Dolph se cernía como un vigía por encima de todos los demás. Me abrí paso hacia él, intentando no tropezar con ningún fragmento de lápida. Un viento tórrido agitó la hierba. Estaba sudando a mares dentro del mono.
El inspector Clive Perry se me acercó, como si considerase que necesitaba escolta. Era una de las personas más atentas que conocía; rezumaba una cortesía más propia de otros tiempos. Era un caballero en el mejor sentido de la palabra, y soy incapaz de imaginar qué habría hecho para acabar en la Santa Compaña.
Su rostro negro y enjuto estaba perlado de sudor. Seguía con la chaqueta del traje, a pesar de que estábamos a casi cuarenta grados.
—Buenas tardes, señorita Blake.
—Buenas tardes, inspector Perry. —Miré hacia la colina. Dolph y otros hombres vagaban por ahí, como si no supieran qué hacer. Nadie miraba hacia abajo—. Me espera algo espeluznante, ¿no?
Sacudió la cabeza.
—Según con qué vara lo midas —contestó.
—¿Viste los vídeos y las fotografías de su casa?
—Sí.
—¿Esto es peor?
Aquella casa marcaba un nuevo máximo en mi vara de medir. Hasta entonces, lo más espeluznante que había visto era el resultado de que una banda de vampiros de Los Angeles pretendiera instalarse en San Luis: nuestra respetable comunidad vampírica se los había quitado de en medio a hachazo limpio, y sus extremidades seguían arrastrándose por ahí cuando encontramos los cadáveres. Bien pensado, puede que lo de la casa de los Reynolds no fuera peor. Puede que el tiempo hubiera empañado el otro recuerdo.
—Aquí hay menos sangre. —Titubeó—. Pero era un niño.
Asentí; no necesitaba más explicaciones. No sabía por qué, pero siempre era peor cuando se trataba de un niño. Quizá se debiera al instinto que nos lleva a proteger a los cachorros, o a algún rollo hormonal. Fuera como fuera, los casos con niños eran sobrecogedores. Me quedé mirando una lápida blanca que parecía de hielo medio fundido. No quería subir; no quería ver lo que hubiera allí arriba.
Empecé a subir, seguida por el inspector Perry. Qué valientes los dos.
En la hierba había una tela que parecía una tienda de campaña de juguete. Dolph estaba al lado. Nos saludamos, pero nadie se ofreció a apartarla.
—¿Es esto? —pregunté.
—Sí. —Dolph pareció sacudirse para armarse de valor, o quizá fuera un estremecimiento. Se agachó y cogió una esquina—. ¿Preparada?
No estaba preparada. Quería rogarle que no me hiciera mirar, pero tenía la boca seca y notaba el pulso en el cuello. Asentí.
La sábana se hinchó y se desplazó, como una cometa agitada por una ráfaga de viento. Observé que la hierba estaba pisoteada, lo que podía indicar un forcejeo. ¿Estaría vivo Benjamin Reynolds cuando lo arrastraron hasta allí? Seguro que no. Joder, esperaba que no.
Le habían quitado el pijama, que tenía un estampado de personajes de dibujos animados, como quien pela un plátano. Tenía un bracito levantado junto a la cabeza, como si estuviera durmiendo, y los ojos cerrados, de pestañas largas, reforzaban la impresión. Su piel estaba blanca e inmaculada, y su boca entreabierta tenía los labios muy marcados, con forma de corazón. Debería haber tenido peor aspecto, mucho peor.
La parte del pijama que le cubría las piernas tenía una mancha marrón. No quería saber cómo había muerto, pero a eso había ido. Vacilé, sobrevolando con los dedos la tela desgarrada, y me llené los pulmones. Craso error: estaba agachada sobre el cadáver en pleno mes de agosto, y el hedor fue como una bofetada. Los muertos recientes huelen a alcantarilla, sobre todo si les han abierto las tripas. Ya sabía qué iba a ver cuando levantara el pijama ensangrentado; me lo había anunciado el olor.
Me quedé de rodillas unos minutos, cubriéndome la nariz con el brazo y respirando lentamente por la boca, pero no sirvió de nada: cuando se capta una vaharada, la pituitaria no lo olvida. El olor se me había incrustado, y ya no había forma de disiparlo.
¿Deprisa o despacio? ¿Debería apartar la prenda de un tirón o poco a poco? De una vez. Di un tirón, pero el pijama estaba pegado con sangre coagulada, y al desprenderse hizo un sonido pringoso.
Era como si lo hubieran eviscerado con una cazoleta gigante de servir helado: no estaban ni el estómago ni los intestinos. Fue como si la luz del sol me ahogara, y tuve que apoyar una mano en el suelo para no caerme.
Volví a mirar la cara. Tenía el pelo castaño claro, como su madre, y los rizos húmedos le enmarcaban las mejillas. Bajé la vista de nuevo al destrozo del abdomen; del extremo del intestino delgado goteaba un líquido denso y oscuro.
Me aparté de la escena, sujetándome a las lápidas para mantener el equilibrio. Me habría ido corriendo si hubiera estado segura de que no me iba a caer, pero el cielo se desplomaba sobre mi cabeza. Me desmoroné en mitad de la hierba y vomité.
No paré hasta que no quedó nada, hasta que el cementerio dejó de girar. Me limpié la boca con la manga y me incorporé, apoyándome en una lápida torcida.
Nadie dijo una palabra cuando volví hacia el grupo. Habían tapado el cadáver. El cadáver: tenía que verlo así. No debía pensar que había sido un niño; me volvería loca.
—¿Y bien? —preguntó Dolph.
—No lleva mucho tiempo muerto. Joder, ha sido esta mañana, puede que al amanecer. Estaba vivo, y esa cosa le… —Alcé la vista y noté que los ojos se me llenaban de lágrimas, pero no quería llorar: ya había hecho bastante ridículo por un día. Respiré profundamente, con precaución, y solté el aire. No pensaba llorar.
—Te di veinticuatro horas para hablar con esa tal Dominga Salvador —dijo Dolph—. ¿Has averiguado algo?
—Dice que no sabe nada de esto, y la creo.
—¿Por qué?
—Porque si quisiera matar a alguien no necesitaría recurrir a métodos tan llamativos.
—¿Qué quieres decir?
—Le bastaría con desear su muerte.
—¿De verdad crees eso? —Dolph me miraba con los ojos muy abiertos.
—Es posible. —Me encogí de hombros—. Sí. Joder, yo qué sé. Esa tía acojona.
—Lo tendré en cuenta —dijo levantando una ceja.
—Pero tengo otro nombre que añadir a tu lista.
—¿Quién?
—John Burke, de Nueva Orleans. Estaba hace un rato en el entierro de su hermano.
—Si sólo está de visita —dijo Dolph mientras lo apuntaba en la libreta—, ¿le habría dado tiempo?
—No se me ocurre ningún móvil, pero es otro que podría hacerlo si quisiera. Consulta con la policía de Nueva Orleans; creo que allí es sospechoso de asesinato.
—¿Y cómo es que le han permitido viajar a otro estado?
—No creo que tengan pruebas. Por lo demás, Dominga Salvador dice que me va a ayudar. Me ha prometido que preguntará por ahí y me avisará si se entera de algo.
—Después de que me dieras su nombre estuve haciendo averiguaciones, y nunca ayuda a nadie que no sea de los suyos. ¿Cómo has conseguido convencerla para que colabore?
—Será por mi irresistible encanto personal —contesté encogiéndome de hombros. Dolph hizo un gesto de contrariedad—. Nadie ha hecho nada ilegal, pero prefiero no hablar del tema.
No me presionó. Bien por él.
—Avísame en cuanto sepas algo, Anita. Tenemos que detener esta cosa antes de que vuelva a matar.
—Estoy de acuerdo. —Miré a mi alrededor—. Dijiste que las tres primeras víctimas estaban cerca de un cementerio. ¿Era este?
—Sí.
—Entonces, puede que aquí esté parte de la respuesta.
—Explícate.
—La mayoría de los vampiros tiene que volver a su ataúd antes del amanecer. Los algules se ocultan en túneles, como si fueran topos. Si ha sido un vampiro o un algul, yo diría que está por aquí esperando a que se haga de noche.
—Pero…
—Pero si es un zombi, la luz del sol no lo afecta, ni necesita volver a un ataúd. Podría estar en cualquier sitio, pero es probable que saliera de este cementerio. Si lo levantaron recurriendo al vudú, puede que queden indicios del rito.
—¿Qué indicios?
—Un
verve
de tiza, dibujos alrededor de una tumba, sangre seca, puede que los restos de una hoguera… —Recorrí con la vista la hierba seca—. Pero yo no encendería fuego en un sitio así.
—¿Y si no fue con vudú?
—Entonces sería un reanimador. Una vez más, hay que buscar sangre seca, y puede que un animal muerto. Eso no deja tantos indicios y es más fácil de disimular.
—¿Estás segura de que es un zombi o algo parecido? —preguntó.
—No sé qué podría ser si no. Creo que debemos partir de la base de que es un zombi; eso nos da un sitio que inspeccionar y algo que buscar.
—Pero si no es un zombi, no tenemos ninguna pista.
—Exactamente.
—Espero que tengas razón, Anita —dijo con una sonrisa forzada.
—Yo también.
—Si procede de aquí, ¿puedes averiguar de qué tumba salió?
—Es posible.
—¿Posible?
—Sí, posible. La reanimación no es una ciencia exacta. A veces puedo captar los muertos bajo tierra, percibir la inquietud, saber cuándo murieron sin necesidad de mirar la lápida. Otras veces no puedo.
—Te prestaremos tanta ayuda como podamos.
—Tengo que esperar a que anochezca. Mis… poderes funcionan mejor de noche.
—Aún faltan varias horas. ¿No puedes hacer nada hasta entonces?
—No —dije tras pensarlo un momento—. Lo siento, pero no.
—De acuerdo. ¿Volverás esta noche?
—Sí.
—¿A qué hora? Mandaré a unos hombres.
—No sé cuándo voy a venir, ni cuánto voy a tardar. Puede que me pase varias horas vagando por aquí sin encontrar nada.
—Y también puede…
—Que me encuentre con el bicho que buscamos.
—Necesitarás refuerzos, por si acaso.
—Ya, pero las balas no le harán nada, ni aunque sean de plata.
—¿Con qué podríamos detenerlo?
—Con lanzallamas. Los exterminadores barren con napalm los túneles infestados de algules.
—No tenemos de eso.
—Mándame un equipo de exterminadores.
—Buena idea. —Lo apuntó en la libreta.
—Necesito que me hagas un favor —dije.
—¿Qué? —preguntó alzando la vista.
—A Peter Burke lo mataron de un tiro. Su hermano me ha pedido que averigüe si la policía ha hecho progresos.
—Sabes que no podemos facilitar esa información.
—Ya, pero puedes decirme algo que le pueda contar a John Burke. Lo suficiente para que pueda seguir en contacto con él.
—Parece que haces buenas migas con todos los sospechosos.
—Sí.
—Veré si averiguo algo en Homicidios. ¿Sabes en qué jurisdicción lo encontraron?
—No, pero puedo enterarme. Así tendré una escusa para volver a hablar con Burke.
—Dices que es sospechoso de asesinato en Nueva Orleans.
—Ajá.
—Y que es posible que haya hecho esto. —Señaló la sábana con la cabeza.
—Sí.
—Ten mucho cuidado, Anita.
—Siempre lo tengo.
—Llámame esta noche en cuanto puedas. No me apetece tener a mis hombres cobrando horas extras cruzados de brazos.
—En cuanto pueda. Para venir tendré que cancelar tres citas de trabajo. —Le iba a dar otro disgusto a Bert; por fin una perspectiva agradable.
—¿Por qué no se ha comido más del niño? —preguntó Dolph.
—Ni idea.
—Bueno, nos vemos esta noche.
—Saluda a tu mujer de mi parte. ¿Qué tal le van los estudios?
—Ya le queda menos. Se licenciará antes de que nuestro hijo pequeño sea ingeniero.
—Estupendo. —El viento volvió a agitar la sábana, y una gota de sudor me cayó por la frente. No estaba de humor para andar de cháchara—. Hasta luego —dije, y empecé a bajar por la pendiente. Me detuve al cabo de unos pasos y me volví—. ¿Dolph?
—¿Sí?
—Si es un zombi, no se parece a nada que conozca, y puede que siga otras pautas. Puede que sí que se levante de la tumba, como los vampiros. Si envías al equipo de exterminadores y a los policías de refuerzo antes de que anochezca, quizá lo pillen despertándose y puedan capturarlo.
—¿Te parece probable?
—No, sólo posible —dije.
—No sé cómo voy a justificar las horas extras, pero vale.
—Vendré en cuanto pueda.
—¿Puede haber algo más importante que esto? —me preguntó.
—Nada que quieras saber —contesté con una sonrisa.
—Haz la prueba. —Negué con la cabeza, y él asintió—. Esta noche en cuanto puedas.
—Eso mismo.
El inspector Perry me acompañó en el camino de vuelta, no sé si por educación o por alejarse del cuerpo del delito. No me extrañaba.
—¿Qué tal está tu mujer?
—Nuestro primer hijo nacerá dentro de un mes.
—No lo sabía. —Lo miré, sonriente—. Felicidades.
—Gracias. —Su expresión se ensombreció, y un ceño le juntó las cejas—. ¿Crees que conseguiremos encontrar a ese bicho antes de que vuelva a matar?
—Eso espero.
—¿Qué probabilidades tenemos?
No sabía si quería una mentira piadosa o la verdad. Opté por lo segundo.
—No tengo ni la menor idea.
—Esperaba que dijeras otra cosa.
—Te aseguro que yo también.
¿Podía haber algo más importante que capturar al monstruo que había destripado a todos los miembros de una familia? Pues no, desde luego, pero aún faltaba tiempo para que se hiciera de noche, y tenía otros problemas. Por ejemplo, que Tommy iría a ver a Gaynor para darle mi respuesta, y que no me parecía probable que Gaynor lo dejara correr. Necesitaba información; tenía que saber hasta dónde estaría dispuesto a llegar. Un periodista, eso: necesitaba un periodista. Había llegado el momento de recurrir a Irving Griswold.
Irving tenía uno de esos cubículos de colores claros que hacen las veces de despacho: no tenía techo ni puerta, pero sí paredes. Su metro sesenta ya es suficiente motivo para que me caiga bien: no estoy acostumbrada a ver hombres de mi estatura. Tenía una tonsura que parecía el centro de una margarita, y su pelo frito de color castaño hacía las veces de pétalos. Llevaba una camisa blanca arremangada por encima de los codos y se había aflojado la corbata. Con su cara redonda de mejillas sonrosadas, parecía un querubín alopécico. No tenía aspecto de hombre lobo, pero lo era. Ni siquiera los licántropos se libran de quedarse calvos.
Ninguno de sus compañeros del
Saint Louis Post-Dispatch
sabía que era un cambiaformas. Es una enfermedad, sí, y discriminar a los licántropos es ilegal, igual que a los seropositivos, pero eso tampoco garantiza nada. Puede que la dirección del periódico fuera abierta de miras, pero yo estaba con él: más vale curarse en salud.