.
—Sí, es mejor —dijo el caballo—. Pero ¿por qué no escapar conmigo?
—¿Tú también vas a escapar? —dijo Shasta.
—Claro, si tú vienes conmigo —contestó el caballo—. Es la oportunidad para los dos. Mira, si huyo solo, sin jinete, el que me vea dirá, “un caballo perdido”, y se pondrá a perseguirme lo más rápido que pueda. En cambio, con un jinete, tendré una posibilidad de pasar inadvertido. En eso me puedes ayudar. Por otra parte, tú no podrás ir muy lejos con esas dos tontas piernas tuyas (¡qué patas tan absurdas tienen los humanos!) sin que te agarren. Pero montándome a mí puedes dejar atrás a cualquier caballo en este país. En eso te puedo ayudar yo. A propósito, supongo que sabes montar, ¿no?
—Claro que sí —dijo Shasta—. Por lo menos, he montado el burro.
—¿Montado
qué
? —exclamó secamente el caballo, con enorme desprecio. (O al menos eso fue lo que él pretendió decir. En verdad lo que salió fue una suerte de relincho:
“Montado quhe-he-he”. Los caballos que hablan siempre toman un acento muy caballuno cuando están enojados.)
—En otras palabras —continuó—,
no
sabes montar. Es una desventaja. Tendré que enseñarte mientras cabalgamos. Si no sabes montar, ¿sabes caer?
—Supongo que cualquiera puede caerse —repuso Shasta.
—Quiero decir caer y levantarse otra vez sin llorar y montar de nuevo y caer otra vez y ni aun así tener miedo de caerse.
—Tra... trataré —dijo Shasta.
—Pobre bestiecita —dijo el caballo en un tono más amable—. Me olvido de que eres sólo un potrillo. Con el tiempo haremos de ti un espléndido jinete. Y ahora... no podremos salir hasta que esos dos allá en la cabaña estén dormidos. Por mientras, haremos nuestros planes. Mi Tarkaan va camino al norte, a la gran ciudad de Tashbaan, a la corte del Tisroc...
—Oye —le cortó la palabra Shasta, bastante escandalizado—, ¿no deberías añadir “que viva para siempre”?
—¿Por qué? —preguntó el caballo—. Yo soy un narniano libre. Y ¿por qué tendría que hablar como los esclavos o los tontos? No quiero que viva para siempre, y sé que no va a vivir para siempre, se lo desee yo o no. Y creo que tú también vienes del norte libre. ¡No usemos más esta jerga sureña entre tú y yo! Y ahora volvamos a nuestros proyectos. Como te decía, mi humano iba camino al norte, a Tashbaan.
—¿Eso quiere decir que es mejor que nosotros vayamos al sur?
—No lo creo —dijo el caballo—. Lo que pasa es que él me toma por un caballo mudo y estúpido como los demás que posee. Y si yo lo fuera, en cuanto me viera libre regresaría a casa, a mi establo y a mi corral; iría de vuelta a su palacio que está a dos días de viaje hacia el sur. Allí es donde él me buscaría. Jamás soñaría que me voy solo al norte. Y de todos modos, él pensará que alguien del último pueblo que cruzamos nos ha seguido hasta acá y me ha robado.
—¡Bravo! —dijo Shasta—. Entonces iremos al norte. He pasado toda mi vida ansiando ir al norte.
—Por supuesto que lo has ansiado —dijo el caballo—. Es por la sangre que corre por tus venas. Estoy seguro de que eres de verdadero linaje norteño. Pero no hablemos muy alto. Creo que ya deben estar dormidos.
—Mejor vuelvo sin hacer ruido a la casa para ver —sugirió Shasta.
—Buena idea —aprobó el caballo—. Pero ten cuidado de que no te atrapen.
Estaba mucho más oscuro ya, y había un gran silencio, aparte del sonido de las olas en la playa que Shasta apenas notaba, pues lo había oído día y noche desde que tenía memoria. Al acercarse a la cabaña vio que no había luz. Cuando estuvo al frente no oyó ningún ruido. Cuando se aproximó a la única ventana pudo escuchar, al cabo de un par de segundos, el sonido familiar del rechinante ronquido del viejo pescador. Era divertido pensar que, si todo andaba bien, no lo volvería a oír nunca más. Conteniendo el aliento y sintiendo algo de pesar, pero mucho menos pesar que alegría, Shasta se escurrió por el pasto hasta el establo del burro, buscó a tientas el lugar donde sabía se escondía la llave, abrió la puerta y encontró la montura y la brida del caballo, que habían sido guardadas allí por esa noche. Se inclinó y besó la nariz del burro. “Qué pena no poder llevarte a
ti”,
dijo.
—Por fin llegaste —le dijo el caballo cuando regresó—. Estaba empezando a preguntarme qué había sido de ti.
—Estaba sacando tus arreos del establo —replicó Shasta—. Y ahora, ¿puedes decirme cómo ponértelos?
Durante los siguientes minutos Shasta estuvo trabajando con extrema cautela para evitar los tintineos, en tanto que el caballo decía cosas como: “Pon esa cincha un poco más apretada”, o “Vas a encontrar una hebilla más abajo”, o “Tienes que acortar un poco esos estribos”. Cuando Shasta hubo terminado, dijo:
—Bien; ahora tendremos que poner riendas, por las apariencias, pero tú no las usarás. Amárralas al arzón delantero, bien flojo para que yo pueda mover la cabeza para donde quiera. Y recuerda: no debes tocarlas.
—¿Para qué sirven, entonces? —preguntó Shasta.
—Generalmente son para dirigirme —repuso el caballo—. Pero como en este viaje yo pretendo dirigir siempre, por favor quédate con las manos quietas. Y otra cosa: no te permitiré que te cojas de mis crines.
—Pero es que —argumentó Shasta—, si no puedo agarrarme de las riendas ni de tus crines, ¿de
dónde
voy a agarrarme?
—Tienes que sujetarte con tus rodillas —respondió el caballo—. Ese es el secreto de un buen jinete. Aprieta todo lo que quieras mi cuerpo entre tus rodillas; siéntate muy derecho, derecho como una varilla; mantén los codos adentro. Y a propósito, ¿qué hiciste con las espuelas?
—Me las puse en los talones, por supuesto —contestó Shasta—. Eso sí que lo sé.
—Entonces puedes quitártelas y guardarlas en la alforja. A lo mejor las podremos vender cuando lleguemos a Tashbaan. ¿Listo? Creo que ya te puedes subir.
—¡Oooh! Eres espantosamente alto —jadeó Shasta luego de su primero e infructuoso intento.
—Soy un caballo, eso es todo —fue la respuesta— ¡Cualquiera creería que soy un pajar por la manera en que tratas de treparme! Eso, así está mejor. Y ahora ponte derecho en la montura y acuérdate de lo que te dije de las rodillas. ¡Qué divertido que yo, que he dirigido cargas de caballería y ganado carreras, tenga un saco de papas como tú en la silla! Pero en fin, ahí vamos —rió entre dientes, sin crueldad.
Y ciertamente, el caballo inició el viaje nocturno con gran prudencia. Fue primero que nada directo al sur de la cabaña del pescador hasta un riachuelo que desembocaba allí al mar, cuidando de dejar en el barro muy claras las huellas de cascos yendo hacia el sur. Pero en cuanto estuvieron en medio del vado, volvió río arriba y se fueron vadeando hasta que se alejaron unos cien metros de la cabaña, hacia el interior. Después eligió la parte de la ribera más cubierta de cascajos donde no quedaran huellas y salieron por el lado norte. Luego, siempre al paso, fue hacia el norte hasta que la cabaña, el único árbol, el establo del burro, y la caleta... en realidad, todo lo que Shasta conocía, se perdió de vista en la gris oscuridad de la noche de verano. Habían cabalgado cuesta arriba y se encontraban ya en la cumbre, aquella cumbre que siempre fue el límite del mundo de Shasta. No podía ver qué había más adelante excepto que era un sitio abierto y cubierto de pasto. Parecía no tener fin; agreste y solitario y libre.
—¡Mira! —dijo el caballo—. Qué lugar para un galope ¿no?
—Oh, por favor no —dijo Shasta—. Todavía no. No sé cómo... por favor, caballo. No sé tu nombre.
—Brihy-hinny-brinny-huuhy-hah —contestó el caballo.
—Jamás seré capaz de decir todo eso —dijo Shasta—. ¿Puedo llamarte Bri?
—Bueno, si es lo mejor que logras decir, supongo que puedes llamarme así —dijo el caballo—. ¿Y cómo te llamaré yo a ti?
—Mi nombre es Shasta.
—H’m —dijo Bri—. Oye, ése
si
que es un nombre difícil de pronunciar. Pero ahora, acerca de ese galope: es muchísimo más fácil que el trote, si es que tú supieras trotar, pues no tienes que levantarte y caer. Aprieta más tus rodillas y mantén los ojos fijos adelante entre mis orejas. No mires al suelo. Si crees que te vas a caer, simplemente aprieta más y siéntate más derecho. ¿Listo? Ahora, por Narnia y el Norte.
Era cerca del mediodía del día siguiente cuando a Shasta lo despertó algo tibio y suave que se movía encima de su cara. Abrió los ojos y se encontró frente a frente con la larga cara de un caballo; su nariz y sus labios casi tocaban los suyos. Recordó los emocionantes acontecimientos de la noche anterior y se sentó. Pero al hacerlo, empezó a quejarse.
—Ay, Bri —dijo con voz entrecortada—. Me duele. Me duele todo. Apenas me puedo mover.
—Buenos días, pequeño —dijo Bri—. Estaba temiendo que te dolieran un poco los músculos. No puede ser por las caídas; te caíste sólo unas doce veces, o algo así, y el pasto estaba tan exquisito, blando y mullido que debe haber sido más bien un placer caerse sobre él. Y el único lugar que hubiera podido ser peligroso, fue donde había esas matas de espino. No, es la cabalgata misma que al principio se hace dura. ¿Quieres desayuno? Yo ya me tomé el mío.
—No me molestes con el desayuno. No quiero nada —dijo Shasta—. Te digo que no puedo moverme.
Pero el caballo le dio un empujón con su hocico y lo pateó suavemente con su casco hasta que tuvo que levantarse. Shasta miró a su alrededor y pudo ver dónde se encontraban. Detrás de ellos había un bosquecillo. Adelante, el prado salpicado de flores blancas bajaba en declive hasta el borde de un acantilado. Mucho más abajo, tanto que el ruido de las olas al romper era casi imperceptible, estaba el mar. Jamás lo había visto Shasta desde tal altura, ni tampoco había visto nunca tamaña extensión, ni había soñado que tuviera tantos colores. A ambos lados la costa se alargaba, cabo tras cabo, y en las puntas podías ver la espuma blanca que subía por las rocas pero que no hacía ruido por lo lejos que estaba. Arriba revoloteaban las gaviotas y el calor temblaba sobre la tierra; era un día de sol abrasador. Pero más que nada Shasta observaba el aire. No podía descubrir qué era lo que faltaba, hasta que al fin se dio cuenta de que aquí no había olor a pescado. Pues, por supuesto, ni en la cabaña ni en medio de las redes había estado alejado de ese olor en su vida entera, y este aire nuevo era tan delicioso y su antigua vida parecía tan lejana, que olvidó por un momento todos sus machucones y el dolor de sus músculos, y dijo: