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Authors: Chris Bradford
—¡Vosotros! —ordenó el contramaestre señalando a Jack, Ginsel y otros tres marineros—. ¡Poneos en marcha y soltad esa gavia! ¡Deprisa!
Los cinco marineros de dirigieron a toda prisa a la proa del barco, pero cuando cruzaban la cubierta principal en dirección al palo del trinquete, una bola de fuego apareció de la nada... y fue derecha hacia Jack.
—¡Cuidado! —gritó uno de los marineros.
Jack, que en ese viaje ya había vivido en sus carnes algunos de los ataques de sus enemigos portugueses, se hizo a un lado instintivamente. Sintió la vaharada de aire caliente y el zumbido de la bola de fuego pasó junto a él, y se precipitó sin pensarlo a la cubierta. El sonido del impacto de ese proyectil, sin embargo, nada tuvo que ver con el de los cañonazos: no se produjo el habitual y temible crujido del hierro contra la madera. Fue más bien un golpe sordo y sin vida, como una bola de tela. Los ojos de Jack se posaron en el objeto que tenía ahora a sus pies.
Se quedó horrorizado.
No era una bola de fuego.
Era el cadáver ardiente de uno de los marineros de la tripulación: el rayo lo había matado.
Jack se quedó inmóvil. Una desconcertante sensación de asco le subía de la boca de su estómago hacia el fondo de su garganta. El rostro del hombre mostraba un gesto de agonía y estaba tan desfigurado por el fuego que Jack ni siquiera pudo reconocerlo.
—Santa María, Madre de Dios —exclamó Ginsel—, ¡incluso los cielos están contra nosotros!
Pero antes de que pudiera murmurar otra palabra, una ola barrió la amura y se llevó el cuerpo al mar.
—¡Jack, tú quédate conmigo! —le dijo Ginsel, al ver la expresión de espanto del rostro del muchacho. Lo agarró por el brazo y lo empujó hacia el palo del trinquete.
Pero Jack permaneció clavado en su sitio. Todavía podía oler la carne calcinada del marinero muerto, como un cerdo quemado en una espeta.
No era el primer muerto que veía en el viaje y sabía que no iba a ser el último. Sin embargo, eso no ayudaba a que la experiencia le resultara menos dolorosa. Su padre le había advertido que cruzar el Atlántico y el Pacífico era un viaje lleno de peligros y Jack ya había visto morir a hombres de congelación, escorbuto, fiebre tropical, heridas de cuchillo y balas de cañón. Esa familiaridad con la muerte, no obstante, no lo hacía inmune al horror.
—Vamos, Jack... —instó Ginsel.
—Estoy diciendo una oración por él —respondió al fin Jack, intentando desesperadamente sofocar el pánico. Sabía que su deber era seguir a Ginsel y el resto de la tripulación, pero la necesidad de estar con su padre en este momento fue más fuerte que su compromiso con el deber.
—¿Adónde vas? —chilló Ginsel, mientras Jack corría hacia el alcázar situado en la otra punta del navío—. ¡Te necesitamos aquí!
Jack, sin embargo, se perdió en la tormenta, enzarzado en una lucha caótica por alcanzar a su padre mientras el barco se sacudía de un lado a otro.
Apenas había conseguido llegar al palo de mesana cuando otra ola colosal golpeó el
Alexandria.
Fue tan potente que Jack perdió pie y fue barrido por la cubierta hasta la amura de babor.
El barco se estremeció de nuevo y Jack cayó por la borda. En ese mismo instante supo que había llegado el final. Escupido por la tormenta, iba a ser devorado por el oscuro océano que se rebullía allí abajo...
Jack se preparó para el impacto final, pero su cuerpo se elevó inesperadamente: de pronto se encontró colgando del borde del navío, mientras el mar se agitaba violentamente a sus pies.
Jack alzó la cabeza y vio un brazo tatuado que lo agarraba firmemente por la muñeca.
—¡No te preocupes, chaval, te tengo! —gruñó su salvador, mientras una nueva ola se elevaba hacia Jack, tratando de volver a arrastrarlo hacia el fondo. El ancla que el hombre llevaba tatuada en el antebrazo pareció doblarse bajo la tensión y Jack tuvo la sensación de que el brazo se le iba a salir de la cuenca mientras el marinero seguía tirando de su muñeca para llevarlo de vuelta a bordo.
Jack se desplomó a los pies del marinero, escupiendo agua.
—Vivirás. Eres un marino nato, como tu padre, aunque con un poco más de agua en los pulmones —sonrió el contramaestre—. ¡Ahora respóndeme, chaval! ¿Qué demonios creías que estabas haciendo?
—Yo... Le llevaba un mensaje a mi padre, contramaestre.
—No es eso lo que te había ordenado —le gritó el contramaestre a la cara—. ¡Puede que seas el hijo del piloto, pero eso no va a impedir que te haga azotar por desobediencia! ¡Ahora sube ahí arriba o me veré obligado a hacerte probar el
gato!
—Que Dios le bendiga, contramaestre —murmuró Jack, y rápidamente volvió al palo del trinquete, consciente de que había tenido una suerte extraordinaria. El
gato de nueve colas
no era ninguna amenaza baldía: el contramaestre había azotado a otros marineros por cosas mucho menos graves que la desobediencia de una orden.
De todas formas, cuando llegó a la proa, Jack vaciló. El palo del trinquete era más alto que la torre de una iglesia, y se agitaba salvajemente con la tormenta. Los dedos de Jack, entumecidos ya por el frío, ni siquiera podían sentir los cabos, y sus ropas, ahora empapadas por completo, resultaban pesadas y engorrosas. El problema era que cuanto más se retrasara, más frío tendría y sus miembros no tardarían en estar demasiado entumecidos para salvarle en caso de que tuviera problemas.
«Vamos —se dijo—. Demuéstrales que tienes agallas...»
Sin embargo, en el fondo, sabía que no era así. De hecho, estaba verdaderamente aterrado. Durante el largo viaje desde Inglaterra a las Islas de las Especias se había ganado la fama de ser uno de los «monos gavieros» más diestro. Sin embargo, su habilidad para trepar a los mástiles, reparar las velas y soltar los cabos que se habían estropeado no procedía de la seguridad en sí mismo... sino del puro miedo.
Jack contempló la tormenta. El cielo se había convertido en un frenesí de oscuras nubes empeñadas en ocultar una luna incolora. En la penumbra, Jack apenas pudo distinguir a Ginsel y el resto de la tripulación en el velamen. Las sacudidas del mástil eran tan violentas que los hombres se agitaban como manzanas en un árbol.
—No tengas miedo de las tormentas de la vida —le había dicho su padre el día que le encargaron coronar por primera vez el nido del cuervo, la cofa—. Todos tenemos que aprender a navegar nuestro propio navío, ya sea el tiempo bueno o malo.
Jack recordó haber visto cómo todos los nuevos marineros, uno tras otro, intentaban culminar el aterrador ascenso. Y todos habían quedado petrificados por el miedo antes de llegar a la cima, o habían acabado vomitando encima de los marineros que esperaban abajo. Todos menos uno. Cuando le tocó el turno a Jack, el viento soplaba con tanta fuerza que las jarcias se sacudían casi tan frenéticamente como sus propias piernas.
Jack miró a su padre con miedo en los ojos.
—Creo en ti, hijo. Puedes hacerlo —le dijo su padre, cogiéndolo del hombro con firmeza y cariño.
Convencido por la fe que su padre demostraba tener en él, Jack se lanzó a las jarcias y no miró abajo hasta que llegó a la seguridad de la cofa. Exhausto, pero jubiloso, el muchacho le dedicó un grito de deleite a su padre, que le observaba desde la lejana cubierta, diminuto, como una hormiga. El miedo lo había impulsado hasta la cima. Bajar fue otro cantar...
Jack se agarró a las jarcias y empezó a escalar. Pronto adquirió el ritmo habitual, consolado por la costumbre. Mano sobre mano, fue ganando rápidamente altura, hasta que vio las crestas blancas de las olas que azotaban el navío. Pero la mayor amenaza no eran ya las olas, sino el implacable viento. Un continuo de ráfagas despiadadas hacía todo lo posible para empujar a Jack hacia la noche, pero su cuerpo reaccionaba instintivamente y seguía subiendo. Poco después se encontró junto a Ginsel en el penol superior.
—¡Jack! —gritó Ginsel, que parecía peligrosamente agotado, los ojos inyectados en sangre y hundidos—. Una de las drizas se ha atascado. La vela no cae. Tienes que ir a soltarla.
Jack miró hacia arriba y vio una gruesa maroma enganchada en la verga superior del penol, donde el aparejo de poleas se agitaba peligrosamente.
—¡¿Estás de broma?! ¿Por qué yo? ¿Por qué no van ellos? —exclamó Jack, señalando con la cabeza a los dos marineros aterrados que se aferraban con uñas y dientes a cada lado del peñol.
—Lo siento, Jack, eres el mejor gaviero que tenemos.
—Pero es un suicidio... —protestó Jack.
—¡También lo era dar la vuelta al mundo, y lo hemos hecho! —replicó Ginsel, esforzándose por esbozar una sonrisa tranquilizadora mientras mostraba sus dientes de tiburón con aire maniático—. Sin esa gavia, el capitán no podrá salvar el barco. Hay que hacerlo y tú eres el gaviero encargado.
—Muy bien —dijo Jack, consciente de que tenía pocas opciones—. ¡Pero será mejor que estés preparado para cogerme!
—Confía en mí, muchacho, no querría perderte. Átate esta cuerda a la cintura y entonces podré agarrarte. Será mejor que te lleves también mi cuchillo. Lo necesitarás para cortar esa driza.
Jack se aseguró la cuerda y se colocó entre los dientes la hoja mal afilada. Entonces subió el mástil hasta el juanete más alto. Usando el poco cordaje disponible, se fue arrastrando a lo largo de la verga hacia la driza atascada.
El avance era traicioneramente lento, pues el viento lo empujaba malévolo con un millar de manos invisibles. Al mirar hacia abajo, Jack apenas pudo ver a su padre en el alcázar. Por un instante, sin embargo, le pareció que lo saludaba.
—¡Cuidadooo! —advirtió Ginsel.
Jack se volvió y vio que el aparejo suelto volaba directamente hacia su cabeza. Se lanzó a un lado, esquivándolo, pero en el proceso perdió su asidero y resbaló.
Jack se agarró por instinto al cordaje. Los cabos se le clavaron en las manos, pero, a pesar del dolor desgarrador, consiguió no perder su asidero.
Se quedó allí colgado, agitándose al viento.
El mar. El barco. La vela. El cielo. Todo giraba a su alrededor.
—¡No te preocupes! ¡Te tengo! —oyó que le gritaba Ginsel en medio de la tormenta.
Tiró de la cuerda e izó a Jack hacia el palo. Jack pasó las piernas por el juanete principal y se enderezó. Tardó unos instantes en recuperar el aliento, tratando de tomar aire entre los dientes con los que aún sujetaba el cuchillo de Ginsel.
Cuando el dolor de sus manos remitió, continuó arrastrándose por la verga. Al cabo de un rato, la driza atascada quedó a unas pocas pulgadas de su rostro. Jack se quitó el cuchillo de entre los dientes y empezó a cortar el cabo empapado. Pero el cuchillo estaba mal afilado. Tuvo que intentarlo varias veces antes de que los hilos del cabo empezaran a soltarse. Jack tenía los dedos helados hasta los huesos y las palmas, ensangrentadas: resultaba difícil trabajar con soltura en esas condiciones. Una ráfaga de viento lo alcanzó de costado y, al tratar de sujetarse, soltó el cuchillo. La hoja se fue volando con la tormenta.
—¡Noooo! —gritó Jack, tratando inútilmente de alcanzarlo.
Agotado por el esfuerzo, se volvió hacia Ginsel.
—¡Sólo he conseguido cortar la mitad del cabo! ¿Y ahora qué?
Ginsel, sujetando la cuerda de seguridad, le indicó que regresara, pero en ese preciso instante otra ráfaga de viento golpeó a Jack con violencia. Habría jurado que el barco había encallado. Todo el mástil se estremeció y la gavia tiró con fuerza de la driza. Debilitado por los cortes de Jack, el cabo chasqueó como un hueso al romperse, la vela se desplegó y, con un poderoso crujido, capturó el viento.
El barco se abalanzó hacia delante.
Ginsel y los otros marineros soltaron un breve grito de júbilo y Jack se sintió momentáneamente exultante por ese inesperado giro de la fortuna.
Pero la alegría duró poco.
La vela, al caer, tiró del aparejo, que, tras un chasquido, se precipitó sobre Jack. Esta vez, sin embargo, el muchacho no tenía a donde ir.
—¡SALTA! —gritó Ginsel.
Jack se soltó de la verga y se apartó del camino del aparejo.
Trazó un arco en el aire mientras Ginsel se esforzaba por sujetar el otro extremo de la cuerda de seguridad. Jack chocó contra las jarcias del otro lado del mástil y enganchó el brazo en los cordajes, sujetándose con todas sus fuerzas para no perder la vida.
El aparejo osciló ahora hacia Ginsel. No lo alcanzó por muy poco, pero golpeó a Sam, que estaba justo tras él. El desdichado marino cayó dando vueltas al mar.
—¡Sam! —gritó Jack mientras bajaba rápidamente por las jarcias.
Una vez en cubierta, corrió hasta la amura, y vio que Sam se debatía contra las olas gigantescas, desapareciendo y volviendo a aparecer, hasta que, tras un último grito desgarrador, la corriente lo arrastró definitivamente hacia el fondo.
Jack se volvió hacia el contramaestre, que se había reunido con él en la amura.
—No hay nada que puedas hacer, muchacho. Ya le llorarás por la mañana... Si conseguimos sobrevivir.
Al advertir la expresión de desesperación del rostro de Jack, el contramaestre suavizó un poco su postura.
—Has hecho un buen trabajo ahí arriba. Ahora ve a ver a tu padre: está en su camarote con el capitán.
Jack corrió hacia la escalera de la cámara y se dirigió bajo cubierta, contento de poder escapar de la terrible tempestad. Dentro del vientre del barco, la tormenta parecía menos amenazante, y su furia desatada no parecía allí abajo más que un aullido apagado. Jack se abrió paso hasta el camarote de su padre, situado en la popa, y entró en silencio en el cuarto pequeño y de techo bajo.
Su padre estaba inclinado sobre una mesa, estudiando con atención un montón de cartas marinas junto al capitán.
—¡Piloto, en sus manos está sacarnos de aquí! —ladró el capitán golpeando la mesa con el puño—. ¡Dijo que conocía estas aguas! ¡Dijo que veríamos tierra hace dos semanas! ¡Hace dos semanas! ¡Por Dios bendito, puedo capitanear este barco en cualquier tormenta, pero tengo que saber dónde demonios voy! Tal vez ese Japón no existe, ¿no? Todo podría ser una leyenda. Un maldito engaño portugués diseñado para acabar con nosotros.
Jack, como los demás marineros del barco, había oído hablar de la leyenda de las islas de Japón, repletas de riquezas incalculables y de exóticas especias. Un intercambio comercial con los japoneses sin duda los haría ricos a todos, pero hasta entonces los únicos que habían puesto los pies en Japón eran los portugueses, y al parecer estaban resueltos a mantener la ruta en secreto —Japón existe, capitán —dijo John Fletcher tranquilamente abriendo un gran cuaderno con tapas de cuero—. Mi cuaderno de ruta dice que se encuentra entre las latitudes treinta y cuarenta norte. Según mis cálculos, sólo nos hallamos a unas pocas leguas de la costa. Mire aquí.