El caballo y su niño (20 page)

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Authors: C.S. Lewis

—Y me pregunto cómo se cumplirá la profecía —continuó Aravis—, y qué gran peligro es ese del que salvarás a Archenland.

—Bueno —respondió Cor, un poco incómodo—, parece que ellos creen que ya lo hice.

Aravis batió palmas.

—¡Pero claro! —exclamó—. ¡Qué estúpida soy! ¡Qué maravilloso! Jamás ha estado Archenland en un peligro mayor que cuando Rabadash cruzó el Flecha con sus doscientos caballos y tú todavía no llegabas con tu mensaje. ¿No te sientes orgulloso?

—Creo que me siento un poco asustado —respondió Cor.

—Y ahora vas a vivir en Anvard —dijo Aravis, en tono un poco melancólico.

—¡Ah! —dijo Cor—. Casi se me olvida a qué vine. Mi padre quiere que tú vengas a vivir con nosotros. Dice que no hay una dama en la corte (ellos lo llaman la corte, no sé por qué) desde que murió mi madre. Ven, Aravis. Te gustará mi padre... y Corin. No son como yo; ellos han sido educados como corresponde. No debes temer que...

—¡Oh, cállate! —exclamó Aravis—, o vamos a tener una verdadera pelea. Claro que iré.

—Ahora, vamos a ver a los caballos —propuso Cor.

Fue un encuentro grandioso y alegre entre Bri y Cor, y Bri, que aún estaba en un estado de ánimo muy deprimido, estuvo de acuerdo en partir rumbo a Anvard de inmediato; él y Juin cruzarían a Narnia al día siguiente. Los cuatro se despidieron con mucho cariño del Ermitaño y le prometieron que pronto volverían a visitarlo. Se pusieron en marcha a media mañana. Los caballos habían supuesto que Aravis y Cor los montarían, pero Cor les explicó que excepto en la guerra, donde cada cual debe hacer lo que hace mejor, nadie en Narnia ni en Archenland jamás soñaría en montar un caballo que habla.

Esto le recordó al pobre Bri otra vez lo poco que sabía de las costumbres narnianas y los tremendos errores que iba a cometer. De modo que mientras Juin paseaba como en un feliz sueño, Bri se ponía más nervioso y cohibido a cada paso que daba.

—¡Arriba el ánimo, Bri! —le decía Cor—. Es mucho peor para mí que para ti. A ti no te van a
educar.
Yo tendré que aprender a leer y escribir y me enseñarán heráldica y danza e historia y música mientras tú estarás galopando y revoleándote por los cerros de Narnia a tu regalado gusto.

—Pero ése es justamente el punto —gruñó Bri—. ¿Se revuelcan los caballos que hablan? ¿Y suponiendo que no? No soportaría dejar de revolcarme. ¿Qué piensas tú, Juin?

—Yo me voy a revolcar igual —dijo Juin—. No creo que a ninguno de ellos les importe dos terrones de azúcar si me revuelco o no.

—¿Estamos ya cerca de ese castillo? —preguntó Bri a Cor.

—A la vuelta de la próxima curva —repuso el Príncipe.

—Muy bien —dijo Bri—. Entonces me voy a dar un buen revolcón; puede que sea el último. Espérenme un minuto.

Pasaron cinco minutos antes de que se volviera a levantar, resoplando y cubierto de pedacitos de helecho.

—Ahora estoy listo —dijo con una voz de profunda tristeza—. Guíanos, Príncipe Cor. Narnia y el Norte.

Pero más parecía un caballo que va a un funeral que un cautivo que ha estado largo tiempo perdido y ahora regresa a su hogar y a la libertad.

Rabadash el ridículo

A la próxima vuelta del camino salieron de en medio de los árboles y ahí, del otro lado de los verdes prados, amparado del viento norte por la alta cumbre boscosa que se alzaba, a su espalda vieron el castillo de Anvard. Era muy antiguo y estaba construido en piedra de cálido color café rojizo.

Antes de que llegaran a la puerta, el Rey Lune les salió al encuentro; no se parecía en absoluto a la idea que Aravis tenía de un rey y vestía su traje más viejo, pues venía llegando de hacer un recorrido a sus jaurías con el cazador y había parado sólo un momento para lavarse las manos que olían a perro. Mas la reverencia con que saludó a Aravis al tomar su mano habría sido suficientemente majestuosa incluso para un emperador.

—Pequeña dama —le dijo—, te damos nuestra más cordial bienvenida. Si aún viviera mi querida esposa te habríamos brindado una mejor acogida, pero no podríamos haberlo hecho con mejor voluntad. Lamento tanto que hayas tenido infortunios y que te hayan alejado de la casa de tu padre, lo que ha de ser una aflicción para ti. Mi hijo Cor me ha contado las aventuras que vivieron juntos y me ha hablado de tu gran valentía.

—Es él quien hizo todo eso, señor —dijo Aravis—. Si hasta se enfrentó a un león por salvarme.

—¿Eh, qué es eso? —preguntó el Rey Lune, con el rostro iluminado—. No he oído esta parte de la historia.

Entonces Aravis se la contó. Y Cor, que se moría de ganas de que la historia fuese conocida, a pesar de que le parecía que no podía contarla él mismo, no disfrutó tanto como esperaba, y más bien se sintió un poco estúpido. En cambio a su padre le gustó muchísimo verdaderamente y durante las semanas que siguieron se la relató a tal cantidad de gente que Cor ya deseaba que nunca hubiera sucedido.

Después el Rey se volvió hacia Juin y Bri y fue tan cortés con ellos como lo fue con Aravis, y les hizo muchas preguntas sobre sus familias y en qué lugar de Narnia habían vivido antes de ser capturados. Los caballos se sentían extremadamente tímidos, pues no estaban habituados a que los humanos les hablasen de igual a igual... los humanos adultos, quiero decir. No les importaba si lo hacían Aravis y Cor.

De pronto la Reina Lucía salió del castillo y se reunió con ellos, y el Rey Lune dijo a Aravis:

—Querida, aquí tienes a una encantadora amiga de nuestra casa; ella se ha preocupado personalmente de que tus aposentos estén bien arreglados, y lo ha hecho bastante mejor de lo que yo podría hacer.

—A lo mejor te gustaría venir a verlos, ¿no es cierto? —dijo Lucía, dándole un beso a Aravis.

Simpatizaron inmediatamente y se fueron juntas conversando sobre el dormitorio de Aravis y el tocador de Aravis y sobre los vestidos que habría que comprar para ella, y toda esa clase de cosas de que hablan las niñas en una ocasión como aquella.

Después del almuerzo, que se sirvió en la terraza (había ave fría y pastel frío de carne y vino y pan y queso), el Rey Lune frunció el entrecejo y exhaló un suspiro y dijo:

—¡ Ay! Todavía tenemos en nuestras manos a esa lastimosa criatura Rabadash, amigos míos, y tenemos que resolver qué haremos con él.

Lucía estaba sentada a la derecha del Rey y Aravis a su izquierda. El Rey Edmundo estaba en una cabecera de la mesa y Lord Darrin frente a él en la otra. Dar y Peridan y Cor y Corin estaban a los lados del Rey.

—Su Majestad tiene todo el derecho de cortarle la cabeza —dijo Peridan—. Un ataque como el que él ha llevado a cabo lo pone al nivel de un asesino.

—Es muy cierto —opinó Edmundo—. Pero aún un traidor puede enmendarse. Conozco uno que lo hizo —agregó con aire muy pensativo.

—Matar a Rabadash podría posiblemente hacer estallar una guerra con el Tisroc —dijo Darrin.

—Me importa un bledo el Tisroc —exclamó el Rey Lune—. Su fuerza está en la cantidad, y la cantidad jamás cruzará el desierto. Pero no tengo estómago para matar hombres (aunque sean traidores) a sangre fría. Si le hubieran cortado el cuello en la batalla, habría sentido un inmenso alivio; pero esto es algo distinto.

—Mi consejo es —dijo Lucía—, que su Majestad le dé otra oportunidad. Déjalo libre bajo la firme promesa de portarse bien en el futuro. Puede ser que cumpla su palabra.

—Tal vez los monos se vuelvan honrados, hermana —intervino Edmundo—. Pero, por el León, si él rompe su promesa otra vez, puede que sea en una ocasión y en un lugar donde ninguno de nosotros podrá volarle la cabeza en limpio combate.

—Ensayaremos —dijo el Rey, y dirigiéndose a uno de sus servidores, añadió:

—Haz venir al prisionero, amigo mío.

Rabadash, encadenado, fue llevado ante ellos. Al mirarlo uno podía creer que había pasado la noche en una asquerosa mazmorra sin agua ni comida, pero la verdad era que había permanecido encerrado en una pieza bastante confortable y se le había dado una excelente cena. Pero como rabiaba tan furiosamente no probó la cena y pasó toda la noche pateando y rugiendo y maldiciendo y su aspecto, naturalmente, no era de los mejores.

—No es necesario que le diga a su Alteza real —dijo el Rey Lune—, que, tanto por la ley de las naciones como por elementales razones de prudencia política, tenemos más derecho a tu cabeza del que jamás mortal alguno tuvo contra alguien. No obstante, en consideración a tu juventud y a tu mala educación, desprovista de toda gentileza y cortesía, que seguramente adquiriste en la tierra de esclavos y tiranos, estamos dispuestos a dejarte libre, sin hacerte el menor daño, bajo las siguientes condiciones: primero, que...

—¡Maldito seas, perro bárbaro! —farfulló Rabadash—. ¿Crees que voy a escuchar siquiera tus condiciones? ¡Bah! Mucho hablas de crianza y no sé qué más. ¡Es fácil, a un hombre encadenado, já! Quítame estas infames cadenas, denme una espada, y dejen que el que se atreva luche conmigo.

Todos los nobles se pusieron de píe de un salto, y Corin gritó:

—¡Padre! ¿Puedo boxear con él? Por favor.

—¡Calma! ¡Sus Majestades! ¡Señores! —exclamó el Rey Lune—. ¿Es que ya no existe seriedad entre nosotros para irritarnos tanto por el sarcasmo de un farsante? Siéntate, Corin, o te irás de la mesa. Le ruego a su Alteza, una vez más, que escuche nuestras condiciones.

—No escucho condiciones de bárbaros y hechiceros —repuso Rabadash—. Que ninguno de ustedes se atreva a tocar un pelo de mi cabeza. Cada insulto que vayan amontonando sobre mí será pagado con océanos de sangre narniana y archenlandesa. La venganza del Tisroc será terrible; aun ahora. Pero si me asesinan, los incendios y torturas en estas tierras del norte se convertirán en leyendas que aterrarán al mundo dentro de miles de años. ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡El rayo de Tash cae de lo alto!

—¿Nunca se quedó enredado en un clavo a mitad de camino? —preguntó Corin.

—Qué vergüenza, Corin —dijo el Rey—. Nunca te burles de un hombre a menos que sea más fuerte que tú: en ese caso, haz lo que quieras.

—Ah, este estúpido Rabadash —suspiró Lucía.

Un momento después, Cor se preguntaba por qué todos los que estaban sentados a la mesa se habían levantado y permanecían perfectamente inmóviles. Por supuesto que él hizo lo mismo. Y de pronto vio cuál era la razón. Aslan estaba en medio de ellos, aunque nadie lo había visto llegar. Rabadash dio un respingo al ver la inmensa silueta del León caminar suavemente entre él y sus acusadores.

—Rabadash —dijo Aslan—. Pon atención. Tu fin está muy cerca, pero puedes evitarlo. Olvida tu orgullo (¿tienes de qué estar orgulloso?) y tu ira (¿quién te ha tratado mal?) y acepta la misericordia de estos bondadosos reyes.

Entonces Rabadash puso los ojos en blanco y abrió desmesuradamente la boca en una horrible y larga y triste sonrisa semejante a la de un tiburón, y meneó sus orejas de arriba abajo (cualquiera puede aprender a hacerlo si se toma el trabajo). Esto había tenido siempre gran efecto en Calormen. Los más valientes temblaban cuando hacía estas muecas, y la gente simple se caía al suelo, y la gente sensible a menudo se desmayaba. Pero lo que Rabadash no había comprendido era que es muy fácil asustar a gente que sabe que tú puedes hacerlos freír vivos con sólo decir una palabra. Las muecas no produjeron ninguna alarma en Archenland; a decir verdad, Lucía pensó solamente que Rabadash se sentía enfermo.

—¡Demonio! ¡Demonio! ¡Demonio! —chilló el Príncipe—. Te conozco. Eres el vil demonio de Narnia. Eres el enemigo de los dioses. Entérate de quién soy
yo,
horrible fantasma. Yo desciendo de Tash, el inexorable, el irresistible. Caiga sobre ti la maldición de Tash. Te lloverán relámpagos en forma de escorpiones. Las montañas de Narnia se desharán en polvo. El...

—Ten cuidado, Rabadash —dijo Aslan en tono bajo—. El fin se acerca más ahora; está a la puerta; ha levantado el picaporte.

—Que se caigan los cielos —chilló Rabadash—. ¡Que se abra la tierra! ¡Que la sangre y el fuego arrasen el mundo! Pero tengan la seguridad de que nunca desistiré hasta haber arrastrado por los cabellos hasta mi palacio a la reina bárbara, la hija de perros, la...

—La hora ha sonado —dijo Aslan, y Rabadash vio que, para su supremo espanto, todos empezaban a reír.

No podían evitarlo. Rabadash había estado moviendo sus orejas todo el tiempo y cuando Aslan dijo: “¡La hora ha llegado!”, las orejas empezaron a cambiar. Se hicieron más largas y más puntiagudas y pronto se cubrieron de pelo gris. Y mientras todos se preguntaban dónde habían visto orejas similares, la cara de Rabadash comenzó a cambiar también. Se hizo más larga, y más ancha de arriba y se le agrandaron los ojos, y su nariz se hundió dentro de la cara (o más bien, la cara se hinchó y se volvió una pura nariz) y se llenó de pelos. Y se le alargaron los brazos y fueron bajando frente a él hasta que sus manos se apoyaron en el suelo; sólo que no eran manos, ahora, eran pezuñas. Y él se paró en las cuatro patas, y desaparecieron sus vestimentas, y todos se reían cada vez más fuerte (porque no podían evitarlo), ya que ahora el que había sido Rabadash era simple e inconfundiblemente un burro. Lo terrible fue que su lenguaje humano duró justo un poquito más que su forma humana, de modo que cuando se dio cuenta del cambio que se operaba en él, gritó:

—¡Oh, no un burro! ¡Piedad! Si fuera siquiera un caballo... siquiera un caballo... siqui... un... cab... iii... au, iiau.

Y así las palabras murieron en medio del rebuzno de un burro.

—Ahora escúchame, Rabadash —dijo Aslan—. La justicia irá unida a la piedad. No serás un asno para siempre.

A estas palabras, claro, el burro movió nerviosamente sus orejas hacia adelante, lo que fue también tan gracioso que todos se reían con más ganas. Trataban de no reírse, pero trataban en vano.

—Has apelado a Tash —dijo Aslan—. Y en el templo de Tash serás sanado. Tendrás que pararte ante el altar de Tash en Tashbaan durante la gran fiesta de otoño de este año y allí, a la vista de todo Tashbaan, perderás tu forma de asno y todos te reconocerán como el Príncipe Rabadash. Pero mientras vivas, si alguna vez te alejas más de quince kilómetros del gran templo de Tashbaan, instantáneamente volverás a ser lo que eres ahora. Y de aquel segundo cambio no hay retorno.

Hubo un corto silencio y luego todos empezaron a moverse y a mirarse unos a otros como si despertaran de un sueño. Aslan se había ido. Mas había una luminosidad en el aire y sobre el pasto, y una dicha en sus corazones, que les daba la seguridad de que él no había sido un sueño; y, de todos modos, frente a ellos se hallaba el burro.

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