El camino de fuego (32 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

Cuando lo invisible se expresó de nuevo, la muchacha se creyó perdida.

¿Qué podía temer? ¿Acaso no intentaba llevar una vida recta, al servicio de Osiris? Si llegaba la hora de comparecer ante el tribunal, su corazón hablaría por ella.

Isis lanzó las tablillas.

Veintiséis, la casilla de «la perfecta morada». La jugada ideal que daba acceso a la puerta celestial, más allá del juego.

Las casillas desaparecieron, se había dado el paso.

El Calvo abrió la puerta y ofreció a la sacerdotisa un lingote de oro.

—Acompáñame hasta la acacia.

El ritualista giró en torno al árbol.

—Toma este metal, Isis, y deposítalo en una rama.

Una dulce calidez emanaba del lingote.

Alimentada con nueva savia, toda la rama reverdeció.

—¡El oro curador! —advirtió la muchacha, deslumbrada—. ¿De dónde procede?

—Iker lo ha descubierto en Nubia. Esta es sólo la primera muestra. Se necesitarán muchas más, y de la mejor calidad, antes de pensar en una curación total. Sin embargo, avanzamos.

Iker… ¡El hijo real participaba, pues, en la regeneración del árbol de vida!

Él no era un hombre ordinario, por lo que tal vez su destino se uniera al de una sacerdotisa de Abydos.

Mirgisa, Dabernati, Shalfak, Uronarti, Semneh y Kumma: del norte hacia el sur, al menos seis fortalezas formaban ahora la puerta cerrada del vientre de piedra. Sesostris visitaba todos los días las obras que Sehotep organizaba, ayudado por Iker y por el general Nesmontu. Los constructores, al ver levantarse las murallas, olvidaban la fatiga y la dureza del esfuerzo. Bien alimentados y disponiendo de agua y de cerveza a voluntad, los artesanos gozaban de las atenciones de Medes y de Gergu, obligados a cooperar, y eran conscientes de participar en una obra esencial para la salvaguarda de la región.

Mirgisa
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impresionaba a los más hastiados. Erigida sobre un promontorio que dominaba el Nilo desde unos veinte metros de altura, inmediatamente al oeste del extremo sur de la segunda catarata, «La que rechaza a los de los oasis», ocupaba un rectángulo de ocho hectáreas y media. La fortaleza, rodeada por un foso, tenía una doble muralla con resaltos, y bastiones que protegían las entradas. Gracias a unos muros de ocho metros de ancho y diez de alto, Mirgisa podía ser defendida por una modesta guarnición que comportaba sólo treinta y cinco arqueros y otros tantos lanceros.

Al abrigo de las murallas había un patio enlosado rodeado de columnas, viviendas, despachos, almacenes, graneros, una armería, una forja y un templo. Los técnicos reparaban y fabricaban lanzas, espadas, puñales, jabalinas, arcos, flechas y escudos.

Aquella fortaleza estaba acompañada por una ciudad abierta, muy cercana y de una extensión comparable, donde se habían construido casas de ladrillo crudo, hornos para el pan y talleres. Irrigando el desierto, los egipcios plantaban árboles y creaban pequeños huertos, con gran asombro de las tribus vecinas, que, una a una, se sometían al faraón.

El doctor Gua y el farmacéutico Renseneb cuidaban eficazmente a los enfermos, y entre ellos se establecía un clima de confianza. Mirgisa se convertía en un centro comercial y en el principal núcleo económico de un paraje desheredado que salía así de la miseria. Todos comían hasta hartarse, y ya no se hablaba de revueltas ni de combates. Hostiles a la siniestra provincia de Kush, presa de unas facciones preocupadas sólo por matarse mutuamente, la población se volvía hacia el protector egipcio. Pero en vez de ser acusado de tiranía, Sesostris aparecía como un libertador y un dios vivo. ¿Acaso no garantizaba la prosperidad y la seguridad?

La innovación de la que más orgulloso se sentía el jefe de los trabajos era una corredera para barcos, de una pendiente máxima de diez grados, compuesta por maderos cubiertos de limo, regados sin cesar cuando se sacaban los navíos del agua para recogerlos. Aquella corredera, de dos metros de ancho, permitía evitar un peligroso paso en período de estiaje, y facilitaría también el transporte de víveres y de materiales, cargados en pesadas narrias.

Desde lo alto de las torres de Mirgisa, los centinelas observaban permanentemente las idas y venidas de los nubios. Habían aprendido a identificar las tribus y a conocer sus costumbres, y advertían el menor incidente al comandante de la fortaleza, que mandaba, de inmediato, una patrulla. Cada nómada era controlado y nadie penetraba en territorio egipcio sin una autorización en debida forma.

Ayudado por su equipo de escribas, Medes llevaba unas fichas detalladas, de las que mandaba copias a las demás fortalezas y a Elefantina. De este modo, se reducía al mínimo la inmigración clandestina.

Víctima de una fuerte jaqueca, el secretario de la Casa del Rey llamó al doctor Gua.

—Me siento casi incapaz de trabajar —reconoció Medes—. Me duele muchísimo la cabeza.

—Os prescribo dos remedios complementarios —decidió el médico—. Primero estas píldoras preparadas por el farmacéutico Renseneb; desatascarán los canales de vuestro hígado ocluido y calmarán el dolor. Luego aplicaré en vuestro cráneo un siluro pescado esta mañana. Vuestra jaqueca pasará a la espina del pescado, y quedaréis liberado.

Más bien escéptico, Medes no tardó en advertir la eficacia del tratamiento.

—¿No seréis algo mago, doctor?

—Una medicina desprovista de magia no tendría posibilidad alguna de lograr el éxito. Os dejo, tengo mucho que hacer. En caso de que sea necesario, regresaré.

¿De dónde sacaba tanta energía aquel hombrecillo flaco, con su pesada y eterna bolsa de cuero a cuestas? Durante la pacificación de Nubia, Gua y su colega farmacéutico desempeñaban un papel decisivo. Y, no contentos con cuidar a los autóctonos, formaban a los facultativos, que los reemplazarían después de su partida. Por impulsos de Sesostris, una vasta región saldría por fin de la anarquía y la pobreza.

—Me falta un informe —le dijo a Medes un escriba.

—¿Administrativo o militar?

—Militar. Una de las cinco patrullas de vigilancia no ha entregado el informe reglamentario.

Medes acudió al cuartel general de Nesmontu.

—General, debo señalar un incidente, menor tal vez, pero que convendría aclarar de todos modos. Uno de los jefes de patrulla no ha redactado su informe.

Nesmontu mandó a buscar al oficial responsable.

El ayuda de campo regresó, solo y despechado.

—No lo encuentran, general.

—¿Y sus infantes?

—Ausentes de sus cuarteles.

Se imponía una cruel evidencia: la patrulla no había regresado.

De inmediato se celebró un consejo de guerra presidido por el rey.

—¿Qué dirección tomó? —preguntó Sesostris.

—La pista del oeste —respondió Nesmontu—. Misión rutinaria, a saber, el control de una caravana de nómadas. Esta no ha llegado a Mirgisa. En mi opinión, nuestros hombres han caído en una trampa. Debemos descubrir si se trata de un acto aislado o de la preparación de un ataque masivo.

—Yo me encargo de eso —declaró Iker.

—En el ejército no faltan excelentes exploradores —protestó Nesmontu.

—No nos engañemos: he aquí la primera reacción del Anunciador. Mientras tomo las precauciones indispensables, me siento capaz de apreciar la situación. Me bastarán algunos soldados decididos.

Sesostris no puso objeción.

Durante ese nuevo enfrentamiento con el Anunciador, el hijo real proseguía su formación, por muy arriesgada que fuese, pues no existía otro camino para pasar de las tinieblas a la luz.

Sekari, por su parte, lamentó tener que abandonar su confortable habitación y el comedor de los oficiales, donde se servían excelentes platos. Decididamente, debería haberse buscado un amigo que se moviera menos. Pero ¿acaso no consistía su papel en protegerlo?

39

El general Nesmontu se había mostrado intransigente: todos los miembros de la patrulla, incluido Iker, debían equiparse con un chaleco paraflechas, es decir, un papiro mágico sólidamente atado al pecho con una cuerda. Su grosor era menos importante que las fórmulas jeroglíficas, capaces de desviar el peligro.

A la sombra de un balanites descansaba una caravana compuesta por asnos y nubios. Cuando los egipcios se acercaron, los mercaderes levantaron la mano en señal de amistad.

Sanguíneo
gruñó de manera significativa, y
Viento del Norte
se negó a avanzar.

Al percibir la desconfianza del adversario, los arqueros kushitas dejaron de fingir y dispararon.

Iker dio las gracias al general Nesmontu, pues las flechas fallaron sus blancos.

—Vienen otros por detrás —anunció Sekari—. Y otros por los flancos. Nos han rodeado.

—¡Cuerpo a tierra —ordenó el hijo real—, y cavemos!

Sin embargo, no resistirían mucho tiempo al abrigo de aquellas irrisorias trincheras. La muerte de su príncipe no había desmovilizado a los kushitas, capaces aún de organizar semejante emboscada.

—Sin querer ser demasiado pesimista, el porvenir inmediato me parece muy negro —observó Sekari— Por lo menos sabemos cómo acabaron con nuestra patrulla, pero no podremos contárselo a nadie. En cuanto a lanzar un ataque, ni lo sueñes. Son veinte veces más numerosos que nosotros.

Iker no veía motivo alguno de esperanza, por lo que dirigió sus últimos pensamientos a Isis. ¿Acaso no lo había salvado ya anteriormente? Si lo amaba, aunque fuera un poco, no lo abandonaría a aquellos bárbaros.

—¿Oyes ese ruido? —preguntó Sekari—. ¡Parece un zumbido de abejas!

Era, en efecto, un enjambre que se dirigía hacia ellos. Un enjambre como ningún apicultor había visto nunca, tan grande que ocultaba el sol.

La abeja, símbolo del rey del Bajo Egipto.

Y el ejército de insectos atacó a los kushitas.

—¡Vayamos en su dirección! —gritó Iker—. ¡No tenemos nada que temer!

Sekari golpeó a un negro alto, decidido a cerrarle el paso. Pero el kushita recibió decenas de picaduras y finalmente se derrumbó. Olvidando el zumbido ensordecedor de sus aliadas, la patrulla egipcia las siguió, y logró salir así de la trampa. Iker corrió durante mucho tiempo, volviéndose varias veces para asegurarse de que ninguno de sus soldados quedaba rezagado.

Luego, el cielo pareció aspirar el enjambre y éste se desvaneció.

—Salvados, pero extraviados —advirtió Sekari.

—En cuanto caiga la noche, nos orientaremos por medio de las estrellas.

El desierto se extendía hasta perderse de vista. No había ni el menor rastro de vegetación.

—Refugiémonos tras aquella duna.

Iker descubrió un objeto de piedra, semienterrado en la arena, y lo sacó ante la intrigada mirada de Sekari.

—¡No cabe duda, es un molde para lingotes! Había una mina por aquí.

Al pie de la duna encontraron otros vestigios.

Los soldados desenterraron la entrada de una galería bien apuntalada.

Iker y Sekari se introdujeron en ella. Encargados de dar la alarma en caso de peligro,
Sanguíneo
y
Viento del Norte
se quedaron en la superficie.

Al extremo de la galería hallaron una especie de explanada flanqueada por chozas de piedra que contenían balanzas, pesos de basalto y numerosos moldes de diversos tamaños.

Enmarcando la puerta de una pequeña capilla, dos columnas coronadas por el rostro de la diosa Hator.

El rostro de Isis.

—Ella nos ha guiado hasta la ciudad del oro —murmuró Iker.

En el interior del santuario había pequeños lingotes cuidadosamente alineados.

Bina sufría tanto que suplicaba al Anunciador que la matase. Pero, a pesar de la gravedad de la herida, que habría exigido la amputación del miembro, éste conseguía calmarla y se empeñaba en cuidarla con las plantas que le proporcionaban los brujos nubios.

Si el faraón creía haber inmovilizado a la terrorífica leona, se equivocaba. Puesta en la herida, la reina de las turquesas aceleraría la curación.

La muchacha no lanzaba ya aquellos desgarradores gritos en los que se mezclaban su voz y la de la fiera. Drogada por los somníferos, dormía largas horas.

Pese a la pérdida del ejército de Triah, los kushitas supervivientes y varias tribus nubias seguían obedeciendo al gran mago. Numerosos guerreros escuchaban sus enseñanzas, dispensadas con una voz suave y embrujadora. El nuevo dios les permitiría rechazar las tropas de Sesostris, destruir las fortalezas e invadir Egipto luego. El Anunciador predecía un porvenir inevitable: todos los infieles serían exterminados.

—Los egipcios construyen a una velocidad increíble —comentó Jeta-de-través—. Ahora están instalándose en Shalfak. Desde ese promontorio rocoso controlarán mejor aún el río y el desierto.

—Debes impedir que los trabajos prosigan.

Jeta-de-través se sintió fortalecido.

—¡Apoderarse de Shalfak sería un buen éxito! Y no les sería fácil echarnos de allí. Naturalmente, ¡nada de prisioneros!

—¿Qué ha sido de nuestra falsa caravana, la que tendió una trampa a una patrulla enemiga?

—Ha desaparecido en el desierto. Sin duda, un contraataque de Sesostris. Ese gigante no nos concederá margen alguno de maniobra y devolverá golpe por golpe. ¡Lo derribaremos de todos modos!

El optimismo de Jeta-de-través dinamizaba a sus guerreros. El Anunciador, en cambio, permanecía circunspecto. A medida que iba conquistando Nubia, Sesostris se cargaba de magia y se volvía tan fuerte como las murallas de sus fortalezas.

Afortunadamente, aún quedaban muchos puntos débiles.

Sentado en un taburete plegable de patas cruzadas, Sekari degustaba un vino embriagador.

—¿Una copa más, Iker?

—Ya he bebido bastante.

—¡Estudia la clave de los sueños! Si te ves bebiendo vino en sueños, es que te alimentas de Maat. A mí me pasa a menudo. Y en un lugar siniestro, como éste, no conozco mejor remedio.

La fortaleza de Shalfak, «La que doblega los países extranjeros»
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, no tenía nada de atractivo. A sus pies, un estrechamiento del Nilo fácil de vigilar. De modesto tamaño
(15)
, aunque provista de muros de cinco metros de grueso, la plaza fuerte albergaría una pequeña guarnición y graneros. Desde el acantilado, una escalera bajaba hasta el Nilo. El único acceso a Shalfak sería una puerta estrecha y bien defendida. Debido a su técnica perfectamente puesta a punto, los constructores avanzaban rápidamente. El único peligro, hasta que se terminara la muralla principal, podía proceder del desierto. Así pues, el hijo real y un destacamento de veinte arqueros se encargaban de la seguridad de las obras.

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