El Cadáver Alegre (24 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

—¿Qué tal estás? —me preguntó.

—Bien. —En realidad tenía la impresión de que se me había caído media cara, pero no me dolería menos por decirlo.

—¿Vamos al edificio al que pensaban llevarnos?

—No.

—¿Por qué?

—Conozco a Bruno, y ya sé para quién trabaja y por qué intentaban secuestrarme. ¿Qué puedo averiguar que valga dos vidas?

—Tienes razón —dijo tras pensarlo un momento—, pero ¿no vas a informar a la policía?

—¿Para qué? Las dos estamos bien, y ni Seymour ni Pete volverán a meterse con nosotras.

Ronnie se encogió de hombros.

—No querías que le volara la rodilla, ¿no? Estábamos haciendo de poli bueno y poli malo, ¿verdad? —Me miraba muy seria, clavándome los ojos grises sin pestañear. Aparté la vista.

—Vamos a volver andando. Ya no me apetece correr.

—A mí tampoco. —Mientras echábamos a andar se sacó la camiseta del pantalón para ocultar la Beretta debajo. Llevaba la 22 en la mano, pero casi no se veía—. Era un farol, ¿no? Estabas haciéndote la dura, ¿no?

—No lo sé.

—¡Anita!

—Es la verdad. No lo sé.

—No me creerás capaz de pegarle un tiro a alguien sólo para que se calle.

—Me alegro de que no lo seas.

—¿De verdad le habrías pegado un tiro en los huevos al otro? —A lo lejos se oían los trinos de un cardenal, que parecían atenuar el bochorno—. Contéstame, Anita. ¿Habrías apretado el gatillo?

—Sí.

—¿Sí? —Su sorpresa era palpable.

—Sí.

—Joder. —Seguimos andando en silencio un momento—. ¿Qué balas llevabas en la pistola?

—Del 22.

—Te lo habrías cargado.

—Es probable —dije.

Vi que me miraba de reojo mientras caminábamos. Era una mirada que ya conocía, una mezcla de espanto y admiración. Pero nunca la había visto en la cara de un amigo. Dolía. Aun así, nos fuimos a cenar a La Hija del Molinero, en el casco antiguo de Saint Charles. El ambiente era agradable, y la comida, espectacular. Como siempre.

Charlamos, nos reímos y lo pasamos muy bien. Ninguna de las dos mencionó el incidente de la tarde. Si fingíamos con suficiente ahínco, igual lográbamos borrarlo.

VEINTE

Aquella noche, a las diez y media, llegué al barrio de los vampiros. Llevaba un polo azul oscuro, unos vaqueros y un chubasquero rojo, que ocultaba la pistolera de sobaco y la Browning Hi-Power. Tenía charcos de sudor bajo los brazos, pero era preferible a ir desarmada.

La fiesta de aquella tarde había terminado bien, pero en parte porque habíamos tenido la suerte de que Seymour perdiera la calma y los golpes no me dejaran fuera de combate. Había conseguido contener la hinchazón a base de hielo, pero tenía el lado izquierdo de la cara magullado y rojizo, como si estuviera a punto de florecer. Aún no se me había amoratado.

El Cadáver Alegre era una de las discotecas más recientes del Distrito. Los vampiros son sexys, lo reconozco, pero ¿alegres? No acabo de verlo, aunque me da que la rara era yo, porque la cola para entrar doblaba la esquina.

No se me había ocurrido pensar que podría necesitar un pase, una reserva o lo que fuera sólo para entrar. Pero un momento, conocía al jefe. Caminé en paralelo a la cola, en dirección a la taquilla. Casi todos los que esperaban eran jóvenes. Ellas llevaban vestido, y ellos, ropa deportiva elegantoide, con algún que otro traje. Charlaban emocionados, con mucho toqueteo y haciendo manitas. Protoparejas. Recordé los tiempos en que yo también salía con hombres, aunque ya hacía mucho de eso. Igual saldría más si no estuviera siempre tan liada. Puede ser.

Adelanté a un cuarteto que iba de cita doble. Un tipo protestó y le pedí perdón.

—Espere su turno, señora —me dijo la taquillera frunciendo el ceño.

¿Señoraaa?

—No quiero entrada; no he venido a ver el espectáculo. He quedado con Jean-Claude.

—¿Seguro que no es periodista?

¿Periodista? Respiré profundamente.

—Llame a Jean-Claude y dígale que ha venido Anita, ¿de acuerdo? Si soy periodista, él ya sabrá qué hacer, y si soy quien digo, se alegrará de que lo haya avisado. No tiene nada que perder.

—No sé…

Tuve que esforzarme para no soltarle un ladrido. Se giró en el taburete y abrió la parte superior de una puerta que tenía detrás. La taquilla no era muy grande. No oí qué decía, pero tardó poco en volverse hacia mí.

—De acuerdo, el encargado dice que puede pasar.

—Estupendo. —Subí los escalones, con la mirada asesina de toda la cola clavada en la nuca. A nadie le gusta que se le cuelen, pero había recibido miradas peores de verdaderos profesionales, y no me iba a amilanar por unos meros aficionados.

El interior de la discoteca estaba oscuro, como cabía esperar. Un tipo me pidió la entrada.

Me quedé mirándolo. Llevaba una camiseta blanca con la leyenda: «El Cadáver Alegre, el último grito» y la caricatura de un vampiro con la boca abierta. Era grande y musculoso; sólo le faltaba la palabra
gorila
tatuada en la frente.

—La entrada —repitió. ¿Primero la taquillera y luego el portero?

—El encargado ha dicho que puedo pasar a ver a Jean-Claude.

—Willie —dijo—, ¿tú la has dejado pasar?

Me volví, y a mis espaldas estaba Willie McCoy. Sonreí al verlo, y me sorprendí de alegrarme. No suele hacerme gracia ver a un muerto.

Willie es bajito y delgado, y lleva el pelo negro peinado hacia atrás. Estaba demasiado oscuro para que se viera el color exacto de su traje, pero juraría que era rojo tomate. También llevaba una camisa blanca y una gran corbata verde chillón. Tuve que mirar dos veces para asegurarme, pero sí, la corbata estaba decorada con una hawaiana fosforescente. Era el atuendo más elegante que le había visto a Willie.

—¡Anita! ¡Cuánto me alegro de verte! —dijo con una sonrisa llena de colmillos.

—Lo mismo digo.

—¿De verdad?

—Sí.

Su sonrisa se amplió, y los caninos le resplandecieron a pesar de la poca luz. No llevaba muerto ni un año.

—¿Cuánto hace que eres el encargado? —le pregunté.

—Alrededor de dos semanas.

—Felicidades.

Dio un paso hacia mí, y yo retrocedí por instinto. No era nada personal, pero un vampiro es un vampiro, y mejor que no se acerquen demasiado. Por muy reciente que fuera, Willie ya era capaz de hipnotizar con la mirada. Bueno, puede que a mí no, pero las viejas costumbres…

Se quedó cabizbajo, y una expresión, puede que de ofensa, cruzó su rostro. Bajó la voz, pero no volvió a intentar acercarse. Cuando estaba vivo tardaba más en pillar las cosas.

—Gracias por ayudarme la última vez; me gané el favor del jefe.

Parecía salido de una película de gánsteres, pero así es Willie.

—Me alegro de que Jean-Claude te trate bien.

—Desde luego. Es el mejor trabajo que he tenido en la vida. Y el jefe no es… —Subió y bajó las manos, buscando las palabras—. Ya sabes, cruel.

Asentí; lo sabía. Podía echar todas las pestes que quisiera de Jean-Claude, pero en comparación con la mayoría de los amos de una ciudad era un corderito. Un corderito grande, peligroso y carnívoro, pero mucho mejor que los otros.

—Ahora está ocupado —añadió Willie—. Ha dicho que te diéramos una mesa cerca del escenario si llegabas antes de que terminara.

Justo lo que estaba deseando.

—¿Cuánto le queda? —pregunté en voz alta.

—Ni idea —contestó encogiéndose de hombros.

—Vale. Esperaré un rato.

—¿Quieres que le diga que se dé prisa? —Volvió a sonreír, enseñando los colmillos.

—¿Tú crees?

—Bien pensado, no —dijo con cara de querer tragarse sus palabras.

—Tranquilo. Si me canso de esperar, se lo diré yo misma.

—Serías capaz, ¿verdad? —Me miró de reojo.

—Sí.

Se limitó a sacudir la cabeza mientras me conducía entre las mesas redondas. Todas estaban llenas de gente que reía, hacía aspavientos, bebía y se acariciaba. La sensación de estar rodeada de vida densa y sudorosa era apabullante.

Miré a Willie. ¿Se habría fijado? ¿Se le retorcerían las tripas por el hambre con tanta humanidad alrededor? Cuando salía del trabajo, ¿soñaría con despedazar a la multitud vociferante? Estuve por preguntárselo, pero Willie me caía tan bien como me puede caer un vampiro, y si la respuesta era que sí, prefería no saberlo.

Había una mesa vacía, justo en la primera fila, con un cartón doblado en el que ponía
RESERVADA
. Willie intentó apartarme la silla, pero le dije que no con un gesto. No por el rollo de la liberación de la mujer, sino porque nunca había sabido qué hacer cuando un hombre me apartaba la silla. ¿Sentarme y esperar a que él la acercara a la mesa conmigo encima? Qué corte. Normalmente me quedaba remoloneando delante de la silla, hasta que el tipo me la incrustaba en las corvas. Bah.

—¿Quieres tomar algo mientras esperas? —me preguntó Willie.

—Una cocacola.

—¿No prefieres algo más fuerte?

Negué con la cabeza.

Willie se alejó entre las mesas repletas. En el escenario había un hombre delgado de pelo corto y oscuro. Su cara era casi una calavera, pero sin duda era humano. Su aspecto era fundamentalmente cómico, como el de un payaso larguirucho. A su lado había un zombi que miraba a la multitud sin verla.

Sus ojos seguían siendo claros, humanos, pero no parpadeaba. Era la mirada pétrea característica de los zombis. El público no prestaba demasiada atención a los chistes; casi todo el mundo estaba absorto en el cadáver. Estaba suficientemente deteriorado para dar miedo, pero no se percibía el mal olor, ni siquiera en la primera fila. Buen truco.

—Ernie es el mejor compañero de piso que he tenido en la vida —decía el humorista—. No come mucho, no me da la brasa, no es de los que vuelven a casa con una chica y me piden que me largue mientras se lo pasan bien… —Risas nerviosas del público; todos los ojos clavados en el bueno de Ernie—. Aunque una vez se me estropearon unas chuletas de cerdo que tenía en la nevera, y a Ernie le encantaren.

El zombi se giró, tan lentamente que casi resultó doloroso, para mirar al humorista, que le devolvió la mirada y se encaró de nuevo hacia el público, sin dejar de sonreír. Pero Ernie seguía mirándolo a él, que parecía incómodo. Ni a los muertos les gusta ser blanco de burlas; la verdad es que no lo culpaba.

De todas formas, tampoco tenía mucha gracia. El protagonista de la actuación era el zombi. Bastante original, y de bastante mal gusto.

Willie volvió con mi refresco. Me servía la bebida el encargado, nada menos. Por supuesto, también me habían reservado una buena mesa. El vampiro dejó el vaso en la mesa, encima de uno de esos posavasos inútiles de papel que imita encaje.

—Pásalo bien —me dijo, y se volvió para marcharse, pero le rocé el brazo. Me arrepentí en el acto.

Era un brazo sólido y real, pero fue como tocar madera; no se me ocurre otra forma de explicarlo. No transmitía sensación de movimiento. Nada.

Bajé la mano lentamente, y gracias a las marcas de Jean-Claude, pude mirarlo a los ojos. Eran marrones y transmitían algo parecido al dolor.

De repente podía oír mi propio pulso, y tuve que respirar profundamente para contener las palpitaciones. Mierda. Quería que Willie se fuera. Aparté la vista de él y la clavé en el vaso. Puede que fuera por el ruido de fondo, pero no lo oí marcharse.

Willie McCoy era el único vampiro al que había conocido de humano, y recordaba cómo era en vida. Un chorizo de poca monta, el chico de los recados de los peces gordos. Quizá pensara que si se hacía vampiro se convertiría en pez gordo, pero se equivocaba: se había convertido en un don nadie nomuerto. Jean-Claude o cualquier otro le daría órdenes durante toda la eternidad. Pobre Willie.

Me froté contra el pantalón la mano con la que lo había tocado. Quería arrancarme la sensación que había notado bajo el nuevo traje rojo tomate, pero no había manera. Tocar a Jean-Claude era muy distinto. Claro que Jean-Claude casi parecía humano; con el tiempo lo conseguían. Willie acabaría por aprender. Pobrecillo.

—Los zombis son mejores que los perros: van a buscar las zapatillas, pero no hay que pasearlos. Y si se lo pidiera, Ernie también se sentaría en el suelo y me daría la patita.

El público se rió, aunque no sé muy bien por qué. No era una risa de diversión; era más bien de pasmo.

La típica risa de incredulidad nerviosa.

El zombi avanzaba hacia el cómico casi a cámara lenta. Adelantó los dos brazos, y reviví lo ocurrido la noche anterior. Se me hizo un nudo en la garganta. En eso no se equivocan las películas: los zombis suelen atacar con los brazos extendidos.

El humorista no se dio cuenta de que Ernie había decidido que ya estaba bien. Cuando se levanta un zombi sin más, sin darle ninguna orden en concreto, suele adoptar su comportamiento anterior: una buena persona sigue siéndolo hasta que su cerebro se deteriora tanto que se desvanece cualquier rastro de personalidad. Es muy raro que un zombi mate si no se le ha ordenado, pero de vez en cuando cae la breva y se levanta un muerto con tendencias homicidas. A aquel hombre estaba a punto de tocarle el premio.

El zombi caminó hacia él como un monstruo de Frankenstein de segunda. Cuando el humorista se dio cuenta por fin de que algo marchaba mal, se detuvo a mitad de un chiste y abrió los ojos desmesuradamente.

—Ernie… —No pudo seguir hablando; las manos putrefactas se cerraron alrededor de su garganta y empezaron a apretar.

Durante un segundo me tentó la idea de permitir que el zombi siguiera adelante; tengo convicciones muy firmes en lo relativo a la explotación de los muertos… Pero la estupidez no merece pagarse con la muerte. Si así fuera, el censo caería en picado.

Me puse en pie y miré a mi alrededor para ver si alguien lo tenía previsto. Willie subió corriendo al escenario, rodeó la cintura del zombi con los brazos y tiró. Consiguió levantarlo del suelo, a pesar de que era mucho más alto que él, pero las manos seguían apretando.

El humorista cayó de rodillas, emitiendo sonidos entrecortados, mientras su rostro pasaba del rojo al morado. El público se reía, creyendo que formaba parte del espectáculo. La verdad es que resultaba mucho más divertido.

Subí al escenario y me acerqué a Willie.

—¿Necesitas ayuda? —le dije al oído.

Me miró, sin soltar la cintura del zombi. Es probable que con su fuerza vampírica pudiera haberle arrancado los dedos uno a uno para salvar al hombre, pero la fuerza no sirve de nada si no se sabe qué hacer con ella, y Willie no tuvo nunca demasiadas luces. Por otro lado, quizá el zombi pudiera aplastarle la tráquea a su víctima antes de quedarse sin dedos. Mejor no averiguarlo.

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