El Cadáver Alegre (17 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

—Que se quede; aún no me ha entrevistado.

—Por favor, Jean-Claude, déjalo en paz.

—Voy a darle lo que quiere, ni más ni menos.

No me gustó su forma de decirlo.

—¿Qué tramas?

—¿Yo,
ma petite
? ¿Por qué crees que tramo algo?

—Quiero quedarme, Anita —dijo Irving.

—No sabes dónde te metes.

—Soy periodista y estoy haciendo mi trabajo.

—Prométeme que no le vas a hacer daño —le dije a Jean-Claude.

—Tienes mi palabra.

—Que no le vas a hacer absolutamente nada malo.

—No le voy a hacer absolutamente nada malo.

Su semblante estaba tan inexpresivo que pareció que las sonrisas habían sido espejismos. Tenía la inmovilidad de los que llevan mucho tiempo muertos: agradable a la vista, pero tan desprovisto de vida como un lienzo. Le miré los ojos inescrutables y me estremecí. Mierda.

—¿Estás seguro de que quieres quedarte?

—Quiero entrevistarlo. —Asintió.

—Estás como una cabra —dije sacudiendo la cabeza.

—Soy un buen periodista.

—… que está como una cabra.

—Sé cuidarme, Anita.

Nos miramos durante unos segundos.

—De acuerdo, que te diviertas. ¿Me dejas el expediente?

Irving bajó la vista. Se le había olvidado.

—Llévamelo mañana por la mañana, o a Madeline le da algo.

—No te preocupes.

Me coloqué la abultada carpeta bajo el brazo izquierdo, tan suelta como pude. Me impedía sacar la pistola con comodidad, pero vivimos en un mundo imperfecto.

Tenía información sobre Gaynor y el nombre de una ex reciente. Una mujer despechada. Quizá quisiera hablar conmigo y me ayudase a encontrar pistas. Claro que también podía mandarme al guano; no sería la primera vez.

Jean-Claude me miraba con aquellos ojos impávidos. Aspiré profundamente y solté el aire por la boca. Ya tenía bastante por una noche.

—Hasta mañana —les dije a los dos.

Giré y empecé a alejarme. Había un grupo de turistas con cámaras, y una de ellas me apuntaba.

—Como me saques una foto, te tragas la cámara —dije con una sonrisa.

—¿Sólo una? —preguntó inseguro.

—Ya habéis visto bastante. Venga, a lo vuestro, se ha acabado el espectáculo.

Los turistas se disiparon como el humo sacudido por un golpe de viento. Mientras caminaba hacia el coche, miré hacia atrás y vi que se habían reagrupado alrededor de Jean-Claude e Irving. Bueno, tenían razón: el espectáculo no había acabado aún.

Irving ya era mayorcito y quería la entrevista. ¿Quién era yo para hacer de niñera de un hombre lobo hecho y derecho? ¿Se daría cuenta Jean-Claude de su secreto? Y si así fuera, ¿eso cambiaría algo? Que se las apañara; yo ya tenía bastante con Harold Gaiynor, Dominga Salvador y un monstruo que se merendaba a los ciudadanos respetables de San Luis. Qué tres ruedas para un carro.

CATORCE

El cielo nocturno era un cuenco de líquido negro. Las estrellas, nítidas como diamantes, le daban un cariz frío y duro, y la luna era una composición resplandeciente en tonos de gris y plata. Cuando se vive en la ciudad se tiende a olvidar lo oscura que es la noche, lo brillante que es la luna y cuántas estrellas hay.

En el cementerio Burrell no había farolas; no llegaba más luz artificial que el débil resplandor amarillo de las ventanas de una casa lejana. Yo estaba en la cima de la colina, toda sudorosa, enfundada en el mono y con las zapatillas de deporte.

Ya se habían llevado el cadáver del niño. Estaría en el depósito, esperando a que el forense se encargara de él. Para mí ya había pasado; no tenía que volver a verlo nunca, excepto en sueños.

Dolph estaba a mi lado. Se limitaba a contemplar la hierba y las lápidas rotas, sin decir palabra, en espera de que yo obrara mi magia y me sacara un conejo del sombrero. Lo ideal sería que apareciera el conejo y nos lo cargáramos. Lo segundo mejor, que encontráramos el agujero del que salía. Eso podría darnos alguna pista, porque de momento estábamos dando palos de ciego.

Dos exterminadores nos seguían de cerca. El hombre era bajo y corpulento, con el pelo entrecano cortado al uno. Tenía pinta de entrenador retirado, pero parecía creer que el lanzallamas que llevaba en bandolera era un animalito: no paraba de acariciarlo con sus manos rechonchas.

La mujer no debía de tener más de veinte años, y llevaba el pelo rubio y liso recogido en una coleta, con mechones sueltos que le colgaban delante de la cara. No era mucho más alta que yo, y tenía unos ojos enormes con los que recorría la hierba de lado a lado, como una francotiradora dispuesta a pasar a la acción.

Esperaba que no fuera de gatillo fácil; no tenía ningún interés en que me devorase un zombi asesino, pero tampoco me apetecía que me rociaran con napalm. ¿La señorita prefiere morir devorada o abrasada? No sé, déjeme ver si hay algo más en la carta…

La hierba se agitaba y susurraba como las hojas de los árboles en otoño. Si usábamos un lanzallamas en el cementerio, se montaría una buena, y no nos resultaría fácil escapar. Pero el fuego es lo único que puede detener a un zombi. Aunque estaba por ver que fuera un zombi y no algo distinto, claro.

Sacudí la cabeza y eché a andar; las dudas no me iban a llevar a ningún sitio. En estos casos, mí máxima es: «Compórtate como si supieras qué haces».

Estoy segura de que la señora Salvador conocería un rito o un sacrificio que sirviera para buscar la tumba de un zombi; su forma de hacer esas cosas estaba sujeta a más normas que la mía. Por un lado, ella era capaz de encerrar almas en cuerpos putrefactos; por otro, yo tampoco había odiado nunca a nadie tanto como para hacerle algo así. Para matarlo, sí, pero ¿para atrapar su alma y esperar a que se le pudriera el cuerpo antes de volver a ponérsela? No, eso era peor que perverso; era el no va más de la maldad. Había que pararle los pies, pero como no me la cargase… Suspiré; era un problema del que ya me encargaría en otra ocasión.

Me incordiaba tener a Dolph pisándome los talones. Me volví a mirar a los exterminadores. Su trabajo consistía en matar lo que fuera, desde termitas hasta algules, pero los algules son carroñeros asustadizos, y yo no definiría así al bicho que buscábamos.

Los tres caminaban detrás de mí, y tenía la impresión de que hacían más ruido que yo. Intenté concentrarme en la búsqueda, pero sólo conseguía oír sus pasos y sentir el miedo de la mujer. Así no hay quien trabaje.

—Necesito más espacio, Dolph —dije, deteniéndome.

—¿Qué quieres decir?

—Quedaos a más distancia. Me estáis desconcentrando.

—Entonces puede que estemos demasiado lejos para ayudarte.

—Si el zombi sale de la tierra y me ataca… —Me encogí de hombros—. ¿Qué vais a hacer? ¿Rociarlo con napalm y gratinarme a mí de propina?

—Según tú, el fuego es lo único que sirve.

—Y es cierto, pero si el zombi engancha a alguien, diles a tus chicos que no frían también a ese alguien.

—¿No podemos usar el napalm si el zombi los atrapa? —preguntó Dolph.

—Ahí quería yo llegar.

—Podías haberlo dicho antes.

—Acabo de caer en la cuenta.

—Cojonudo.

—Tienes razón —dije con otro encogimiento hombros—, ha sido un descuido. Y ahora, retrasaos y dejadme hacer mi trabajo. —Me acerqué y bajé la voz, para que sólo me oyera él—. Mantén vigilada a la chica; está tan asustada que le puede dar por disparar a las sombras.

—Son exterminadores, no policías ni matavampiros.

—Esta noche es posible que nuestra vida dependa de ellos, así que no la pierdas de vista, ¿vale?

Se volvió a mirarlos. El hombre sonrió y saludó con la cabeza; la mujer se quedó mirando con los ojos muy abiertos. Su miedo se podía masticar.

Tenía derecho a estar acojonada, así que ¿por qué me molestaba tanto? Quizá porque tenía la impresión de que las mujeres debíamos ser mejores que los hombres: más valientes, más rápidas, más lo que fuera. No teníamos más remedio si queríamos jugar en primera.

Me adelanté sola hasta que no pude oír nada más que el sonido de la hierba, seco y susurrante, que parecía intentar decirme algo con su voz rasposa. Era un sonido apremiante, como si la hierba tuviera miedo, aunque menuda estupidez. La hierba no siente una mierda. Pero yo sí, y estaba sudando a mares. ¿Estaría cerca esa cosa? ¿Me estaría acechando entre los matojos el monstruo que podía convertir a una persona en un pedazo de carne cruda?

No. Los zombis no eran suficientemente listos para acechar a nadie… Claro que este había sabido ocultarse de la policía. No estaba mal para un cadáver; estaba demasiado bien. Quizá no fuera un zombi ni nada parecido. Por fin había encontrado algo que me asustaba más que los vampiros. La muerte no me preocupaba tanto, por aquello de que soy cristiana, pero la forma de morir era otro cantar, y que me comieran viva no estaba en mi lista de preferencias.

Quién iba a pensar que yo tendría miedo de un zombi, fuera del tipo que fuera. No dejaba de ser irónico, pero tenía la boca demasiado seca para reírme.

Como en todos los cementerios, reinaba una especie de calma desasosegada, como si los cadáveres estuvieran conteniendo la respiración, pero ¿a qué esperaban? ¿A que los resucitaran? Quizá, pero ya he tratado bastante con los muertos como para creer que haya una sola respuesta. Cada muerto, igual que cada vivo, tiene sus propias expectativas.

Normalmente, la gente muere, va al Cielo o al Infierno y eso es todo. Pero en algunos casos, sea por el motivo que sea, se tuercen las cosas. Los fantasmas, los espíritus inquietos, la violencia, el mal y la simple confusión pueden aprisionar los espíritus en la tierra. No creo que eso signifique que el alma se queda atrapada; más bien diría que perdura una especie de recuerdo del alma, de su esencia.

¿Esperaba que un espectro saliera de la hierba y se abalanzara sobre mí, gritando? No, aún no había visto ningún fantasma capaz de provocar daños físicos. Los demonios y algunos espíritus de hechiceros, mediante la magia negra, sí que pueden provocarlos, pero los fantasmas no hacen nada.

Por lo menos podía consolarme con eso.

El terreno cayó en picado y perdí pie, pero me sujeté a una lápida. La tierra hundida significaba que había una tumba sin señalar. Me subió un cosquilleo por la pierna, una especie de electricidad fantasmal. Me aparté y me quedé sentada en el suelo.

—¿Te has hecho daño, Anita? —gritó Dolph.

Volví la vista; la hierba me ocultaba por completo.

—Estoy bien —grité.

Me levanté con cuidado de no pisar la vieja tumba. Fuera quien fuera su ocupante, no estaba satisfecho con su morada: era una zona activa. No se trataba de un fantasma ni de una presencia, pero algo había. Era probable que en sus tiempos hubiera sido un fantasma hecho y derecho, pero se había ido debilitando. Los fantasmas se deshilachan, como la ropa, y se van marchando poco a poco adonde sea que se marchen.

La tierra de la tumba volvería a nivelarse, probablemente antes de que me enterraran a mí… si antes no me mataba un zombi asesino, vamos. O un vampiro. O un humano de gatillo fácil. Bien pensado, era probable que la zona activa durase más que yo.

Volví la cabeza y vi que Dolph y los exterminadores estaban a unos veinte metros. ¿No era demasiado lejos? Les había pedido que no me resoplaran en el cogote, pero tampoco esperaba que se quedaran a tanta distancia. Está visto que nunca estoy contenta.

¿Se enfadarían si les pedía que se acercaran más? Probablemente. Empecé a caminar de nuevo, con cuidado de no pisar más tumbas, pero no era fácil con la mayoría de las lápidas ocultas por los matojos. Cuántas tumbas sin identificar, cuánto abandono.

Podría pasarme toda la noche dando vueltas sin rumbo fijo. ¿Acaso pensaba que podía topar accidentalmente con la tumba adecuada?

Supongo que sí. La esperanza es lo último que se pierde, sobre todo cuando la alternativa es inhumana.

Tanto los vampiros como los zombis han sido antes seres humanos normales y corrientes. Y casi todos los licántropos también, aunque a veces nacen así. Todos los monstruos empiezan por ser normales, excepto yo, y no levantaba muertos por vocación. No es que un día me plantara en el despacho de un asesor profesional y le dijera: «Quiero dedicarme a reanimar cadáveres». Nada tan fácil, ni de lejos.

Siempre he tenido cierta afinidad con la muerte. Nada que tenga que ver con los muertos recientes; con las almas no me meto, pero me doy cuenta en cuanto se van. Puedo sentirlo. Reíos todo lo que queráis, pero lo sé.

De pequeña tuve perro, como la mayoría de los niños. Y como suele pasar, se me murió. Yo tenía trece años. Enterramos a
Jenny
en el patio trasero. Una semana después me desperté y la encontré tumbada a mi lado; su denso pelaje negro estaba cubierto de tierra, y sus ojos marrones, muertos, seguían todos mis movimientos, igual que cuando la perra estaba viva.

Durante un momento pensé que nos habíamos equivocado al enterrarla, pero la verdad es que reconozco la muerte cuando la veo. La percibo, la saco de la tumba. ¿Qué pensaría Dominga Salvador si supiera eso? El zombi de un animal, nada menos, y levantado por accidente. Da miedo. Es espeluznante.

Judith, mi madrastra, no llegó a recuperarse de la impresión. Es raro que le diga a alguien a qué se dedica su hijastra. En cuanto a mi padre… Bueno, él también prefiere mirar para otro lado. Yo intenté hacer lo mismo durante un tiempo, pero no había manera. Sin necesidad de entrar en detalles, ya sabéis que en las carreteras suele haber animales atropellados, ¿no? Judith lo sabía mejor que nadie, porque yo era como el flautista de Hamelin pero en macabro.

Al final, mi padre me llevó a conocer a mi abuela materna. No asusta tanto como Dominga Salvador, pero… digamos que es interesante. Se mostró de acuerdo en que no deberían enseñarme vudú, sólo lo suficiente para mantener los problemas a raya. «Basta con que la enseñes a controlarlo», había dicho mi padre.

Y me enseñó. Cuando ya controlaba mis habilidades, mi padre me llevó a casa, y no se volvió a mencionar el asunto, por lo menos delante de mí. Siempre me pregunté qué diría mi querida madrastra a mis espaldas. Claro que a mi padre tampoco le hacía gracia. Qué coño, ni a mí.

Bert me reclutó en cuanto terminé los estudios, aunque no había llegado a averiguar cómo se enteró de mi existencia. Al principio decliné la oferta, pero me ofrecía tanto dinero… Puede que fuera un acto de rebeldía, o que al final me diera cuenta de que los licenciados en biología especializados en lo sobrenatural no contábamos con demasiadas salidas profesionales. Bueno, en realidad me especialicé en criaturas legendarias, que quedaba casi igual de inadecuado en el currículo.

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