El camino de los reyes (52 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Los Vaciadores. ¿Era eso lo que eran estos seres? Mitos. Mitos que cobraban vida para matarlo.

Algunas de las criaturas se abalanzaron, y él sintió la Emoción brotar de nuevo en su interior, dándole fuerzas mientras se revolvía. Las bestias retrocedieron, cautelosas, buscando puntos débiles. Otras olisquearon el aire, caminando de un lado a otro. Querían alcanzar a la mujer y la niña.

Dalinar saltó hacia ellas, obligándolas a retroceder, sin saber muy bien de dónde sacaba fuerzas. Una se acercó y él la golpeó, adoptando la pose del viento, la más familiar. Los golpes certeros, la gracia.

Golpeó a la bestia, alcanzándola en el flanco, pero otras dos saltaron hacia él desde los costados. Las garras le arañaron la espalda, y el peso lo lanzó contra las piedras. Maldijo, golpeó a una criatura y la empujó hacia atrás. Otra le mordió la muñeca, haciendo que soltara el atizador con un destello de dolor. Gritó y descargó un puñetazo contra las fauces de la criatura, que se abrieron por reflejo, liberándole la mano.

Los monstruos avanzaron. De algún modo, Dalinar se puso en pie y se apoyó contra la pared de roca. La mujer le lanzó la lámpara a una criatura que se acercaba demasiado, extendiendo aceite por las piedras, que salieron ardiendo. El fuego no pareció molestar a las criaturas.

El movimiento dejó al descubierto a Seeli, ya que Taffa perdió el equilibrio al lanzar la lámpara. Un monstruo la derribó, y otros saltaron hacia la niña…, pero Dalinar saltó hacia ella, la rodeó con sus brazos, se agachó para cubrirla y le dio la espalda a las bestias. Una saltó sobre su espalda. Las garras le arañaron la piel.

Seeli gimió aterrorizada. Taffa gritó cuando los monstruos la asaltaron.

—¿Por qué me mostráis esto? —le gritó Dalinar a la noche—. ¿Por qué he de vivir esta visión? ¡Malditos seáis!

Las garras se hundieron en su espalda. Agarró a Seeli, arqueándose de dolor. Volvió la mirada arriba, hacia el cielo.

Y allí vio una brillante luz azul cayendo por el aire.

Era como una roca de estrella, cayendo a velocidad increíble. Dalinar gritó cuando la luz golpeó el suelo a poca distancia, quebrando la piedra, lanzando esquirlas por los aires. El suelo se estremeció. Las bestias se detuvieron.

Dalinar se volvió aturdido hacia un lado, y luego vio con sorpresa que la luz se levantaba y desplegaba sus miembros. No era una estrella. Era un hombre, un hombre con una brillante armadura esquirlada azul, con una hoja esquirlada, y fragmentos de luz tormentosa brotando de su cuerpo.

Las criaturas sisearon furiosamente y se abalanzaron de pronto hacia la figura, ignorando a Dalinar y a la madre y la niña. El portador de la esquirlada alzó la hoja y golpeó con pericia, deteniendo los ataques.

Dalinar no daba crédito a sus ojos. No se parecía a ningún portador de esquirlada que hubiera visto. La armadura brillaba con una luz azul regular, y en el metal había grabados glifos, algunos familiares, otros no. Desprendían vapor azul.

Moviéndose con fluidez, con la armadura tintineando, el hombre golpeó a las bestias. Partió sin esfuerzo a un monstruo en dos, lanzando a la noche pedazos que escupían humo negro.

Dalinar se acercó a Taffa. Estaba viva, aunque tenía el costado lastimado y en carne viva. Seeli tiraba de ella, llorando. «Tengo que…, hacer algo…», pensó Dalinar, aturdido.

—Quedad en paz —dijo una voz.

Dalinar dio un respingo y se volvió para ver a una mujer con una delicada armadura esquirlada arrodillarse junto a él. Llevaba algo brillante. Era un topacio entrelazado con berilo, ambos dentro de un bello marco de metal, cada piedra tan grande como la mano de un hombre. La mujer tenía ojos pardos claros que casi parecían brillar en la noche, y no llevaba ningún yelmo. Tenía el pelo recogido en un moño. Alzó una mano y le tocó la frente.

El hielo se extendió por todo su cuerpo. De pronto, el dolor desapareció.

La mujer tocó también a Taffa. La carne de su brazo volvió a crecer en un abrir y cerrar de ojos, el músculo rasgado se quedó como estaba, pero otra carne creció donde habían arrancado los trozos. La piel lo cubrió todo por igual, y la portadora de esquirlada limpió la sangre y la carne lacerada con un paño blanco. Taffa alzó la mirada, asombrada.

—Vinisteis —susurró—. Bendito sea el Todopoderoso.

La portadora se levantó; su armadura brillaba con luz ámbar. Sonrió y se volvió hacia el lado. Una espada esquirlada se formó de la bruma en su mano mientras corría a ayudar a su compañero.

«Una mujer portadora», pensó Dalinar. Nunca había visto algo igual.

Se levantó, vacilante. Se sentía fuerte y sano, como si acabara de despertar tras una buena noche de sueño. Se miró el brazo y retiró el vendaje improvisado. Tuvo que secar la sangre y algo de piel rasgada, pero debajo la piel había sanado por completo. Inspiró profundamente unas cuantas veces. Entonces se encogió de hombros, recogió su atizador y se unió a la pelea.

—¿Heb? —llamó Taffa desde atrás—. ¿Te has vuelto loco?

No respondió. No podía quedarse cruzado de brazos mientras dos desconocidos luchaban para protegerlo. Había docenas de criaturas negras. Una de ellas lanzó una garra contra el portador de azul, y la garra marcó la armadura, hundiéndola y arañándola. El peligro que corrían estos portadores era real.

La portadora se volvió hacia Dalinar. Ahora llevaba el yelmo. ¿Dónde se lo había puesto? Pareció sorprendida al ver que Dalinar se abalanzaba contra una de las bestias negras y la golpeaba con su atizador. Luego, Dalinar asumió su pose de humo y se protegió del contraataque. La portadora se volvió hacia su compañero, y luego los dos asumieron sus poses formando un triángulo con Dalinar.

Con los dos portadores a su lado, la lucha fue notablemente mejor que en la casa. Solo consiguió eliminar a una bestia, pues eran rápidas y fuertes, y él luchaba a la defensiva, tratando de distraer y evitar la presión sobre los portadores. Las criaturas no se retiraron. Continuaron su ataque hasta que la portadora cortó en dos a la última.

Dalinar se detuvo, jadeando, y bajó el atizador. Otras luces habían caído, y seguían cayendo del cielo en dirección a la aldea. Presumiblemente, algunos de estos extraños portadores habían aterrizado allí también.

—Bien —dijo una fuerte voz—. He de decir que nunca antes había tenido el placer de combatir junto a un camarada con medios tan… poco convencionales.

Dalinar dio media vuelta y vio al portador mirándolo. ¿Dónde había ido a parar el yelmo del hombre? El portador estaba de pie, con la hoja descansando en su hombro acorazado, e inspeccionaba a Dalinar con ojos de un azul tan brillante que eran casi blancos. ¿Brillaban aquellos ojos filtrando luz tormentosa? Su piel era marrón oscura, como la de un makabaki, y tenía el pelo negro, rizado y corto. Su armadura ya no brillaba, aunque un gran símbolo, estampado en su peto, todavía desprendía una leve luz azul.

Dalinar reconoció el símbolo, la pauta particular del estilizado ojo doble, ocho esferas conectadas con dos en el centro. Era el símbolo de los Radiantes Perdidos, cuando todavía se llamaban los Caballeros Radiantes.

La portadora contemplaba la aldea.

—¿Quién te entrenó con la espada? —le preguntó el caballero a Dalinar, quien lo miró a los ojos y no supo cómo responder.

—Este es mi marido, Heb, buen caballero —dijo Taffa, avanzando con su hija de la mano—. Nunca ha visto una espada, por lo que yo sé.

—Tus poses me son desconocidas —dijo el caballero—. Pero eran expertas y precisas. El nivel de habilidad solo lo dan los años de entrenamiento. Rara vez he visto a un hombre, caballero o soldado, luchar tan bien como tú lo has hecho.

Dalinar permaneció en silencio.

—Ya veo que no hay palabras para mí —dijo el caballero—. Muy bien. Pero si deseas dar uso a ese misterioso entrenamiento tuyo, ven a Uriziru.

—¿Uriziru? —preguntó Dalinar. Había oído ese nombre en alguna parte.

—Sí. No puedo prometerte un puesto en alguna de las órdenes (esa decisión no es mía), pero si tu habilidad con la espada es similar a tu habilidad con los instrumentos para cuidar las chimeneas, entonces confío en que encuentres tu sitio con nosotros. —Se volvió hacia el este, hacia la aldea—. Extiende la noticia. Signos como este no carecen de importancia. Se avecina una Desolación. —Se volvió hacia su acompañante—. Iré yo. Protege a estos tres y llévalos a la aldea. No podemos dejarlos solos con los peligros de esta noche.

Su acompañante asintió. La armadura del caballero azul empezó a brillar levemente y entonces él se lanzó al aire, como si cayera hacia arriba. Dalinar retrocedió, asombrado, y vio la figura azul brillante elevarse y luego trazar un arco para bajar hacia la aldea.

—Venid —dijo la mujer, alzando la voz por dentro del yelmo. Empezó a bajar por la pendiente.

—Espera —dijo Dalinar, corriendo tras ella. Taffa recogió a su hija y los siguió. Tras ellos, el aceite se consumía.

La mujer caballero detuvo el paso para permitir que Dalinar y Taffa la alcanzaran.

—Tengo que saberlo —dijo Dalinar, sintiéndose como un idiota—. ¿Qué año es este?

La mujer caballero se volvió hacia él. Su yelmo había desaparecido. Dalinar parpadeó; ¿cuándo había sucedido eso? Al contrario que su compañero, ella tenía la piel clara, no pálida como los habitantes de Shinovar, sino de un bronceado claro, como los alezi.

—Es la Octava Época, tres treinta y siete.

«¿Octava Época? —pensó Dalinar—. ¿Qué significa eso?» Esta visión había sido diferente de las otras. Para empezar, las anteriores fueron más breves. Y la voz que le hablaba. ¿Dónde estaba?

—¿Dónde estoy? —le preguntó a la mujer caballero—. ¿En qué reino?

La caballero frunció el ceño.

—¿No estás curado?

—Estoy bien. Es que…, es que necesito saberlo. ¿En qué reino estoy?

—Esto es Natanatan.

Dalinar resopló. Natanatan. Las Llanuras Quebradas se encontraban en la tierra que fue en tiempos Natanatan. El reino había caído hacía siglos.

—¿Y lucháis por el rey de Natanatan? —preguntó.

Ella se echó a reír.

—Los Caballeros Radiantes luchan por ningún rey y por todos ellos.

—¿Entonces dónde vivís?

—Uriziru es donde se centran nuestras órdenes, pero vivimos en ciudades de toda Alezela.

Dalinar se detuvo sobre sus pasos. Alezela. Era el nombre histórico del lugar que se había convertido en Alezkar.

—¿Cruzáis las fronteras entre los reinos para luchar?

—Heb —dijo Taffa. Parecía muy preocupada—. Fuiste tú quien me prometió que los Radiantes vendrían a protegernos, justo antes de ir a buscar a Seeli. ¿Está tu mente confusa todavía? Dama caballero, ¿puedes curarlo de nuevo?

—Debería conservar el Recrecimiento para los otros que pueda haber heridos —respondió la mujer, mirando hacia la aldea. La lucha parecía remitir.

—Estoy bien —dijo Dalinar—. Alezk…, Alezela. ¿Vivís allí?

—Es nuestro deber y nuestro privilegio estar vigilantes ante la Desolación —respondió la mujer—. Un reino estudia las artes de la guerra para que los otros puedan tener paz. Morimos para que podáis vivir. Siempre ha sido nuestro sitio.

Dalinar se quedó quieto, reflexionando sobre esas palabras.

—Todos los que puedan luchar son necesarios —dijo la mujer—. Y todos los que tienen el deseo de luchar deberían venir a Alezela. Combatir, incluso este combate contra las Diez Muertes, cambia a las personas. Podemos enseñarte para que no te destruya. Ven con nosotros.

Dalinar asintió sin darse cuenta.

—Todo pasto necesita tres cosas —dijo la mujer, y su voz cambió, como si estuviera citando de memoria—. Rebaños que crezcan, pastores que atiendan y vigilantes en el perímetro. Los de Alezela somos esos vigilantes, los guerreros que protegen y luchan. Mantenemos las terribles artes de la lucha, y luego las transmitimos a otros cuando llega la Desolación.

—La Desolación —dijo él—. Eso significa los Vaciadores, ¿verdad? ¿Son lo que hemos combatido esta noche?

La mujer caballero hizo una mueca de desdén.

—¿Vaciadores? ¿Estos? No, esto era la Esencia de Medianoche, aunque quién la liberó sigue siendo un misterio —miró hacia un lado, la expresión distante—. Harkaylain dice que la Desolación está cerca, y no suele equivocarse. El…

Un súbito grito sonó en la noche. La mujer caballero soltó una imprecación y se volvió en aquella dirección.

—Esperad aquí. Llamad si regresa la Esencia. Lo escucharé.

Echó a correr en la oscuridad.

Dalinar alzó una mano, dividido entre seguirla y quedarse a cuidar a Taffa y su hija.

«¡Padre Tormenta!» —pensó, advirtiendo que se habían quedado solos en la oscuridad, ahora que la brillante armadura se había ido.

Se volvió hacia Taffa. Ella estaba en el camino junto a él, los ojos extrañamente distraídos.

—¿Taffa?

—Echo de menos estos tiempos —dijo Taffa.

Dalinar dio un respingo. Esa voz no era la suya. Era una voz de hombre, grave y potente. Era la voz que le hablaba durante todas las visiones.

—¿Quién eres? —preguntó Dalinar.

—Fueron uno, una vez —dijo Taffa, o lo que fuera—. Las órdenes. Hombres. No sin problemas o luchas, naturalmente. Pero concentrados.

Dalinar sintió un escalofrío. Algo en aquella voz siempre le había parecido levemente familiar. Incluso en la primera visión.

—Por favor. Tienes que decirme qué es esto, por qué me muestras estas cosas. ¿Quién eres? ¿Algún servidor del Todopoderoso?

—Ojalá pudiera ayudarte —dijo Taffa, mirándolo pero ignorando sus preguntas—. Tienes que unirlos.

—¡Eso ya lo has dicho antes! Pero necesito ayuda. Las cosas que dijo la mujer caballero sobre Alezkar. ¿Son verdad? ¿Podemos ser realmente así de nuevo?

—Hablar de lo que podría ser está prohibido —dijo la voz—. Hablar de lo que fue depende de la perspectiva. Pero intentaré ayudar.

—¡Entonces dame algo más que respuestas vagas!

Taffa lo miró, sombría. De algún modo, a la luz de las estrellas solamente, él podía distinguir sus ojos marrones. Había algo profundo, algo desalentador oculto tras ellos.

—Al menos dime una cosa —insistió Dalinar, buscando una pregunta concreta—. He confiado en el alto príncipe Sadeas, pero mi hijo, Adolin, piensa que soy un necio al hacerlo. ¿Debo continuar confiando en Sadeas?

—Sí —dijo el ser—. Eso es importante. No dejes que la disputa te consuma. Sé fuerte. Actúa con honor, y el honor te ayudará.

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