El camino de los reyes (98 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

—Tienes razón.

—Puedes ayudarnos al muli y a mí a cargar agua, gancho —dijo Lopen—. Ahora somos un equipo. Vamos en todas las carreras.

Kaladin asintió.

—Muy bien. —Roca lo miró—. Si me siento demasiado débil al final de los puentes permanentes, volveré. Lo prometo.

Roca asintió, reacio. Los hombres marcharon bajo el puente hasta la zona de concentración, y Kaladin se unió a Lopen y Dabbid y empezaron a llenar odres de agua.

Kaladin se encontraba al borde del precipicio, las manos a la espalda. El abismo lo miraba, pero él no le devolvía la mirada. Estaba concentrado en la batalla que se libraba en la siguiente meseta.

Esta carga había sido fácil: habían llegado al mismo tiempo que los parshendi. En vez de molestarse en matar a los hombres de los puentes, los parshendi habían asumido una posición defensiva en el centro de la meseta, en torno a la crisálida. Ahora los hombres de Sadeas los combatían.

La frente de Kaladin estaba perlada de sudor por el calor que hacía, y todavía sentía el cansancio de su enfermedad. Sin embargo, no era tan malo como tendría que haber sido. El hijo del cirujano no daba crédito.

Por el momento, el soldado podía más que el cirujano. Estaba absorto en la batalla. Los lanceros alezi, con sus petos y armaduras de cuero, presionaban en una línea curva a los guerreros parshendi, que usaban en su mayoría hachas de batalla o martillos, aunque unos cuantos empuñaban espadas o mazas. Todos tenían aquella extraña armadura rojo-anaranjada que les salía de la piel, y luchaban por parejas, cantando.

Era el peor tipo de batalla, la batalla igualada. A menudo, perdías muchos menos hombres en una escaramuza cuando tus enemigos ganaban rápidamente ventaja. Cuando eso sucedía, tu comandante ordenaba la retirada para minimizar las pérdidas. Pero las batallas igualadas…, eran brutales y sangrientas. Ver la lucha, los cuerpos caídos sobre las rocas, las armas destellando, los hombres arrojados de la meseta, le recordó sus primeros combates como lancero. Su comandante se sorprendió por la facilidad con que soportaba ver correr la sangre. Su padre, por la facilidad con que la derramaba.

Había una gran diferencia entre sus batallas en Alezkar y los combates en las Llanuras Quebradas. Allí lo rodeaban los peores soldados de Alezkar, o al menos los peor entrenados. Hombres que no aguantaban la posición. Y sin embargo, a pesar de todo el desorden, aquellas batallas tenían sentido para él. Las que se libraran aquí en las Llanuras Quebradas, no.

Fue un error de cálculo por su parte. Había cambiado las tácticas de batalla antes de comprenderlas. No volvería a cometer ese error.

Roca y Sigzil se le acercaron. El fornido comecuernos contrastaba con el pequeño y silencioso azishiano. La piel de Sigzil era marrón oscura, no negra del todo, como la de algunos parshmenios. Solía mostrarse reservado.

—Mala batalla —dijo Roca, cruzándose de brazos—. Los soldados no estarán contentos, ganen o pierdan.

Kaladin asintió ausente, escuchando los gritos, chillidos e imprecaciones.

—¿Por qué luchan, Roca?

—Por dinero —dijo Roca—. Y por venganza. Tendrías que saberlo. ¿No mataron los parshendi a tu rey?

—Oh, comprendo por qué luchamos nosotros —respondió Kaladin—. Pero los parshendi. ¿Por qué luchan ellos?

Roca hizo una mueca.

—¡Yo diría que porque no les hace mucha gracia la idea de que los decapiten por haber matado a vuestro rey! Debe de resultarles muy incómodo. Kaladin sonrió, aunque la risa no le parecía natural mientras veía morir a tantos hombres. Su padre lo había formado durante mucho tiempo para que no lo conmoviera cualquier muerte.

—Tal vez. ¿Pero por qué luchar entonces por las gemas corazón? Su número se reduce por escaramuzas como estas.

—¿Lo sabes con seguridad? —preguntó Roca.

—Sus incursiones son menos frecuentes. La gente habla de eso en el campamento. Y no se acercan tanto al lado alezi como antes.

Roca asintió, pensativo.

—Parece lógico. ¡Ja! Tal vez ganemos pronto esta lucha y nos vayamos a casa.

—No —dijo Sigzil en voz baja. Tenía una forma de hablar muy formal, sin apenas inflexiones. «¿Qué idioma hablan los azishianos, por cierto?» Su reino estaba tan lejos que Kaladin solo había conocido a otro compatriota suyo—. Lo dudo. Y puedo decirte por qué luchan, Kaladin.

—¿De verdad?

—Deben de tener animistas. Necesitan las gemas por el mismo motivo que nosotros. Para hacer comida.

—Parece razonable —dijo Kaladin, todavía con las manos a la espalda, las piernas separadas. El descanso militar todavía le parecía natural—. Solo es una conjetura, pero razonable. Dejadme preguntaros otra cosa, entonces. ¿Por qué no pueden tener escudos los hombres de los puentes?

—Porque nos haría ir demasiado lentos —dijo Roca.

—No —repuso Sigzil—. Podrían enviar hombres con escudos delante de los puentes, corriendo delante de nosotros. No retrasaría a nadie. Sí, harían falta más hombres en los puentes…, pero con esos escudos se salvarían suficientes vidas y compensaría el número superior.

Kaladin asintió.

—Sadeas ya tiene más hombres de los que necesita. En la mayoría de los casos, más puentes de los que necesita.

—¿Pero por qué? —preguntó Sigzil.

—Porque somos buenos blancos —dijo Kaladin en voz baja, comprendiendo—. Nos ponen delante, para atraer la atención de los parshendi.

—Pues claro —dijo Roca, encogiéndose de hombros—. Los ejércitos siempre hacen estas cosas. Los más pobres y peor entrenados van primero.

—Lo sé, pero normalmente se les da al menos cierta medida de protección. ¿No lo ves? No somos una oleada inicial sacrificable. Somos cebo. Nos exponen de tal modo que los parshendi no pueden dejar de dispararnos. Eso permite que los soldados regulares se acerquen sin ser heridos. Los arqueros parshendi apuntan a los hombres de los puentes.

Roca frunció el ceño.

—Los escudos nos harían menos tentadores —dijo Kaladin—. Por eso los prohíbe.

—Tal vez —comentó Sigzil, pensativo—. Pero parece una tontería el derroche de tropas.

—En realidad no es ninguna tontería. Si tienes que atacar continuamente posiciones fortificadas, no puedes permitirte perder a tus tropas entrenadas. ¿No lo ves? Sadeas solo tiene un número limitado de hombres entrenados. Pero es fácil encontrarlos sin entrenar. Cada flecha que abate a un hombre de los puentes no abate a un soldado en quien has invertido mucho dinero para equiparlo e instruirlo. Por eso es mejor para Sadeas tener un número grande de hombres de los puentes que uno más pequeño, pero protegido.

Tendría que haberlo visto antes. Lo había distraído lo poco importantes que eran los hombres de los puentes en las batallas. Si los puentes no llegaban, el ejército no podía cruzar los abismos. Pero cada cuadrilla estaba repleta de gente, y en cada ataque se enviaba el doble de los puentes de los necesarios.

Ver caer un puente debía de proporcionar a los parshendi una gran satisfacción, y habitualmente lograban derribar dos o tres puentes en cada mala carga por los abismos. A veces más. Mientras murieran los hombres de los puentes y los parshendi no dedicaran su tiempo a dispararle a los soldados, Sadeas tenía motivos para permitir que siguieran siendo vulnerables. Los parshendi deberían de haberlo visto, pero era muy difícil desviar tu flecha del hombre desarmado que cargaba equipo de asedio. Se decía que los parshendi eran luchadores poco sofisticados. De hecho, al contemplar la batalla en la otra meseta, estudiándola, concentrándose, vio que era cierto.

Donde los alezi mantenían una formación recta y disciplinada, cada hombre protegiendo a sus compañeros, los parshendi atacaban en parejas independientes. Los alezi tenían técnicas y tácticas superiores. Cierto, cada uno de los parshendi era superior en fuerza, y su habilidad con aquellas hachas era notable. Pero los soldados alezi de Sadeas estaban bien entrenados en formaciones modernas. Cuando lograban establecerse, y si podían prolongar la batalla, su disciplina a menudo los conducía a la victoria.

«Los parshendi no habían luchado en batallas a gran escala antes de esta guerra, decidió Kaladin. Están acostumbrados a escaramuzas más pequeñas, acaso contra otras aldeas o clanes.»

Varios hombres más se unieron a Kaladin, Roca y Sigzil. Poco después, la mayoría estaba allí de pie, algunos imitando la pose de Kaladin. La batalla duró todavía otra hora. Sadeas resultó victorioso, pero Roca tenía razón. Los soldados no estaban felices: habían perdido muchos amigos hoy.

Kaladin y los demás condujeron de vuelta al campamento a un grupo de lanceros cansado y maltrecho.

Unas cuantas horas después, Kaladin estaba sentado en un trozo de madera junto al fuego de campamento del Puente Cuatro. Syl estaba sentada en su rodilla, tras haber adoptado la forma de una pequeña llamita blanca y azul translúcida. Había vuelto a él durante la marcha de regreso, revoloteando alegremente al verlo de pie y caminando, pero no había dado ninguna explicación a su ausencia.

El fuego auténtico crujía y chisporroteaba, con la gran olla de Roca borboteando encima y algunos llamaspren bailando sobre los troncos. Cada par de segundos, alguien le preguntaba a Roca si el guiso estaba terminado ya, a menudo golpeando bienintencionadamente su cuenco con una cuchara. Roca no decía nada y seguía removiendo el guiso. Todos sabían que nadie comía hasta que dijera que estaba a punto: era muy escrupuloso respecto a no servir comida «inferior».

El aire olía a comida. Los hombres reían. Su jefe de puente había sobrevivido a la ejecución y la carga de hoy no había costado ninguna baja. Estaban de buen humor.

Excepto Kaladin.

Ahora comprendía. Comprendía lo inútil que era su esfuerzo. Comprendía por qué Sadeas no se(había molestado en reconocer que había sobrevivido. Era ya un hombre de los puentes, y serlo equivalía a una sentencia de muerte.

Kaladin esperaba mostrarle a Sadeas que su cuadrilla podía ser eficiente y útil. Esperaba demostrar que se merecían protección: escudos, armaduras, instrucción. Kaladin pensaba que si actuaban como soldados, tal vez podían ser vistos como tales.

Nada de eso funcionaría. Un hombre de los puentes que sobreviviera era, por definición, un fracasado.

Sus hombres reían y disfrutaban junto al fuego. Confiaban en él. Había hecho lo imposible al sobrevivir a una alta tormenta, herido, atado a una pared. Sin duda realizaría otro milagro, esta vez para ellos. Eran buenos hombres, pero pensaban como soldados de infantería. Los oficiales y los ojos claros se preocuparían a la larga. Los hombres estaban alimentados y felices, y eso era suficiente por ahora. No para Kaladin.

Se encontró cara a cara con el hombre al que había dejado atrás. El que había abandonado aquella noche que decidió no arrojarse al abismo. Un hombre de ojos acosados, un hombre que había dejado de preocuparse o de sentir esperanza. Un cadáver ambulante.

«Voy a fallarles», pensó.

No podía dejar que continuaran cargando puentes, muriendo uno tras otro. Pero tampoco se le ocurría ninguna alternativa. Y por eso sus risas lo lastimaban.

Uno de ellos, Mapas, se levantó, alzando los brazos, e hizo callar a los demás. Era el momento entre lunas, y por eso quedaba iluminado principalmente por el fuego de la hoguera; en el cielo había una lluvia de estrellas. Varias se movían, diminutos puntos de luz persiguiéndose unos a otros, zigzagueando como lejanos y brillantes insectos. Estrellaspren. Eran raros.

Mapas era un tipo de cara achatada, barba hirsuta y gruesas cejas. Todos lo llamaban Mapas por la marca de nacimiento de su pecho, que juraba que era el mapa exacto de Alezkar, aunque Kaladin no lograra ver el parecido.

Mapas se aclaró la garganta.

—Es una buena noche, una noche especial, y todo eso. Hemos recuperado a nuestro jefe.

Algunos de los hombres aplaudieron. Kaladin trató de no mostrar lo mal que se sentía por dentro.

—Nos espera una buena comida —dijo Mapas. Miró a Roca—. Porque estará ya, ¿no, Roca?

—Estará —dijo Roca, removiendo el guiso.

—¿Estás seguro? Podríamos hacer otra carga con el puente. Para darte un poco de tiempo, ya sabes, cinco o seis horas más…

Roca le dirigió una mirada feroz. Los hombres se rieron, y varios golpearon sus cuencos con las cucharas. Mapas se echó a reír y luego buscó en el suelo detrás de la piedra que usaba como asiento. Sacó un paquete envuelto en papel y se lo lanzó a Roca.

Sorprendido, el alto comecuernos lo cazó en el aire y casi a punto estuvo de dejarlo caer en el guiso.

—De parte de todos nosotros —dijo Mapas, un poco cortado—, por hacernos guisos cada noche. No creas que no nos hemos dado cuenta de lo mucho que te esfuerzas. Nosotros nos relajamos mientras tú cocinas. Y siempre sirves a todos los demás primero. Así que te hemos comprado algo para darte las gracias.

Se frotó la nariz con el brazo, estropeando un poco el momento, y se sentó. Varios hombres le dieron golpecitos en la espalda, celebrando su discurso.

Roca desenvolvió el paquete y se lo quedó mirando durante largo rato. Kaladin se inclinó hacia delante, tratando de echar un vistazo al contenido. Roca lo alzó. Era una cuchilla de afeitar recta de brillante acero plateado; la parte afilada estaba cubierta por un trozo de madera. Roca lo retiró e inspeccionó la hoja.

—Bobos tarados —dijo en voz baja—. Es preciosa.

—Hay una pieza de acero pulido también —dijo Peet—. Para que sirva de espejo. Y un poco de jabón y una correa de cuero para afilarla.

Sorprendentemente, a Roca se le salaron las lágrimas. Se marchó, llevándose sus regalos.

—El guiso está preparado —dijo. Entró en el barracón.

Los hombres permanecieron en silencio.

—Padre Tormenta —dijo por fin el joven Dunny—, ¿creéis que hemos hecho bien? Quiero decir, con tanto como se queja y eso…

—Creo que ha sido perfecto —dijo Teft—. Dadle al grandullón tiempo para recuperarse.

—Sentimos no haberte dado nada, señor —le dijo Mapas a Kaladin—. No sabíamos que estabas despierto.

—No importa.

—Bueno —dijo Cikatriz— ¿alguien va a servir ese guiso o nos quedaremos aquí muertos de hambre hasta que se queme?

Dunny dio un salto y agarró el cucharón. Los hombres se reunieron en torno a la olla, empujándose unos a otros mientras Dunny servía. Sin Roca para gritarles y poner orden, era un auténtico jaleo. Solo Sigzil no se unió. El silencioso hombre de piel oscura permaneció a un lado, las llamas reflejándose en sus ojos.

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