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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

El Cadáver Alegre (29 page)

Me incliné y apoyé las manos en los brazos de la silla. La miré desde muy cerca.

—No soy periodista, y Gaynor no se enterará nunca de que has hablado conmigo, a no ser que se lo digas tú.

Sus ojos se habían agrandado. Los seguí y vi que se me había abierto el chubasquero, dejando la pistola a la vista. La estaba poniendo nerviosa. Mierda.

—Habla conmigo, Wanda —dije con suavidad, aunque aquel tono se podía interpretar como una amenaza.

—¿De dónde habéis salido? No sois policías ni periodistas, y los asistentes sociales no van armados. ¿Quiénes sois? —La última pregunta tenía un tinte de miedo.

Jean-Claude salió de mi dormitorio. El que faltaba.

—¿Tienes problemas,
ma petite
?

No protesté por el apelativo; era mejor que Wanda no supiera que había desavenencias en nuestras filas.

—Se ha puesto cabezota —dije.

Me aparté de la silla, me quité el chubasquero y lo dejé en la barra que daba a la cocina. Wanda se quedó mirando la pistola, como me esperaba.

Puede que yo no dé miedo, pero la Browning es otro cantar.

Jean-Claude se colocó detrás de ella y le puso las manos en los hombros. Wanda dio un respingo como si se hubiera quemado, pero yo sabía que no le había hecho daño. Aunque igual habría sido mejor que se lo hiciera.

—Me matará —dijo Wanda.

Últimamente había mucha gente que decía eso de Gaynor.

—No se enterará nunca —le aseguré.

Jean-Claude le acarició el pelo con la mejilla, sin dejar de masajear los hombros con delicadeza.

—Y, mi querida
coquette
, esta noche no está aquí —le dijo al oído—. Estamos nosotros. —Añadió algo más, en voz tan baja que no lo oí; sólo vi que movía los labios.

Wanda sí que lo oyó; abrió los ojos desmesuradamente y se puso a temblar. Parecía que le estaban dando convulsiones. Las lágrimas le asomaron a los ojos y le cayeron por las mejillas trazando una curva elegante.

Vaya mierda.

—No, por favor. No se lo permitas —me rogó aterrorizada, con un hilo de voz.

En aquel momento odié a Jean-Claude, y me odié a mí. Se supone que yo era de los buenos, o eso me gustaba creer, y no estaba dispuesta a renunciar a ello aunque sirviera a mis intereses. Si Wanda no quería hablar, que no hablase, pero no quería atormentarla.

—Aparta, Jean-Claude —dije.

—Noto el sabor de su pánico —contestó levantando la vista hacia mí—. Es como un vino especiado. —Tenía los ojos de un azul tan oscuro que no se le distinguían las pupilas; parecía ciego. Y seguía siendo guapísimo mientras abría la boca y sacaba los colmillos.

Wanda seguía llorando y mirándome fijamente. Si hubiera visto a Jean-Claude, se habría echado a gritar.

—Yo creía que te controlabas mejor, Jean-Claude.

—Me controlo perfectamente… hasta que decido que ya basta.

Se apartó de ella y se puso a recorrer la sala, al otro lado del sofá, como un leopardo que pasea por su jaula: violencia contenida que se podía liberar en cualquier momento. No le veía la cara, y no sabía si lo hacía para acojonar a Wanda o porque le salía así.

Sacudí la cabeza. No era momento de preguntar; quizá más tarde. Quizá.

Me arrodillé delante de Wanda, que apretaba la lata de refresco con tanta fuerza que la estaba doblando. Ni la rocé; sólo me acerqué mucho.

—No voy a permitir que te haga daño, de verdad. Harold Gaynor me está amenazando, y por eso necesito la información. —Me miraba, pero estaba concentrada en el vampiro que tenía detrás. Se le notaba en la tensión de los hombros: mientras Jean-Claude siguiera en la habitación, era imposible que Wanda se relajara. Chica lista—. Jean-Claude, Jean-Claude… —Se volvió hacia mí con toda naturalidad, y una sonrisa le adornó los labios. Era postiza; maldito sea. ¿Será que cuando alguien se convierte en vampiro se le despierta la vena sádica?—. Vete un rato al dormitorio; quiero hablar a solas con Wanda.

—¿A tu dormitorio? Será un placer,
ma petite
.

Le dediqué un gesto de reproche, pero no se inmutó. Qué sorpresa. En cualquier caso, se fue de la sala.

Wanda relajó los músculos y dejó escapar un suspiro tembloroso.

—¿Me prometes que no le dejarás hacerme nada?

—Desde luego.

Se echó a llorar, y me quedé mirando las lágrimas sin saber qué hacer. Nunca sé reaccionar cuando alguien llora. ¿Se supone que tengo que abrazarlo, darle unas palmaditas, o qué?

Opté por sentarme en el suelo, delante de ella, y quedarme esperando. Tardó un rato, pero al final dejó de llorar y me miró parpadeando. Se le había corrido la pintura de los ojos y tenía un aspecto desvalido que la hacía aún más atractiva. Sentí el impulso de cogerla entre los brazos, acunarla como si fuera una niña y susurrarle mentiras al oído, decirle que todo iba a salir bien.

Cuando se fuera de mi casa seguiría siendo puta e inválida; si eso es que las cosas salgan bien… Sacudí la cabeza, más por mí que por ella.

—¿Te traigo un pañuelo de papel?

Ella asintió.

Me acerqué a la encimera a coger la caja de pañuelos de papel y se la tendí. Se limpió la cara y se sonó con suavidad, como toda una dama.

—¿Podemos hablar ahora?

Asintió, aún parpadeando con frecuencia, y bebió un trago.

—Conoces a Harold Gaynor, ¿verdad?

Se limitó a mirarme fijamente. Esperaba que no se desmoronase.

—Si lo averigua, me matará. No voy de buscamuertos, pero tampoco quiero morirme.

—Nadie quiere. Habla conmigo, por favor.

—De acuerdo: conozco a Harold —dijo con un suspiro tembloroso.

—Háblame de él.

Wanda se quedó mirándome y entrecerró los ojos. A los lados se le formaron unas líneas que indicaban que era mayor de lo que me había parecido.

—¿Ya te ha mandado a Bruno o a Tommy?

—Sí, Tommy vino hace poco.

—¿Y qué pasó?

—Que le saqué una pistola.

—¿Esa? —preguntó con un hilo de voz.

—Sí.

—¿Qué hiciste para cabrearlo?

Intenté decidir si le decía la verdad o una mentira. Ni lo uno ni lo otro.

—Me negué a hacer una cosa que me pedía.

—¿Qué?

—Eso no importa. —Sacudí la cabeza.

—No sería nada sexual; no estás lisiada. —Puso mucho énfasis en la última palabra—. Sólo le gustan las minusválidas. —Sentí físicamente la acritud de su voz.

—¿Cómo lo conociste?

—Yo estaba estudiando en la Universidad de Washington, y Gaynor hizo una donación por no sé qué.

—¿Y te invitó a salir?

—Sí. —Hablaba en voz tan baja que tuve que inclinarme para oírla.

—¿Y qué pasó?

—Los dos íbamos en silla de ruedas. Él era rico, y todo funcionaba de maravilla. —Apretó los labios como si se estuviera arreglando el carmín y tragó saliva.

—¿Cuándo empezaron a torcerse las cosas? —pregunté.

—Me fui a vivir con él y dejé la facultad. Era… más fácil que seguir estudiando. Era lo más fácil de todo. No se cansaba de estar conmigo. —Volvió a bajar la vista—. Hasta que empezó a apetecerle un poco más de variedad en la cama. No puede mover las piernas, pero no ha perdido la sensación. Yo no tengo. —Su voz era apenas audible, y tuve que apoyarme en sus rodillas—. Le gustaba hacerme cosas en las piernas, aunque yo no las notaba, así que al principio no me parecía mal, pero… Se volvió cada vez más enfermizo. —De repente levantó la cabeza y me miró desde muy cerca. Tenía los ojos muy abiertos, rebosantes de lágrimas contenidas—. Me hacía cortes. No me dolía, pero eso es lo de menos, ¿verdad?

—Verdad —confirmé. Una lágrima le resbaló por la mejilla, y le agarré la mano. Ella me apretó los dedos—. No pasa nada, no pasa nada. —Se echó a llorar, y yo mentí sin soltarle la mano—. Ya pasó, Wanda, ya no puede hacerte daño.

—Todo el mundo me hace daño. Tú ibas a hacerme daño —replicó con una acusación en la mirada.

Era un poco tarde para explicarle lo del poli bueno y el poli malo; de todas formas, no me habría creído.

—Háblame de Gaynor.

—Me cambió por una sordomuda.

—Cicely.

—¿La conoces? —Me miró sorprendida.

—De vista.

—Esa chica está como una cabra —dijo Wanda, sacudiendo la cabeza—. Le gusta torturar; la pone cachonda. —Se quedó mirándome como si quisiera evaluar mi reacción. ¿Me extrañaba? No.

—Harold se acostaba con las dos a la vez de tanto en tanto. La cosa siempre acababa en trío, y yo era quien salía peor parada. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. A Cicely le gustan los cuchillos. Se le da muy bien desollar. —Volvió a hacer el gesto de quien se arregla el pintalabios—. Gaynor me mataría por contarte sus secretos de alcoba.

—¿Y conoces sus secretos de negocios?

—No, te lo aseguro. —Negó con la cabeza—. Siempre tuvo mucho cuidado de mantenerme al margen. Al principio creía que era para evitar que me detuvieran si lo pillaban a él. —Bajó la vista—. Más adelante me di cuenta de que era porque, como pensaba cambiarme por otra, no quería que supiera nada que pudiera usar contra él cuando me diera la patada.

Ya no había amargura ni cólera en su voz; sólo una tristeza hueca. Habría preferido verla alterada y furiosa; la desesperación muda transmitía un dolor incurable. Gaynor había hecho algo peor que matarla: la había dejado con vida, pero tan paralizada por dentro como por fuera.

—Todo lo que te puedo contar es personal. No te servirá de nada contra él.

—Pero no todas esas cosas personales serán sexuales.

—No te sigo.

—Secretos personales que no estén relacionados con el sexo. Fuiste su chica durante casi dos años; supongo que hablaría contigo de más cosas.

—Supongo… —Frunció el ceño, pensativa—. A veces hablaba de su familia.

—¿Qué decía?

—Es hijo de madre soltera, y está obsesionado con la familia de su padre biológico.

—¿Sabe qué familia era?

—Sí. Gente de alcurnia. Su madre era una puta a la que su padre había retirado. La tenía de amante, pero la abandonó cuando se quedó embarazada.

La habían tratado como Gaynor trataba a sus chicas. Freud se las ingenia siempre para hacer acto de presencia.

—¿Qué familia?

—No me lo dijo nunca. Probablemente tenía miedo de que me diera por chantajearlos o fuera a revelarles sus trapos sucios. Desea desesperadamente hacer que se arrepientan de no haberlo acogido en la familia. Creo que si ganó tanto dinero fue sólo para ser tan rico como ellos.

—Si no te dijo quiénes eran, ¿cómo puedes saber que lo que decía era verdad?

—No harías esa pregunta si lo hubieras oído. Habla de ellos con una vehemencia… Los odia, y está empeñado en que su dinero le corresponde por derecho de nacimiento.

—¿Y cómo piensa conseguirlo? —pregunté.

—Poco antes de que me fuera, Harold había averiguado dónde estaban enterrados unos antepasados suyos, y hablaba de un tesoro. Un tesoro enterrado, ¿te lo puedes creer?

—¿En las tumbas?

—No. El dinero de esa familia procede de la piratería. Sus antepasados se dedicaban a recorrer el Misisipi y abordar otros barcos. Eso llenaba de orgullo a Gaynor, y a la vez lo sacaba de quicio. Lo sacaba de quicio que, ya que todos ellos descienden de putas y ladrones, les diera por hacerse los estirados precisamente con él. —Me miraba fijamente cuando pronunció las últimas palabras. Puede que se diera cuenta de que se me empezaba a ocurrir una idea.

—¿Cómo esperaba conseguir el tesoro a partir de las tumbas?

—Dijo que buscaría algún sacerdote vodun que levantara a sus ancestros, para averiguar dónde se encuentra el tesoro que lleva siglos perdido.

—Ah —dije.

—¿Te ha servido de algo?

Asentí. Ya entendía mi participación en los planes de Gaynor. Lo que seguía sin entender era por qué me había elegido a mí, por qué no había recurrido a alguien de reputada mala fama, como Dominga Salvador. No faltaba gente dispuesta a aceptar dinero para sacrificar una cabra blanca sin perder el sueño. ¿Por qué quería encargarle el trabajo a una reanimadora notoriamente moralista?

—¿Mencionó el nombre de algún sacerdote?

—Nada de nombres. —Negó con la cabeza—. Siempre es muy precavido con eso. Y por la cara que pones, parece que te acabo de decir algo útil…

—Creo que es mejor que no sepas nada de esto.

Se quedó mirándome durante largo rato, y al final asintió.

—Supongo.

—¿Hay algún sitio…? —No terminé la frase. Iba a ofrecerle un billete de avión o autobús adonde fuera. A cualquier lugar donde no tuviera que venderse, donde pudiera reponerse.

Puede que lo captara en mi expresión o en mi silencio. Rió de buena gana. ¿No se supone que las putas deberían tener una risa triste?

—Al final va a resultar que tienes vocación de asistente social. Pretendes salvarme, ¿verdad?

—¿Sería terriblemente ingenua si te ofreciera un billete a casa o algo así?

—Terriblemente. —Asintió—. Y ¿por qué quieres ayudarme? No eres un hombre ni te gustan las mujeres. ¿Por qué ibas a ofrecerte a mandarme a casa?

—Porque soy estúpida —dije poniéndome de pie.

—A mí no me parece ninguna estupidez. —Me cogió la mano y me la apretó—. Pero no serviría de nada. Soy puta. Por lo menos, aquí conozco la ciudad y a la gente, y tengo clientes fijos. —Me soltó la mano y se encogió de hombros—. No me va mal.

—Con un poco de ayuda de tus amigos.

Sonrió, aunque con un poco de amargura.

—Las putas no tenemos amigos.

—No tienes por qué dedicarte a esto. Gaynor te convirtió en puta, pero no es obligatorio que sigas siéndolo.

Por tercera vez en la noche se le humedecieron los ojos. Joder, aquella chica no tenía estómago para aguantar la calle. Nadie lo tiene.

—Llámame un taxi, ¿vale? No quiero seguir hablando.

¿Qué podía hacer? Llamé a una agencia de taxis y pedí uno en el que se pudiera subir en silla de ruedas, tal como me dijo Wanda. Permitió que Jean-Claude la bajara porque yo no podía con ella, pero estaba muy rígida en sus brazos. La dejamos en la acera, sentada en la silla.

Esperé hasta que llegó el taxi y se la llevó. Jean-Claude se quedó a mi lado, en el círculo de luz dorada de delante de mi edificio. La luz cálida parecía aclararle la piel.

—Ahora tengo que dejarte,
ma petite
. Ha sido muy educativo, pero se me acaba el tiempo.

—Tienes que comer, ¿verdad?

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