—Lo averiguaré si puedo. —No sería grave que lo supiera.
—Qué niña más obediente. —Se puso en pie—. Y no, yo no levanté al zombi asesino que buscas, si eso es lo que anda comiendo ciudadanos. —Sonrió, casi rió, como si tuviera guasa—. Pero conozco a personas que no hablarían contigo ni en pintura, personas que sí serían capaces de hacer algo así. Les preguntaré; a mí me dirán la verdad, y te diré lo que averigüe, Anita.
Pronunció mi nombre correctamente, al modo hispano. A mí me sonó casi como algo exótico.
—Muchas gracias, señora Salvador.
—Pero voy a pedirte un favor a cambio.
—¿De qué se trata? —Me jugaba cualquier cosa a que estaba a punto de oír algo desagradable.
—Quiero que te sometas a otra prueba.
Me quedé mirándola, esperando a que continuara, pero no dijo nada más.
—¿Qué tipo de prueba?
—Acompáñame abajo y te lo enseño —dijo con voz melosa.
—Ni hablar, Dominga. —Manny se levantó—. Anita, nada que pueda decirte esta mujer justifica que le des lo que quiere.
—Puedo hablar con personas y seres que no hablarían con buenos cristianos como vosotros. Con ninguno de los dos.
—Vamos, Anita, no necesitamos su ayuda —dijo Manny, dirigiéndose a la puerta.
No lo seguí; él no había visto la masacre ni había soñado con ositos empapados de sangre. Yo sí, y no podía marcharme mientras pensara que me podía ayudar. No era sólo por averiguar si Benjamin Reynolds estaba vivo o muerto; era porque esa cosa, fuera lo que fuera, volvería a matar, y me daba que tenía que ver con el vudú, un campo del que no sabía demasiado. Necesitaba ayuda, y deprisa.
—Vamos —insistió Manny, tirándome del brazo.
—¿Qué prueba es esa?
Dominga sonrió triunfante. Sabía que me tenía en el bolsillo, que no me marcharía hasta que prometiera ayudarme. Mierda.
—Vamos al sótano; te lo explicaré allí.
—Anita, no sabes qué estás haciendo. —Manny me sujetó el brazo con insistencia. Tenía razón, pero…
—Quédate conmigo para controlar, y no me dejes hacer nada que duela, ¿de acuerdo?
—Te pida lo que te pida ahí abajo, dolerá. Puede que no físicamente, pero dolerá.
—A la fuerza ahorcan. —Le di unas palmaditas en la mano y sonreí—. No me pasará nada.
—No estés tan segura.
¿Qué podía decirle? Probablemente, Manny tenía razón. Pero me daba igual: estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que me pidiera Dominga, dentro de un orden, si con eso podía detener la matanza. Lo que fuera con tal de no ver más cadáveres a medio comer.
—Vamos abajo —dijo Dominga sonriente.
—¿Puedo hablar a solas con Anita,
por favor
? —preguntó Manny. Seguía sujetándome el brazo, cada vez más tenso.
—Tienes el resto de este precioso día para hablar con ella, Manuel, pero yo sólo tengo un rato. Si pasa la prueba, prometo ayudarla todo lo que pueda para atrapar al asesino.
Era una oferta muy tentadora: había mucha gente que le diría todo lo que quisiera por puro miedo, y la policía no tenía ese efecto. El miedo a una detención no es tan buen incentivo como la posibilidad de que un zombi entre por la ventana: no hay color.
Ya habían muerto cuatro personas, quizá cinco, y de una forma espantosa.
—Ya he dicho que estoy dispuesta a hacer la prueba. Vamos.
Dominga rodeó la mesa y le tocó el brazo a Manny, que saltó como si se hubiera quemado y me soltó.
—No va a sufrir ningún daño, Manuel. Te doy mi palabra.
—No me fío de ti.
—Pero ella ya se ha decidido. —Dominga rió—. Y yo no la he obligado.
—Para el caso… La has extorsionado con la seguridad de otros.
—¿Te he extorsionado,
chica
? —preguntó volviéndose hacia mí.
—Sí —contesté.
—Se nota que es tu discípula,
corazón
. Es tan sincera y valiente como tú.
—Es valiente, pero no ha visto lo que tienes abajo.
Quería preguntar qué había en el sótano, pero me callé. En realidad, prefería no saberlo. Ya había recibido consejos sobre mierdas sobrenaturales: «No entres en esa habitación, o el monstruo te matará». Y el caso es que suele haber monstruos, y suelen intentar matarme, pero hasta ahora he sido más rápida que ellos, o he tenido más suerte. A seguir tentándola, pues.
Me habría gustado hacerle caso a Manny: la idea de irme a casa era más que apetecible, pero no podía desoír la llamada del deber. Del deber y de las pesadillas. No quería ver otra familia masacrada.
Dominga salió de la habitación, seguida de Manny. Yo iba detrás, y Enzo cerraba la marcha. Vaya día para un desfile.
La escalera del sótano era de madera, muy empinada, y los escalones se combaban a nuestro paso. Mal rollo. La luz del sol que entraba por la puerta se perdía en una oscuridad total; parecía perder ímpetu y desvanecerse, como si no tuviera poder en aquella especie de cueva. Me detuve en el límite de la zona iluminada y miré hacia abajo. Ni siquiera distinguía a Dominga y a Manny, pero tenían que estar justo delante de mí, ¿no?
Enzo, el gorila, esperaba detrás con paciencia, sin meterme prisa. Entonces, ¿era yo quien decidía? ¿Podía recoger los juguetes e irme a casa?
—Manny… —dije.
Me contestó una voz desde demasiado lejos. Quizá fuera un truco acústico de la habitación. O quizá no.
—Estoy aquí, Anita.
Intenté averiguar desde dónde llegaba, pero no veía nada. Di dos pasos más, a ciegas, y me paré como si me hubiera dado contra una pared. Olía a tierra y a humedad, como casi todos los sótanos, pero también asomaba un olor pútrido y agridulce: el hedor indescriptible de los cadáveres. En lo alto de la escalera era tenue, pero estaba segura de que iría empeorando a medida que bajara más.
Mi abuela había sido sacerdotisa vodun, pero su
humfo
no olía a cadáveres; en esa religión, la frontera entre el bien y el mal no estaba tan definida como en la wicca, el cristianismo o el satanismo, pero existía, y Dominga Salvador la había cruzado. Lo sabía desde el principio, pero me seguía incomodando.
Según mi abuela, yo era nigromante: más, y a la vez menos, que sacerdotisa vodun. Tenía afinidad con los muertos, con todos los muertos. Decía que era difícil ser nigromante y practicar el vudú sin caer en la tentación del mal, y ella misma había fomentado mi cristianismo; me quería tanto, y temía tanto por mi alma, que había alentado a mi padre a apartarme de la rama materna de mi familia.
Y ahí estaba, bajando los escalones que me conducían a las fauces de la tentación. ¿Qué diría mi abuela? Probablemente, que me fuera a casa, y no sería mal consejo: el nudo que tenía en la garganta opinaba lo mismo.
Se encendió una luz al pie de la escalera, una bombilla débil que me pareció más luminosa que una estrella. Parpadeé; Dominga y Manny estaban justo debajo, mirándome.
Luz. ¿Por qué me sentí mejor al instante? Ya sé que es una tontería, pero qué se le va a hacer. Enzo cerró la puerta a nuestras espaldas. La penumbra dominaba el ambiente, pero se veía un pasillo estrecho con más bombillas desnudas.
Casi había terminado de bajar, y el olor agridulce era más intenso. Probé a respirar por la boca, pero sólo conseguí meterme la peste en la garganta. El olor de la carne putrefacta se pega al paladar.
Dominga abrió la marcha entre las paredes de ladrillo. En algunos sitios había rectángulos de cemento pintado, como si hubieran tapiado puertas. Al parecer, había habitaciones a intervalos regulares. ¿Por qué las habrían cegado? ¿Por qué habrían tapado las puertas con cemento? ¿Qué habría tras ellas?
Pasé los dedos por el cemento; la superficie era áspera y fría, y la pintura era reciente, porque no estaba descascarillada por la humedad. Me pregunté qué habría al otro lado.
De repente me sentí observada, y contuve el impulso de volverme para mirar a Enzo. Estaba segura de que se comportaría, pero también estaba segura de que lo último que debería preocuparme era que me pegaran un tiro.
El aire era muy húmedo y frío: la madre de todos los sótanos. Había tres puertas, dos a la derecha y una a la izquierda. Sólo eran puertas, y una de ellas tenía un candado nuevo y reluciente. Cuando pasamos junto a ella la oí rechinar, como si algo muy grande se hubiera apoyado en ella.
—¿Qué hay ahí? —pregunté, deteniéndome.
Enzo también se detuvo. Dominga y Manny habían doblado una esquina, y nos habíamos quedado solos. Toqué la puerta, que crujió y se combó como si un gato gigante se hubiera frotado contra ella. Desde abajo me llegó una ráfaga de olor que me saturó la boca y la garganta. Me aparté asqueada y tragué convulsivamente, pero el sabor me llegó hasta el estómago.
La cosa del otro lado soltó algo parecido a un maullido, pero no supe si era un sonido humano o animal. Fuera lo que fuera, era más grande que una persona y estaba muerto. Mucho.
Me tapé la nariz y la boca con la mano izquierda; prefería tener libre la derecha, por si acaso. Por si aquello atravesaba la puerta, por ejemplo. ¿Balas contra un muerto viviente? No servirían de gran cosa, pero me tranquilizaba tener el arma a mano, aunque sólo fuera porque podía disparar a Enzo si se terciaba. Aunque… ¿para qué? Me daba que si la puerta cedía, él correría tanto peligro como yo.
—Tenemos que seguir —dijo.
Su expresión no me revelaba nada; ni que fuéramos por la calle hacia la tienda de la esquina. Parecía tranquilísimo, y lo odié por ello. Cuando estoy aterrorizada, qué menos que no ser la única.
Miré la puerta de la izquierda, que no tenía candado, y la abrí. Tenía que averiguarlo. Era una celda de apenas tres metros cuadrados, con suelo de cemento y paredes encaladas. Estaba vacía, como si esperase a su siguiente ocupante. Enzo cerró de un portazo, y no protesté; no valía la pena. Si tenía que vérmelas con alguien que pesaba el doble que yo, más me valía elegir un buen motivo, y una habitación vacía no lo era.
Enzo se apoyó en la puerta, y las bombillas le iluminaron el sudor de la cara.
—No abra más puertas,
señorita
. Le pueden pasar cosas muy feas.
—De acuerdo. —Asentí. Había bastado una celda desocupada para que se pusiera a sudar; menos mal que se asustaba por algo. Pero ¿por qué esa habitación y no la otra, la de la cosa apestosa que maullaba? A saber.
—Tenemos que alcanzar a la
señora
. —Hizo un gesto con la mano, como el de un camarero que me indicara una mesa, y seguí sus instrucciones. ¿Adónde iba a ir si no?
El pasillo daba a una sala rectangular, con las paredes tan blancas como las de la celda. El suelo, también encalado, tenía dibujos trazados en negro y rojo vivo. Eran
verves
: unos símbolos que se usan en los santuarios para convocar a los
loas
, los dioses del vodun. Son como las paredes que rodean el camino que conduce al altar; si me salía de la senda, estropearía el dibujo, y no sabía si eso sería bueno o malo. Regla 369 para situaciones de magia desconocida: en caso de duda, no toques nada.
No toqué nada.
Al fondo había un montón de velas encendidas, que llenaban las paredes de luz y calor. Dominga estaba en mitad de la luz, de la blancura, rebosante de maldad. No había otra forma de describirla: era maligna, y la maldad rezumaba a su alrededor como una oscuridad fluida y palpable. La anciana inofensiva había sido sustituida por una criatura llena de poder.
Manny estaba a un lado, un poco alejado y mirándola. Desvió los ojos en mi dirección, y vi que los tenía muy abiertos. El altar estaba justo detrás de la espalda recta de la mujer, rebosante de cadáveres de animales que caían de él y se amontonaban en el suelo: gallos, perros, un cochinillo y dos cabras, además de varios bultos de pelo y sangre seca que no pude identificar. Era como una fuente densa y pringosa de la que manaban cosas muertas.
Los sacrificios estaban frescos; no olía a podrido. Me topé con la mirada vidriosa de una cabra. Odiaba matar cabras; siempre me parecían mucho más inteligentes que los gallos. O igual era que me enternecían más.
A la izquierda de la pila de ofrendas había una mujer alta. Su piel casi negra resplandecía a la luz de las velas, y parecía tallada en madera brillante. Tenía el pelo muy arreglado, por los hombros; pómulos marcados, labios gruesos y un maquillaje muy bien puesto. Llevaba un vestido largo de tela sedosa del color de la sangre fresca, a juego con el pintalabios.
A la derecha del altar había una zombi de pelo castaño claro. Se lo habían peinado tanto que resplandecía, y le llegaba casi por la cintura; era lo único que parecía vivo en ella. Tenía la piel grisácea, y la carne se le había contraído alrededor de los huesos. Se podía ver el movimiento de sus músculos, fibrosos y resecos, bajo los restos descompuestos de la piel. Casi le había desaparecido la nariz, con lo que parecía inacabada, y un vestido carmesí suelto le cubría el cuerpo esquelético.
Hasta habían intentado maquillarla. No había manera de pintarle los labios retraídos, pero una sombra lila le rodeaba los ojos saltones. Tragué saliva y me volví para mirar a la primera mujer.
También era una zombi. De los más logrados y mejor conservados que he visto, pero por cuidado que fuera su aspecto, estaba muerta. Me devolvió la mirada, y en sus ojos marrones perfectos había algo que ningún zombi conserva mucho tiempo: el recuerdo de quién y de qué era, que normalmente se desvanece en unos días, a veces en unas horas. Pero aquella zombi tenía miedo; era como un dolor que relucía en su mirada. Los ojos de los zombis no son así.
Me volví hacia la zombi más deteriorada. También me miraba, con unos ojos protuberantes. Casi toda la carne que los rodeaba había desaparecido, de modo que su expresividad dejaba bastante que desear, pero aun así conseguía parecer asustada. Cristo bendito.
Dominga hizo un gesto con la cabeza, y Enzo me indicó que me adentrara en el círculo. Yo no quería.
—¿Qué demonios es todo esto? —le pregunté a Dominga.
—Estoy acostumbrada a que me traten con más educación —contestó con una sonrisa, casi una risa.
—Pues desacostúmbrese. —Noté el aliento de Enzo en la espalda, e hice todo lo posible por no prestarle atención. Dejé la mano derecha cerca de la pistola, como quien no quiere la cosa y sin que se notaran mis intenciones. No fue fácil, porque cuando alguien hace el gesto de coger una pistola parece que hace el gesto de coger una pistola, pero nadie se dio cuenta. Bien por mí—. ¿Qué les ha hecho a esos dos zombis?