El camino de los reyes (49 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El alto príncipe Ruthar esperaba para ver al rey. Tenía cruzados sus musculosos brazos, y una barba negra y corta le rodeaba la boca. La chaqueta de seda roja era corta y sin botones: era más bien un chaleco con mangas, un mero guiño al tradicional uniforme alezi. La camisa que llevaba debajo era blanca y con chorreras, y sus pantalones azules eran anchos y acampanados.

Ruthar miró a Dalinar y lo saludó asintiendo, una breve muestra de respeto, y luego continuó charlando con uno de sus ayudantes. No obstante, se interrumpió cuando uno de los guardias de la puerta se hizo a un lado para dejar entrar a Dalinar. Ruthar hizo una mueca de malestar. El fácil acceso que Dalinar tenía al rey amargaba a los otros altos príncipes.

El rey no estaba en su salón, pero las amplias puertas de su balcón estaban abiertas. Los guardias de Dalinar esperaron atrás mientras entraba en el balcón, seguido por un vacilante Renarin. En el exterior, la luz menguaba con la caída del sol. Emplazar el palacio en un lugar tan alto era seguro desde un punto de vista táctico, pero tenía el inconveniente de que era asolado implacablemente por las tormentas. Era un antiguo dilema de las campañas. ¿Se elegía la mejor posición para capear las tormentas, o el terreno elevado?

La mayoría habría elegido lo primero: era improbable que sus campamentos al borde de las Llanuras Quebradas fueran atacados, lo que hacía que la ventaja del terreno elevado fuera menos importante. Pero los reyes solían preferir las alturas. En este caso, Dalinar había animado a Elhokar, por si acaso.

El balcón en sí mismo era una gruesa plataforma de roca situada en lo alto de un pequeño pico, rodeada de una barandilla de hierro. Las habitaciones del rey eran una cúpula animada emplazada en lo alto de la formación natural, que cubría rampas y escaletas que conducían a las zonas inferiores de la falda de la colina. Allí se alojaban los diversos ayudantes del rey: guardias, guardianes de las tormentas, Tefts, y miembros lejanos de la familia. Dalinar tenía su propio bunker en su campamento. Se negaba a llamarlo palacio.

El rey estaba apoyado contra la barandilla, dos guardias vigilando desde lejos. Dalinar le indicó a Renarin que se reuniera con ellos para poder hablar con el rey en privado.

El aire era fresco (la primavera había venido durante un tiempo) y estaba cargado con los dulces olores de la tarde: rocapullos en flor y piedra húmeda. Debajo, los campamentos empezaban a iluminarse, diez círculos chispeantes llenos de hogueras de guardias y cocineros, lámparas, y el firme brillo de las gemas infusas. Elhokar contemplaba las Llanuras Quebradas más allá de los campamentos. Estaban completamente oscuras, a excepción del tintineo ocasional de un puesto de guardia.

—¿Nos observan desde allí? —preguntó el rey cuando Dalinar se le acercó.

—Sabemos que sus bandas de saqueadores se mueven de noche, majestad —dijo Dalinar, apoyando una mano en la barandilla de hierro—. No puedo sino pensar en que nos vigilan.

El uniforme del rey era el tradicional gabán largo con botones a los lados, pero lo llevaba suelto y relajado, y los lazos de encaje asomaban por el cuello y los puños. Sus pantalones eran azul oscuro, del mismo estilo bombacho que los de Ruthar. A Dalinar todo le parecía demasiado informal. Sus soldados parecían dirigidos cada vez más por un grupo laxo que vestía de encaje y se pasaba las noches de fiesta.

«Esto es lo que previo Gavilar —pensó Dalinar—. Por eso insistía tanto en que siguiéramos los Códigos.»

—Pareces pensativo, tío —dijo Elhokar.

—Solo reflexionaba sobre el pasado, majestad.

—El pasado es nimio. Yo solo miro hacia delante.

Dalinar no estaba seguro de estar de acuerdo con ninguna de las dos declaraciones.

—A veces pienso que debería poder ver a los parshendi —dijo Elhokar—. Creo que si miro el tiempo suficiente, los veré, los localizaré para poder desafiarlos. Ojalá lucharan como hombres de honor.

—Si fueran hombres de honor —repuso Dalinar, las manos a la espalda—, no habrían matado a tu padre como lo hicieron.

—¿Por qué crees que lo hicieron?

Dalinar sacudió la cabeza.

—La pregunta da vueltas una y otra vez en mi cabeza, como un peñasco que cae por una montaña. ¿Ofendimos su honor? ¿Fue un malentendido cultural?

—Un malentendido cultural implicaría que tienen una cultura. Son brutos primitivos. ¿Quién sabe por qué cocea un caballo o muerde un sabueso-hacha? No tendría que haber preguntado.

Dalinar no respondió. Había sentido el mismo desprecio, la misma ira, en los meses posteriores al asesinato de Gavilar. Podía comprender el deseo de Elhokar de considerar a estos extraños parshmenios de las tierras salvajes como poco más que animales.

Pero él los había visto en aquellos otros tiempos. Había interactuado con ellos. Eran primitivos, sí, pero no brutos. No estúpidos. «Nunca llegamos a comprenderlos —pensó—. Supongo que esa es la clave del problema.»

—Elhokar —dijo en voz baja—. Puede que sea hora de formularnos algunas preguntas difíciles.

—¿Como cuáles?

—Como hasta cuándo continuaremos esta guerra.

Elhokar se envaró. Dio media vuelta para mirar a Dalinar.

—¡Seguiremos luchando hasta que el Pacto de la Venganza quede satisfecho y mi padre haya sido vengado!

—Nobles palabras. Pero llevamos fuera de Alezkar seis años ya. Mantener dos centros de gobierno tan alejados entre sí no es sano para el reino.

—Los reyes a menudo van a la guerra por extensos períodos de tiempo, tío.

—Rara vez lo hacen durante tanto tiempo —dijo Dalinar— y rara vez llevan consigo a todos los portadores de esquirlada y todos los altos príncipes del reino. Nuestros recursos están mermados, y las noticias de casa son que los asentamientos reshi en las fronteras se vuelven cada vez más osados. Seguimos fragmentados como pueblo, somos lentos en confiar unos en otros, y la naturaleza de esta guerra prolongada, sin un camino claro a la victoria y concentrados en las riquezas en vez de en capturar terreno, no ayuda en nada.

Elhokar se irguió. El viento soplaba en lo alto del pico rocoso.

—¿Dices que no hay camino claro a la victoria? ¡Estamos ganando! Las incursiones parshendi son cada vez menos frecuentes, y no llegan tan al oeste como antes. Hemos matado a miles de ellos en la batalla.

—No los suficientes. Siguen siendo poderosos. El asedio nos está afectando a nosotros tanto como a ellos.

—¿No fuiste tú uno de los que sugirieron esa táctica en primer lugar?

—Entonces era un hombre distinto, lleno de dolor y furia.

—¿Y ya no sientes esas cosas? —Elhokar se mostró incrédulo—. ¡Tío, no puedo creer que esté oyendo esto! No estarás sugiriendo en serio que abandone la guerra, ¿verdad? ¿Quieres que me vuelva a casa, como un sabueso-hacha regañado?

—Dije que eran cuestiones difíciles, majestad —dijo Dalinar, controlando su furia. Fue difícil—. Pero hay que considerarlas.

Elhokar resopló, molesto.

—Es cierto lo que Sadeas y los demás susurran. Estás cambiando, tío. Tiene que ver con esos episodios tuyos, ¿no?

—Eso no tiene importancia, Elhokar. ¡Escúchame! ¿Qué estamos dispuestos a hacer para vengarnos?

—Cualquier cosa.

—¿Y si eso significa todo por lo que trabajó tu padre? ¿Honramos su memoria socavando su visión de Alezkar, todo por conseguir la venganza en su nombre? —El rey vaciló—. Persigues a los parshendi —dijo Dalinar—. Eso es laudable. Pero no puedes dejar que tu pasión por la venganza te ciegue a las necesidades de tu reino. El Pacto de la Venganza ha mantenido controlados a los altos príncipes, ¿pero qué sucederá cuando venzamos? ¿Nos desmembraremos? Creo que necesitaremos forjarlos, unirlos. Libramos esta guerra como si fuéramos diez naciones distintas, luchando unos al lado de otros pero no unos con otros.

El rey no respondió inmediatamente. Las palabras, por fin, parecían empezar a calar. Era un buen hombre, y compartía más cosas con su padre de las que los demás querían admitir.

Se apartó de Dalinar y se apoyó en la barandilla.

—Crees que soy un mal rey, ¿verdad, tío?

—¿Qué? ¡Pues claro que no!

—Siempre hablas de lo que debería hacer, y de lo que carezco. Dime la verdad, tío. Cuando me miras ¿desearías ver el rostro de mi padre?

—Naturalmente que sí —dijo Dalinar.

La expresión de Elhokar se ensombreció.

Dalinar apoyó una mano en el hombro de su sobrino.

—Sería un mal hermano si no deseara que Gavilar estuviera vivo. Le fallé…, fue el mayor y más terrible fracaso de mi vida.

Elhokar se volvió hacia él, y le sostuvo la mirada. Dalinar alzó un dedo.

—Pero que yo amara a tu padre no significa que piense que eres un fracasado. Ni significa que no te quiera por ti mismo. Alezkar se habría desplomado tras la muerte de Gavilar, pero tú organizaste y llevaste a cabo nuestro contraataque. Eres un buen rey.

El rey asintió lentamente.

—Has vuelto a escuchar lecturas de ese libro, ¿verdad?

—Así es.

—Hablas como él, ¿sabes? —dijo Elhokar, volviéndose a mirar de nuevo hacia el este—. Hacia el final. Cuando empezó a actuar…, erráticamente.

—No creo que esté tan mal.

—Tal vez. Pero se parece mucho. Hablar de poner fin a la guerra, la fascinación por los Radiantes Perdidos, insistir en que todo el mundo siga los Códigos…

Dalinar recordaba aquellos días…, y sus propias discusiones con Gavilar. «¿Qué honor podemos encontrar en un campo de batalla mientras nuestra gente pasa hambre?», le había preguntado el rey una vez. «¿Es honor cuando nuestros ojos claros planean y conspiran como anguilas en un cubo, amontonándose unas encima de otras y tratando de morderse las colas?»

Dalinar había reaccionado mal a sus palabras. Igual que Elhokar reaccionaba ahora a las suyas. «¡Padre Tormenta! Empiezo a hablar como él, ¿verdad?»

Eso era preocupante, y sin embargo incitante al mismo tiempo. Fuera como fuese, Dalinar se dio cuenta de una cosa. Adolin tenía razón: Elhokar, y los altos príncipes con él, nunca responderían a la sugerencia de retirarse. Dalinar estaba abordando la conversación desde un punto de vista equivocado. «El Todopoderoso sea alabado por enviarme un hijo dispuesto a ser sincero.»

—Tal vez tengas razón, majestad —dijo Dalinar—. ¿Poner fin a la guerra? ¿Dejar un campo de batalla con un enemigo todavía al control? Eso nos avergonzaría.

Elhokar asintió.

—Me alegra que comprendas.

—Pero algo tiene que cambiar. Necesitamos un modo mejor de luchar.

—Sadeas ya lo tiene. Te he hablado de sus puentes. Trabajan bien, y ha capturado muchas gemas corazón.

—Las gemas corazón carecen de sentido —dijo Dalinar—. Todo esto carece de sentido si no encontramos un medio de conseguir la venganza que todos queremos. No puedes decirme que disfrutas viendo pelear a los altos príncipes, ignorando prácticamente el verdadero propósito de nuestra estancia aquí.

Elhokar guardó silencio, insatisfecho.

«Únelos.» Dalinar recordó aquellas palabras que resonaban en su cabeza.

—Elhokar —dijo, y entonces se le ocurrió una idea—. ¿Recuerdas lo que te dijimos Sadeas y yo cuando vinimos aquí a luchar por primera vez? ¿La especialización de los altos príncipes?

—Sí —respondió Elhokar. En el pasado lejano, cada uno de los diez altos príncipes de Alezkar tenía un cargo específico para el gobierno del reino. Uno era encargado de la ley definitiva referida a los mercaderes, y sus tropas patrullaban los caminos de los diez principados. Otro administraba a los jueces y magistrados.

Gavilar era muy partidario de la idea. Decía que era un recurso inteligente para obligar a los altos príncipes a trabajar juntos. Antaño, este sistema los había forzado a someterse a la autoridad de los demás. Hacía siglos que las cosas no se realizaban de esa manera, desde la fragmentación de Alezkar en diez principados autónomos.

—Elhokar, ¿y si me nombras alto príncipe de la guerra? —preguntó Dalinar.

Elhokar no se rio: eso era buena señal.

—Creía que Sadeas y tú habíais decidido que los demás se rebelarían si intentáramos algo así.

—Tal vez me equivoqué también en eso.

Elhokar pareció considerarlo. Finalmente, el rey negó con la cabeza.

—No. Apenas si aceptan mi liderazgo. Si hiciera algo como lo que pides, me asesinarían.

—Yo te protegería.

—Bah. Ni siquiera te tomas en serio las amenazas actuales contra mi vida.

Dalinar suspiró.

—Majestad, sí que me las tomo en serio. Mis escribas y ayudantes están examinando esa correa.

—¿Y qué han descubierto?

—Bueno, hasta ahora nada concluyente. Nadie ha reivindicado el haber intentado matarte, ni siquiera entre rumores. Nadie vio nada sospechoso. Pero Adolin está hablado con los talabarteros. Tal vez nos traiga algo más sustancioso.

—La cortaron, tío.

—Ya veremos.

—No me crees —dijo Elhokar, el rostro enrojecido—. ¡Tendrías que estar intentando averiguar cuál era el plan de los asesinos, en vez de molestarme con tu arrogante petición para convertirte en señor supremo de todo el ejército!

Dalinar rechinó los dientes.

—Hago esto por ti, Elhokar.

El rey lo miró a la cara un momento, y sus ojos azules destellaron de nuevo con recelo, como habían hecho la semana antes.

«¡Sangre de mis padres! —pensó Dalinar—. Está empeorando.»

La expresión de Elhokar se suavizó un momento después, y pareció relajarse. Lo que había visto en los ojos de Dalinar, fuera lo que fuese, lo había reconfortado.

—Sé que intentas hacer lo mejor, tío. Pero tienes que admitir que te has comportado de manera errática últimamente. La forma en que reaccionas a las tormentas, tu obsesión con las últimas palabras de mi padre…

—Intento comprenderlo.

—Se volvió débil al final —dijo Elhokar—. Todo el mundo lo sabe. No repetiré sus errores, y tú deberías evitarlos también, en vez de escuchar un libro que dice que los ojos claros deberían ser esclavos de los ojos oscuros.

—No es eso lo que dice —repuso Dalinar—. Se ha malinterpretado. Principalmente es una colección de historias que enseñan que un líder debe servir a los que lidera.

—Bah. ¡Lo escribieron los Radiantes Perdidos!

—Ellos no lo escribieron. Fueron su inspiración. Nohadon, un hombre corriente, fue su autor.

Elhokar lo miró, alzando una ceja. «¿Ves? —pareció decir—. Lo defiendes.»

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