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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

El Cadáver Alegre (11 page)

—Nada que sea peor —contestó sacudiendo la cabeza.

—De acuerdo —dije.

—De acuerdo —repitió—. ¿Eso es todo? ¿No piensas acribillarme a preguntas?

—Ahora no, y puede que nunca. —De repente me di cuenta de que estaba hecha polvo. Eran las nueve y veintitrés de la mañana, y ya necesitaba una siesta. Agotamiento emocional—. No sé qué opinarás tú, Manny, pero yo no tengo muy claro si esto afectará a nuestra amistad y a nuestra relación laboral, y aún menos cuánto o cómo. Me imagino que sí. Ah, mierda, yo qué sé.

—Vale. ¿Por qué no hablamos de algo menos complicado?

—¿Por ejemplo?

—Te va a entrar por la ventana un regalito de la
señora
, tal como ha dicho.

—Ya me imagino.

—¿Por qué la has amenazado?

—Porque no la trago.

—Ah, cojonudo. Verdaderamente cojonudo. Cómo no se me habrá ocurrido.

—Tengo la sana intención de pararle los pies, así que me ha parecido adecuado decírselo.

—¿No te enseñé que nunca debes cederle la iniciativa al malo?

—También me enseñaste que los sacrificios humanos son asesinatos.

—Eso ha sido un golpe bajo.

—No lo sabes tú bien.

—Tendrás que mantenerte en guardia. Te enviará algo, aunque no creo que intente hacerte daño; supongo que se conformará con asustarte.

—Porque me has hecho confesar que no pienso matarla.

—No, porque ella no cree que pienses matarla. Está intrigada con tus poderes, y creo que en lugar de acabar contigo, intentará convencerte.

—Y ponerme a producir en su fábrica de zombis.

—Sí.

—Ni harta de vino.

—La
señora
no está acostumbrada a que le digan que no, Anita.

—Es su problema.

Manny me miró de reojo y volvió a concentrarse en el tráfico.

—Conseguirá convertirlo en el tuyo.

—Qué le vamos a hacer.

—No deberías confiarte tanto.

—No estoy tan confiada, pero ¿qué quieres que haga? ¿Echarme a llorar? Ya veré qué hago si alguna asquerosidad se me cuela por la ventana.

—No puedes enfrentarte a ella. Ni te imaginas lo poderosa que es.

—Me ha asustado, y estoy adecuadamente impresionada. Si veo que no puedo con lo que me mande, saldré por patas. ¿De acuerdo?

—De eso nada. No sabes lo que dices. Simplemente, no tienes ni la menor idea.

—He oído la cosa del pasillo, y la he olido. Claro que tengo miedo, pero Dominga sigue siendo humana, y sus poderes no la hacen inmune a las balas.

—Una bala podría matarla, pero no detenerla.

—¿Qué quieres decir?

—Si por ejemplo, recibiera un tiro en la cabeza o en el corazón, y pareciera muerta, yo le haría lo mismo que a los vampiros: decapitarla, sacarle el corazón y quemar el cadáver.

Me miró de reojo. No dije nada. Estábamos hablando de matar a Dominga Salvador, una mujer que se dedicaba a apresar almas y meterlas en cadáveres. Era espantoso. Y muy probablemente, ella sería la primera en atacar; ya me había prometido un regalito sobrenatural. Era un mal bicho y se disponía a atacarme. ¿Tenderle una emboscada sería un asesinato? Sí. ¿Lo haría de todas formas? Lo medité durante un rato, dándole vueltas, paladeando la idea. Sí, podría hacerlo.

Debería haberme sentido mal por ser capaz de planear un asesinato, fuera por el motivo que fuera, sin inmutarme. Pero no me sentí mal. En cierto modo me aliviaba saber que si ella se pasaba de la raya, yo también podía. ¿Quién era yo para tirarle la primera piedra a Manny por crímenes cometidos hacía veinte años? Me pregunto.

OCHO

Era primera hora de la tarde. Manny me había dejado en casa sin decir palabra; no me había preguntado si podía subir, y yo no lo había invitado. Seguía sin saber qué pensar de él, ni de Dominga Salvador, ni de los zombis con alma que no se pudren. Decidí no pensar; lo que necesitaba era hacer ejercicio. Y mira qué suerte: me tocaba clase de judo.

Soy cinturón negro, cosa que suena mucho más impresionante de lo que es en realidad. No me desenvuelvo mal en un
dojo
con árbitros y reglas, pero en el mundo real, donde la mayoría de los malos me saca cincuenta kilos, confío más en una buena pistola.

Estaba a punto de abrir la puerta cuando sonó el timbre. Dejé a un lado la abultada bolsa del gimnasio y me puse de puntillas para echar un vistazo.

Vi por la mirilla la imagen distorsionada de un hombre rubio de ojos claros que me sonaba vagamente. Era Tommy, el fornido gorila de Harold Gaynor. El día no paraba de mejorar.

Iba a clase por las tardes, es decir, de día, al menos en verano. Y como las cosas peligrosas de verdad no salen hasta el anochecer, no solía llevar pistola. Me puse la pistolera de cintura y me saqué el polo rojo por encima de los pantalones. La 9 mm de bolsillo se notaba un poco; si hubiera sabido que la necesitaría, me habría puesto unos vaqueros más holgados.

El timbre volvió a sonar. Yo no me había molestado en decirle nada, pero la falta de respuesta no pareció desanimarlo. Llamó por tercera vez, y el dedo se le quedó pegado al timbre.

Respiré profundamente, abrí la puerta y miré los ojos azul claro de Tommy. Seguían vacíos, muertos, perfectamente inexpresivos. ¿Se nace con una mirada así o hay que practicar?

—¿Qué quieres? —le pregunté.

—¿No vas a invitarme a pasar? —preguntó torciendo el gesto.

—No creo.

Encogió sus impresionantes hombros, y las correas de la funda de sobaco se le marcaron en la chaqueta. Tenía que cambiar de sastre.

A mi izquierda se abrió una puerta. Salió una mujer con un niño en brazos, y nos vio cuando dio la vuelta después de cerrar.

—Ah, hola —dijo con una amplia sonrisa.

—Hola —contesté.

Tommy saludó con un gesto. La mujer se volvió y se dirigió a la escalera, soltándole grititos incongruentes al niño.

—¿De verdad quieres que hagamos esto en el descansillo? —preguntó el guardaespaldas.

—¿Estamos haciendo algo?

—Negocios. Dinero.

Lo miré a la cara, pero no saqué nada en claro. Me consolé pensando que si Tommy hubiera pretendido hacerme daño, probablemente no se habría presentado en mi casa. Probablemente.

Retrocedí unos pasos para abrir del todo la puerta e intentar mantenerme fuera de su alcance mientras él entraba.

—Qué limpio y recogido —dijo mirando a su alrededor.

—Tengo asistenta. Dime qué quieres, que tengo que salir.

—¿Trabajo o placer? —preguntó señalando la bolsa de gimnasia.

—No es asunto tuyo.

Volvió a torcer el gesto, y me di cuenta de que aquello era su versión de una sonrisa.

—En el coche tengo un maletín lleno de dinero —dijo—. Un millón y medio. La mitad ahora y la otra mitad cuando levantes el zombi.

—Ya le di mi respuesta a Gaynor —dije negando con la cabeza.

—Pero eso fue delante de tu jefe, y esto queda entre tú y yo. Si aceptas, no se enterará nadie.

—Si me negué no fue porque hubiera testigos, sino porque estoy en contra de los sacrificios humanos. —Sentí que se me formaba una sonrisa. Aquello era ridículo. Entonces pensé en Manny. Bueno, puede que no fuera ridículo, pero no estaba dispuesta a hacerlo.

—Todo el mundo tiene su precio. ¿Cuál es el tuyo? Seguro que podemos pagarlo.

No había mencionado a Gaynor; yo había sido la única. El amigo Tommy era muy precavido, demasiado.

—Yo no tengo precio. Vuelve y explícaselo a Harold Gaynor.

Su rostro se ensombreció, y se le marcó una arruga entre los ojos.

—No sé a quién te refieres.

—Déjate de chorradas, que no llevo micro.

—Fija tú el precio, y lo pagaremos.

—Que no hay precio.

—Dos millones libres de impuestos —dijo.

—¿Qué zombi podría valer dos millones de dólares, Tommy? —le pregunté a su ceño fruncido—. ¿Qué espera conseguir Gaynor para que le salga a cuenta una inversión así?

—Eso no necesitas saberlo. —Tommy me miraba muy fijamente.

—Me lo imaginaba. Lárgate, que no estoy en venta.

Di un paso atrás, hacia la puerta, con intención de acompañarlo, pero de repente saltó hacia delante, más deprisa de lo que parecía capaz, con los brazos extendidos para agarrarme.

Saqué la Firestar y lo apunté al pecho. Se detuvo en el acto, parpadeando con sus ojos vacuos. Sus manazas se convirtieron en puños, y un rubor purpúreo le subió por el cuello hacia la cara. Cólera.

—Ni se te ocurra —le dije sin levantar la voz.

—Zorra —escupió.

—Venga, Tommy, no te enfades. Mantén la calma, y los dos viviremos para ver otro precioso día.

—No te harías la valiente si no tuvieras eso. —Sus ojos apenas se desviaron un instante de la pistola para mirarme.

Si pretendía que le propusiera un combate a puñetazos, se iba a llevar un chasco.

—Retrocede o acabo contigo aquí mismo, y ni todos los músculos del mundo te servirán de nada.

Algo pareció agitarse tras sus ojos muertos, y su cuerpo se relajó por completo. Respiró a fondo.

—De acuerdo, hoy te sales con la tuya, pero si sigues causándole disgustos a mi jefe, algún día te pillaré sin pistola, y entonces veremos cómo eres de dura.

Una vocecita me decía que le pegara un tiro en el acto. Sabía a ciencia cierta que mi querido Tommy volvería a darme la vara, y no me hacía ninguna gracia, pero… No podía cargármelo sólo por la posibilidad de que volviera a por mí; no bastaba como motivo. Además, ¿cómo se lo habría explicado a la policía?

—Lárgate, Tommy. —Abrí la puerta sin apartar la vista ni la pistola de él—. Lárgate y dile a Gaynor que si sigue buscándome las cosquillas empezaré a devolverle los guardaespaldas en cajas de pino.

Las aletas de la nariz de Tommy se abrieron un poco en respuesta, y se le hincharon las venas del cuello. Salió al descansillo, y seguí mirándolo, pistola en mano, hasta que desapareció por la escalera. Cuando dejé de oír sus pasos y supuse que se había marchado, enfundé la pistola, cogí la bolsa del gimnasio y salí para ir a judo. No iba a permitir que las interrupciones me trastocaran el programa de ejercicios; ya me iba a saltar la clase del día siguiente por un entierro. Además, me convenía mantenerme a tono, por si Tommy conseguía llegar a las manos.

NUEVE

Odio los entierros. Por lo menos, aquel no era de nadie que me cayera especialmente bien en vida. Triste pero cierto. En vida, Peter Burke había sido un hijo de la grandísima puta, y no iba a canonizarlo sólo porque la hubiera palmado. Nunca he entendido que la muerte, sobre todo si es violenta, pueda convertir a los cabrones más abyectos en bellísimas personas.

Y ahí estaba yo, a pleno sol de agosto, con mi vestidito negro y mis gafas oscuras, contemplando a los dolientes. Habían colocado un dosel sobre el ataúd, y había flores, y sillas para los familiares. Os preguntaréis qué pintaba yo allí, si me llevaba tan mal con el muerto. El caso es que Peter Burke había sido reanimador. Y no es que fuera muy bueno, pero como formamos un grupito reducido y gregario, cuando muere uno, los demás vamos al entierro. Es una regla sin más excepción que la propia muerte… O, teniendo en cuenta a qué nos dedicamos, puede que ni eso.

Se pueden tomar medidas para evitar que un cadáver regrese en forma de vampiro. Pero los zombis son algo muy distinto, y sólo la incineración puede impedir que un reanimador los levante. El fuego es prácticamente lo único que temen y respetan los zombis.

Podíamos haber reanimado a Peter para preguntarle quién le había pegado un tiro, pero el tiro en cuestión había sido justo detrás de la oreja… con una bala explosiva de una Magnum 357. No se podría llenar una caja de cerillas con lo que quedaba de su cabeza. Era posible levantarlo, sí, pero no que hablara: hasta los zombis necesitan boca.

Manny estaba a mi lado, y parecía incómodo con su traje oscuro. Rosita, su mujer, estaba muy erguida, con sus fuertes manos morenas aferradas a un bolso de charol negro. Mi madrastra la habría definido como una mujer ancha de huesos. La permanente, con el pelo negro cortado por debajo de las orejas, no le favorecía; debería habérselo dejado más largo, para enmarcar el círculo perfecto de su cara.

Charles Montgomery se cernía detrás de mí como una montaña oscura. Tiene pinta de jugador de fútbol americano, y cuando frunce el ceño, a la gente le entran ganas de salir corriendo. Parecerá un chico duro… pero ya le cuesta lo suyo no desmayarse con la sangre de los animales. Y menos mal que tiene pinta de negro temible, porque su tolerancia al sufrimiento es casi inexistente: llora con las películas de Walt Disney y aún no ha superado la muerte de la madre de Bambi. Qué tierno.

Caroline, su mujer, estaba en el trabajo. No había conseguido cambiarte el turno a nadie, pero a saber si lo había intentado. No es mala chica, pero nos mira un poco de aquella manera porque nos dedicamos a eso de los abracadabras. Es enfermera y se pasa el día rodeada de médicos, así que para resarcirse necesitará mirar a alguien por encima del hombro.

Al otro lado del ataúd, casi delante de todo, estaba Jamison Clarke, un hombre alto y delgado, y el único negro pelirrojo y de ojos verdes que he conocido en la vida. Me hizo un gesto de saludo, y se lo devolví.

Todos los reanimadores de Reanimators, Inc. habíamos asistido. Bert y Mary, nuestra secretaria de día, se habían quedado en las oficinas. Sólo esperaba que Bert no aceptara ningún trabajo que no pudiéramos o no quisiéramos hacer; era un peligro no tenerlo vigilado.

El sol me castigaba la espalda como una mano de hierro candente. Los hombres no dejaban de toquetearse la corbata. El olor empalagoso de los claveles me saturaba la garganta. No es frecuente ver ramos de claveles en las casas. Las margaritas, las rosas y las azucenas tienen usos más alegres, pero los claveles y los gladiolos son flores de cementerio. Por lo menos, los largos tallos de gladiolos no tienen olor.

Bajo el dosel, en la primera fila de butacas, había una mujer desmadejada como una muñeca rota. Sus sollozos eran tan estridentes que ahogaban las palabras del cura. Yo estaba atrás y apenas distinguía un murmullo acompasado.

Había dos niños cogidos de la mano de un anciano. ¿Sería su abuelo? Estaban pálidos y ojerosos, y su expresión denotaba un conflicto entre el miedo y la tristeza. Su madre se había desmoronado y no les servía de ayuda. Estaba tan concentrada en su dolor que no pensaba en el de sus hijos, como si sólo sufriera ella. Y qué más.

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