El Cadáver Alegre (20 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Grité y me volví hacia el zombi que tenía encima. Casi me había alcanzado el cuello con la mano, pero conseguí apartarme y ponerle delante su propio brazo seccionado, y lo agarró. Vaya. Así que sin cerebro ya no era tan listo. Noté que el brazo cortado sufría un espasmo, y los dedos que me sujetaban se aflojaron cuando la carne reventó como un melón maduro, soltando sangre. Me liberé, y el zombi siguió aplastando su propio brazo hasta partirle los huesos.

Oí acercarse al otro zombi. Virgen santa.

—¡Policía! ¡Salgan con los brazos en alto! —gritó una voz de hombre desde el pasillo.

—¡Socorro! —Decidí que no era el momento adecuado para hacerme la dura.

—¿Qué está pasando aquí, señorita?

Tenía al primer zombi casi encima; volví la cabeza y prácticamente me di de narices con él. Le metí la Browning en la boca abierta, y sus dientes rasparon el cañón. Apreté el gatillo.

De repente había un policía en la puerta, recortado contra la oscuridad. Visto desde el suelo, era gigantesco. Pelo castaño rizado, algo canoso; bigote; pistola en mano.

—Joooder —dijo. El segundo zombi soltó su brazo destrozado e intentó alcanzarme de nuevo. El policía lo sujetó firmemente por el cinturón y tiró de él con una mano—. ¡Sácala de aquí!

Su compañero fue a entrar en el dormitorio, pero no le di tiempo. Salí de debajo del cadáver y corrí al salón a cuatro patas; no hacía falta que me lo pidieran dos veces. Me ayudó a incorporarme, sujetándome por el brazo derecho. El de la Browning.

Normalmente, cualquier policía habría empezado por ordenarme que tirase la pistola; a veces es difícil discriminar quién es el malo, y cualquier persona armada lo es hasta que demuestre lo contrario. La presunción de inocencia no funciona con armas de por medio.

Me quitó la pistola, y se lo permití. Sé cómo van las cosas.

Oímos un disparo procedente del dormitorio, y los dos dimos un brinco. El policía que me sujetaba tendría mi edad, pero en aquel momento me sentía como si tuviera un millón de años. Nos giramos y vimos al primer policía disparando al zombi, que se había liberado y se había puesto de pie. Las balas lo retrasaban, pero no lo detenían.

—Ven aquí, Brady —gritó.

El policía más joven desenfundó y avanzó un poco, pero vaciló y se quedó mirándome.

—Ayúdalo —le dije.

Asintió y empezó a disparar contra el zombi. Los tiros resonaban como truenos en la habitación. Me zumbaban los oídos, y el olor de la pólvora lo impregnaba todo. En las paredes surgían más y más agujeros, y el zombi continuaba avanzando. Sólo lograban incomodarlo un poco.

El problema de la policía es que no puede usar balas explosivas Glazer. Pocos agentes se topan con cosas sobrenaturales con tanta frecuencia como yo; casi siempre están persiguiendo a malhechores humanos, y a los poderes fácticos no les hace ninguna gracia que se le vuele una pierna a un chorizo de tres al cuarto sólo por haber disparado. Los policías no deben cargarse a quienes intentan cargárselos a ellos, ¿no?

Así que tenían balas normales, puede que con un bañito para platear la píldora, pero nada que pudiera pararle los pies a un nomuerto. Los polis se cubrían mutuamente: cuando uno disparaba, el otro cambiaba el cargador. El zombi seguía avanzando, con el brazo que le quedaba extendido, buscándome a mí. Mierda.

—Usa mi pistola —dije—. Tiene balas explosivas.

—Te he dicho que la sacaras de aquí, Brady —dijo el primer policía.

—Necesitabas ayuda —protestó Brady.

—No quiero civiles.

Huy. Me había llamado civil.

Brady no volvió a cuestionarlo; retrocedió hacia mí, apuntando al zombi pero sin disparar.

—Acompáñeme, señorita, tenemos que salir de aquí.

—Dame mi pistola —dije. Me miró y sacudió la cabeza—. Trabajo en la Brigada Regional de Investigación Preternatural. —Eso era verdad. Esperaba que me tomara por policía; eso era mentira, pero el chaval se enredó al atar los cabos y me devolvió la Browning—. Gracias. —Avancé hacia el policía mayor—. Estoy en la Santa Compaña.

—Pues haz algo —dijo mirándome de reojo, sin dejar de apuntar al zombi.

Habían encendido la luz de la sala. Ahora que nadie le disparaba, el zombi avanzaba a paso normal, como quien sale de paseo, aunque sin cabeza y con un solo brazo. Hasta parecía más vivaz; igual percibía mi proximidad.

Estaba en mejores condiciones que el primer zombi; podía lisiarlo, pero no dejarlo fuera de combate. En fin, algo es mejor que nada, así que disparé de nuevo contra la pierna que ya le había tocado. Tuve más tiempo para apuntar y le di de lleno.

Se derrumbó otra vez, pero siguió avanzando con demasiada rapidez, apoyándose en el brazo y la otra pierna; por fin le quedaba sólo una. Empecé a sonreír y luego a reír, pero enseguida se me pasaron las ganas. Me acerqué rodeando el sofá; después de lo que le había visto hacer con su propio brazo, no quería más accidentes. No me apetecía que me espachurrase nada.

Aparecí detrás de él, y dio la vuelta más deprisa de lo que debería para enfrentárseme. Tuve que dedicarle dos disparos a la otra pierna. Ya no recordaba cuántas balas había usado. ¿Me quedaban dos, una o ninguna?

Me sentí como Harry el Sucio, con la diferencia de que a mi adversario le daba tres leches cuántas veces hubiera disparado. No se le puede preguntar a un muerto si se siente afortunado.

Seguía arrastrándose, sin piernas ni nada; le bastaba con un brazo. Disparé casi a bocajarro, y la mano estalló dejando una flor carmesí en la moqueta blanca. Siguió avanzando con la única ayuda del muñón.

Volví a apretar el gatillo, pero sólo sonó un
clic
. Mierda.

—No me quedan balas —dije mientras me alejaba. La cosa aún intentaba seguirme.

El policía mayor se acercó y lo sujetó por los tobillos. Cuando tiró de él hacia atrás se quedó con una pierna en la mano.

—¡Joder! —Soltó la pierna, que se puso a revolverse, como una serpiente con la columna partida.

Me quedé mirando el cadáver, que no cejaba en su empeño de alcanzarme, aunque a duras penas. El policía lo sujetaba en vilo por una pierna, pero el zombi no dejaba de intentarlo. Y seguiría intentándolo hasta que lo incinerásemos o hasta que Dominga Salvador le ordenara algo distinto.

En la puerta aparecieron más agentes de uniforme, que se abalanzaron sobre el zombi descuartizado como buitres sobre un despojo, con la diferencia de que se debatía y se esforzaba por cumplir su misión: acabar conmigo. Menos mal que había suficientes policías para sujetarlo hasta que llegaran los del laboratorio forense. Cuando hubieran terminado de investigar los cadáveres, un equipo de exterminadores los incineraría.

Antes los llevaban al depósito para examinarlos, pero siempre se escapaban trocitos, que se escondían en los sitios más insospechados. Al final, la forense se había negado a recibir zombis que no estuvieran muertos del todo, y tanto los de la ambulancia como los técnicos del laboratorio estaban de acuerdo con ella. Yo los entendía, pero el fuego tenía el inconveniente de que destruye las pruebas. ¿Malo o peor?

Yo estaba en la sala, a un lado. Con todo aquel lío se habían olvidado de mí, y me parecía muy bien, porque no estaba de humor para más combates con zombis. De repente me di cuenta de que sólo llevaba una camiseta enorme y las bragas, y la sangre me pegaba la camiseta al cuerpo. Empecé a acercarme al dormitorio, creo que con intención de ponerme unos pantalones, pero lo que vi en el suelo me hizo parar en seco.

El primer zombi era como un insecto al que le hubieran arrancado las patas: no podía moverse, pero lo intentaba. Era un tronco que seguía tratando de cumplir sus órdenes y aniquilarme.

Dominga Salvador había intentado borrarme del mapa. Dos zombis, y uno de ellos como nuevo. Pretendía matarme. Aquella idea se me quedó clavada en el cerebro, como una canción pegadiza. Habíamos intercambiado amenazas, pero ¿a qué venía tanta violencia? Matarme, nada menos. No existían recursos legales que me permitieran detenerla, y ella lo sabía, así que ¿por qué se tomaba tantas molestias para eliminarme?

¿Porque tenía algo que ocultar, tal vez? Me había dado su palabra de que ella no había levantado al zombi asesino, pero quizá su palabra no significara nada. Era la única explicación posible: tenía que estar involucrada. ¿Lo habría levantado personalmente? O si no, ¿sabría quién había sido? De eso nada; si no lo hubiera levantado ella misma, tampoco creo que hubiera intentado matarme menos de cuarenta y ocho horas después de nuestra conversación, porque despertaría sospechas. Dominga Salvador había levantado un zombi que se le había ido de las manos; así de fácil. Podía ser todo lo malvada que quisiera, pero tampoco era ninguna psicópata, y no tenía sentido que se dedicara a crear zombis asesinos para soltarlos por ahí. La reina del vudú la había cagado soberanamente, y sería eso lo que más la molestaba, más que las muertes o una posible acusación de asesinato. No podía permitir que su reputación quedara en entredicho.

Contemplé la habitación. Aparte de los restos sanguinolentos y hediondos, tenía todos los pingüinos pringados de sangre y otras guarrerías. ¿Conseguirían salvarlos los sufridos empleados de mi tintorería? Con la ropa hacían maravillas.

Las balas explosivas no atraviesan las paredes, y ese era otro de los motivos por los que me gustaban. No me habría techo gracia acribillar a los vecinos. Las balas de los policías eran más perforantes, y había un montón de redondeles perfectos.

Era la primera vez que me atacaban en casa, al menos a esa escala. Debería estar prohibido; todo el mundo tiene derecho a estar a salvo en su propia cama. Ya, ya lo sé, a los malos les dan igual las prohibiciones. Entre otras cosas, por eso son los malos.

Sabía quién había levantado el zombi; sólo me faltaba demostrarlo. Había sangre por todas partes; sangre y cosas peores. La verdad es que ya me iba acostumbrando al olor, pero era asqueroso, Todo el piso apestaba. Además, casi todo era blanco: las paredes, la moqueta, el sofá, el sillón… Las manchas resaltaban como heridas recientes, y los agujeros de bala y la escayola resquebrajada hacían juego con la sangre.

Me habían destrozado la casa. Demostraría que había sido Dominga, y después, si tenía suerte, le devolvería el favor.

—Donde las dan las toman —susurré, aunque nadie me escuchaba. Empecé a notar el sabor de las lágrimas en la garganta, mezclado con el cosquilleo de un grito incipiente. No quería llorar, pero me parecía mejor que gritar.

Llegaron los enfermeros. Una de ellos era una negra bajita, más o menos de mi edad.

—Ven, cariño, vamos a echarte un vistazo —dijo con voz amable, mientras me alejaba de la carnicería con delicadeza. Ni siquiera me importó el apelativo. Estaba deseando que me abrazaran y me consolaran. Lo necesitaba desesperadamente, pero no veía cómo conseguirlo—. Tenemos que ver cuánto sangras antes de llevarte a la ambulancia, cariño.

—La sangre no es mía —dije sacudiendo la cabeza, con una voz que parecía llegar de muy lejos.

—¿Qué?

La miré, esforzándome por fijar la vista en ella Lo sucedido empezaba a afectarme. No es algo que me pase normalmente, pero una noche tonta la tiene cualquiera.

—La sangre no es mía. Tengo un mordisco en el hombro, nada más.

Por su expresión vi que no me creía. No podía culparla; lo habitual, cuando me ven cubierta de sangre, es que den por supuesto que estoy sangrando. Casi nadie tiene en cuenta que está tratando con una matavampiros y levantamuertos dura como el acero.

Las lágrimas amenazaban con volver; me mordían los párpados. Mis pingüinos estaban pringados de sangre. Las paredes y la moqueta me la sudaban: se podían cambiar. Pero había coleccionado esos putos peluches durante años. Dejé que la enfermera me apartara, mientras las lágrimas me corrían por las mejillas. No estaba llorando; sólo me lagrimeaban los ojos. Porque mis juguetes estaban salpicados de trozos de zombi. Lo que hay que aguantar.

DIECISIETE

Había estado en suficientes escenas del crimen para saber qué esperar. Como quien está harto de ver una película: podía decir de carrerilla quién entraba, quién salía y la mayoría de los diálogos. Pero aquella escena era distinta: era mi casa.

Era una estupidez que encontrase ofensivo que Dominga Salvador me atacara en mi propia casa, pero es lo que hay. No supe que existía la norma hasta que esa mujer la transgredió: no atacarás al bueno en su propia casa. Mierda.

Pensaba hacérselo pagar con intereses. Ya, ¿yo y cuántas como yo? Aunque igual con ayuda de la policía…

La brisa agitaba las cortinas de la sala; un tiro había roto el cristal. Menos mal que había firmado un contrato de alquiler de dos años; por lo menos tardarían un poco en echarme.

Dolph se acercó a la cocina y se sentó enfrente de mí. La mesa, con sus dos sillas de respaldo recto, presentaba un aspecto minúsculo con él allí; era como si lo llenara todo. O igual era que yo me sentía más pequeña que nunca aquella noche… o aquella mañana. Lo que fuera.

Me miré el reloj, pero tenía la esfera manchada con algo oscuro y pringoso, y no pude ver la hora. Tendría que limpiarlo. Volví a meter el brazo debajo de la manta que me habían dado los enfermeros; tenía la piel más fría de lo que correspondía, y ni siquiera los planes de venganza me ayudaban a entrar en calor. Más adelante echaría humo, cuando el cabreo cobrara fuerza, pero de momento me alegraba de estar viva.

—Bueno, Anita, ¿qué ha pasado?

Miré hacia el salón. Estaba casi vacío; ya se habían llevado a los zombis. Y los habían incinerado en la calle, nada menos: fiesta en el barrio, un bonito espectáculo para toda la familia.

—¿Te importa que me cambie de ropa antes de prestar declaración? —Me miró durante un segundo o así y asintió—. Estupendo.

Me levanté bien envuelta en la manta, con las puntas cuidadosamente recogidas. No quería tropezar; ya había hecho bastante el ridículo por una noche.

—Necesitaremos la camiseta como prueba —gritó Dolph.

—Vale —contesté sin volverme.

Habían cubierto las manchas más gordas con sábanas, para no pringarse los zapatos y llenar de sangre todo el edificio. Qué monos. El dormitorio apestaba a podrido, sangre estancada y cadáveres rancios. Aquella noche ya no sería capaz de dormir en él; hay cosas que no haría ni yo.

Necesitaba una ducha, pero no creía que Dolph estuviera dispuesto a esperar tanto tiempo, así que me conformé con coger unos vaqueros, unos calcetines y una camiseta limpia, y me lo llevé todo al baño. Con la puerta cerrada prácticamente no llegaba olor. Allí no había pasado nada.

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