Read El camino del guerrero Online
Authors: Chris Bradford
Los ojos de John Fletcher ardían de ira. Se retorció tratando de liberarse del garrote, intentando alcanzar a su hijo, pero fue inútil. La sombra tiró hacia atrás con fuerza. John se ahogó y las fuerzas fueron abandonándolo poco a poco. Derrotado, se quedó flácido como una muñeca de trapo.
—En mi camarote... En mi escritorio... —gimió, sacándose una llavecita del bolsillo y arrojándola a la cubierta.
El guerrero del ojo verde no pareció comprender.
—En mi camarote... En mi escritorio... —repitió John Fletcher, señalando primero la llave y luego la dirección donde se encontraba su camarote.
La sombra asintió a uno de sus hombres, que recogió la llave y desapareció rápidamente bajo cubierta.
—Ahora suelta a mi hijo —suplicó el padre de Jack.
La sombra del ojo verde soltó una risotada, y echó atrás la espada para descargar el golpe de gracia...
Jack gritó y abrió los ojos. El corazón le latía desbocado. Miró frenéticamente a su alrededor. Una vela aleteaba en el rincón de la habitación vacía.
Una puerta se deslizó para abrirse y la muchacha se le acercó y se arrodilló junto a él.
—
Aku rei. Yasunde, gaijinsan
—dijo la muchacha, con la misma voz amable que Jack había oído antes.
Colocó una vez más el frío paño en su frente y le hizo acostarse.
—¿Qué? Yo... no entiendo —tartamudeó Jack—. ¿Quién eres? ¿Dónde está mi padre?
La risotada continuó.
El padre de Jack explotó de ira cuando advirtió que la sombra pretendía matar a Jack.
John Fletcher echó atrás la cabeza, golpeando a su captor en la cara y rompiéndole la nariz. El garrote se aflojó y cayó al suelo. John se lanzó hacia el cuchillo que había caído en cubierta y, con un último y desesperado intento para salvar a su hijo, agarró la hoja y la clavó en la pierna de la sombra del ojo verde.
La sombra gruñó de dolor antes de descargar el golpe mortal y Jack, libre de la mano que lo ahogaba, se desplomó, casi inconsciente. Haciendo girar su espada, la sombra corrió hacia su atacante.
Tras soltar su grito de batalla, «¡KIAI!», la sombra del ojo verde dejó caer su arma contra el pecho de John.
Inmaculadamente limpio, el suelo de la pequeña habitación sin adornos estaba cubierto con una pauta geométrica de suaves esterillas de paja. Las paredes eran cuadrados de papel transparente que suavizaban la luz del día, creando en la habitación una atmósfera mágica.
Jack yacía en un grueso futón, cubierto con una colcha de seda. Nunca hasta entonces había sentido el contacto de la seda sobre su piel y le pareció como la caricia de un millar de alas de mariposa.
Después de tanto tiempo en la mar, la cabeza le daba vueltas en la mareante inmovilidad del suelo. Trató de sujetarse, pero una brusca lanzada de dolor le corrió por todo el brazo.
Se examinó con cautela. Tenía el brazo izquierdo hinchado y descolorido. Le pareció que estaba roto, pero alguien se lo había asegurado con una tablilla de madera. Con esfuerzo, trató de recordar lo que había sucedido. La fiebre había remitido, y las imágenes inconexas que hasta entonces habían ido ocupando momentáneamente su mente adquirieron de pronto una dimensión dolorosamente real.
Christian muriendo en la puerta. Las sombras en la oscuridad. La tripulación del
Alexandria
masacrada. Su padre muriendo, con un garrote presionándole la garganta. El guerrero sombra clavándole su espada...
Jack pudo recordar que había permanecido tendido en cubierta lo que le había parecido una eternidad. Las sombras, creyendo que había muerto, habían dejado el alcázar para saquear el barco. Luego, como si surgiera de una profunda sima, oyó hablar a su padre.
—Jack... Jack... Hijo mío... —susurró débilmente.
Jack se sacudió la parálisis y se arrastró hacia su padre moribundo.
—Jack... Estás vivo —dijo, y una leve sonrisa asomó en sus labios ensangrentados—. El cuaderno de ruta... A casa... Te llevará a casa...
Entonces la luz abandonó los ojos de su padre y John exhaló su último suspiro.
Jack ese abrazó a su padre, tratando de calmar sus sollozos. Se aferró a él como si fuera un marinero que busca una cuerda de seguridad para no ahogarse.
Cuando su llanto finalmente remitió, Jack se dio cuenta de que estaba completamente solo, aislado en una tierra extranjera. Su única esperanza para regresar a casa era el cuaderno de ruta.
Corrió hacia las cubiertas inferiores. Los
wako
, ocupados en cargar las armas, el oro y el brasilere en su propio barco, no se fijaron en él. Bajo cubierta, Jack dejó atrás cadáver tras cadáver hasta que consiguió entrar en el camarote de su padre, donde encontró el cuerpo sin vida de Christian.
Habían saqueado el camarote, el escritorio estaba volcado y las cartas esparcidas por todas partes. Jack corrió al camastro y levantó el colchón. Apretó el resorte oculto y, para su alivio, vio el cuaderno de ruta, envuelto en su tela protectora.
Se lo metió debajo de la camisa y salió corriendo del camarote. Casi había llegado a las escaleras cuando una mano apareció de pronto en medio de la oscuridad y lo agarró por el cuello de la camisa.
Un rostro ennegrecido apareció ante sus ojos.
Sonreía con una mueca enloquecida, revelando una hilera de dientes de tiburón.
—¡Caiga la peste sobre ellos! No nos han derrotado —susurró Ginsel con los ojos desencajados—. Le he prendido fuego a la santabárbara. ¡BUUM!
Ginsel extendió los brazos, para indicar el gran alcance de la explosión. Se rio brevemente, y de pronto una expresión de sorpresa se apoderó de su rostro. Jack lo vio entonces desplomarse ante él con un gran cuchillo sujeto a una cadena asomándole por la espalda.
Jack alzó la mirada y vio la siniestra figura de un ninja surgiendo de las sombras. Un único ojo verde lo miró a los ojos y luego reparó en el cuaderno de ruta que Jack llevaba guardado debajo de la camisa. La sombra tiró de la cadena, devolviendo el cuchillo a su mano. Jack giró sobre sus talones y corrió escaleras arriba, rezando para poder llegar a tiempo a la amura.
Antes de que el cuchillo del ninja lo alcanzara, Jack salió despedido por la fuerza de la explosión y acabó cayendo al océano con el resto del naufragio...
Luego... Luego la nada...
Un dolor terrible. Oscuridad.
Una luz cegadora.
El rostro cubierto de cicatrices de un hombre...
Extrañas voces desconocidas...
Jack fue súbitamente consciente de que podía oír esas mismas voces ahora, hablando fuera de la habitación. Durante un momento, no se atrevió a respirar.
¿Eran
wako?
Pero entonces ¿por qué estaba vivo?
Jack divisó su camisa y sus calzones, perfectamente doblados en un rincón de la habitación, pero no vio ni rastro del cuaderno de ruta. Se puso en pie a duras penas y se vistió apresuradamente. Cruzó la habitación en busca de la puerta, pero sólo halló una parrilla ininterrumpida de paneles.
Se sintió perdido. Ni siquiera había una aldaba.
Entonces recordó uno de sus sueños febriles: la muchacha había entrado en la habitación a través de una puerta corredera. Jack agarró una de las tablillas de madera para empujar, pero, al no estar aún habituado a la firmeza de la tierra firme, se tambaleó y atravesó con la mano la puerta de fino papel. La conversación al otro lado de la puerta
shoji
cesó bruscamente.
El panel se deslizó y Jack retrocedió tambaleándose, avergonzado por su torpeza.
Una mujer de mediana edad de rostro redondo y un joven fornido de oscuros ojos almendrados se lo quedaron mirando. La expresión del hombre era feroz. De su cintura colgaban dos espadas, una parecida a una daga, la otra, larga y levemente curvada. Dio un paso adelante, sujetando con la mano la empuñadura de la hoja más larga.
—
¿Naniwoshiteru, gaijin?
—dijo el hombre desafiante.
—Lo siento. Yo... No comprendo —dijo Jack, retirándose asustado.
La mujer le habló al hombre con firmeza, pero él no retiró la mano de la espada.
Jack temió que fuera a usarla contra él. Aterrorizado, escrutó la habitación con la mirada en busca de una salida, pero aquel hombre le barró el paso y empezó a tirar de la empuñadura de la espada. Jack clavó sus ojos en el brillo cegador de la afilada hoja. Y entonces recordó las palabras de Pipa: «Si alguna vez os encontráis a un samurái, inclinaos. ¡Inclinaos bien inclinados!»
Aunque Jack nunca había visto, y mucho menos conocido, a un samurái, aquel hombre terrible parecía serlo. Llevaba una túnica en forma de T de crujiente seda blanca y anchos pantalones negros adornados con puntos dorados. Se había afeitado la cabeza, y la parte posterior y los lados del pelo negro restante los llevaba recogidos en un tenso nudo en lo alto. Su rostro era severo e impenetrable: era el rostro de un guerrero. El hombre tenía el aspecto de alguien que podía matar a Jack con la misma tranquilidad del que pisa a una hormiga.
El cuerpo de Jack estaba magullado y le dolían todos los músculos, pero se obligó a inclinarse a pesar del dolor. Al hacerlo, el hombre dio asombrado un paso atrás.
Entonces empezó a reírse, una risa de diversión que acabó por convertirse en un profundo rugido.
Jack debió de haber gritado en sueños, porque cuando se dio la vuelta la mujer del rostro redondo estaba arrodillada junto a su cama.
Como el samurái del día anterior, llevaba una túnica de seda, pero la suya era de un azul oscuro y estaba elaboradamente decorada con imágenes de mariposas blancas. La mujer le sonrió amablemente y le ofreció a Jack un poco de agua. El muchacho cogió el pequeño cuenco y apuró el líquido. Era dulce y fresco.
—Gracias. ¿Puedo pedirle un poco más?
Ella frunció el ceño.
—¿Puedo beber un poco más de agua? —dijo Jack, señalando el pequeño cuenco que tenía en la mano y haciendo sonidos de succión.
Tras comprender, ella sonrió e inclinó la cabeza. Desapareció a través de la puerta corredera, que ya habían reparado, y regresó con una bandeja lacada de color escarlata con tres cuencos pequeños. Uno contenía agua, otro una fina sopa humeante de pescado, y el tercero un montoncito de arroz blanco con pepinillos.
Jack se tomó el agua y luego la sopa. Aunque no le gustó el sabor picante, la sopa lo calentó. Entonces se metió ansiosamente el arroz en la boca, con los dedos. Jack ya había visto arroz en otra ocasión, cuando su padre les había traído un poco de Italia. Le parecía insípido, pero como llevaba varios días sin comer, no le importó. Se lamió los dedos para limpiárselos y le dedicó a la mujer una amplia sonrisa con ánimo de mostrarle su agradecimiento por la comida.
La mujer pareció completamente escandalizada.
—Esto... Gracias. Muchas gracias.
Jack no supo qué más decir.
Claramente molesta, la mujer recogió los boles vacíos y salió de la habitación.
¿Qué había hecho Jack? ¿Tal vez debería haberle ofrecido algo de comer también?
Al cabo de unos instantes, el panel de la pared se abrió y la mujer regresó con una túnica blanca y la colocó sobre la cama.
—
Kimono wo kite choudai...
—dijo, indicándole a Jack con gestos que se lo pusiera.
Jack, súbitamente consciente de que estaba desnudo bajo la colcha, se negó.
La mujer parecía perpleja. Volvió a señalar la túnica.
Frustrado por su incapacidad de comunicarse, Jack le indicó que atravesara el panel deslizante. Aunque claramente asombrada por la petición, ella inclinó la cabeza y salió de la habitación.
Jack se levantó tan rápidamente como se lo permitió su cuerpo dolorido y, cuidando de su brazo en cabestrillo, se puso la túnica de seda.
Tras dirigirse a la puerta, la abrió, procurando no estropearla de nuevo. La mujer esperaba en un porche de madera que rodeaba la casa. Un grupito de escalones conducía a un gran jardín rodeado por una tapia alta. El jardín no se parecía a ninguno de los que Jack había visto jamás.
Un puente pequeño cruzaba un estanque lleno de nenúfares rosa. Senderos de guijarros se abrían paso entre coloridas flores y matorrales verdes y grandes piedras adornadas. Una cascada caía a un arroyo que rodeaba primero un glorioso cerezo y luego volvía al estanque.
Todo en el jardín era perfecto, pacífico, pensó Jack. Cuánto le habría gustado a su madre. No tenía nada que ver con los embarrados parches de hierbas, verduras y setos que se extendían por toda Inglaterra.
—Es como el Jardín del Edén —dijo Jack.
La mujer le indicó que se pusiera unas sandalias de madera, y avanzó por el camino dando pasos cortitos, indicándole con la mano que la siguiera.
Al otro lado del estanque había un anciano huesudo, sin duda el jardinero, que atendía una zona ya perfecta con un rastrillo. Al pasar, hizo una profunda reverencia. La mujer le devolvió una ligera inclinación de cabeza y Jack la imitó. Parecía que inclinarse era lo que había que hacer en todo momento.
Entraron en un pequeño edificio de madera al otro lado del jardín. La habitación era agradablemente cálida y en su interior había un gran banco de piedra y una gran bañera cuadrada de madera llena de agua humeante. Para horror de Jack, la mujer le indicó que se desnudara.
—¿Qué? No esperará que me meta ahí dentro, ¿no? —exclamó Jack, apartándose del baño.
Sonriendo, ella se tapó la nariz, señaló a Jack, y luego al baño.
—
O furo.
—¡Yo no apesto! —dijo Jack—. Me bañé hace apenas un mes.
¿Acaso no sabían esas gentes que bañarse era peligroso? Su madre le había dicho un millón de veces que uno podía pillar una diarrea, ¡o incluso cosas peores!
—
¡Ofuro haitte!
—repitió ella, dando una palmada en la bañera—.
¡Anata ni nomiga tsuite iru wa yo!
Jack no entendió una palabra, ni tampoco le importó: no iba a meterse en aquella bañera, y punto.
—
¡Uekiya!¡Chiro!¡Kocchi ni hite!
—gritó la mujer, intentando coger a Jack.
Jack rodeó la bañera y se dirigió a la puerta a toda prisa, pero el jardinero había acudido atraído por los gritos y le bloqueaba el paso. Llegó una criada joven y lo agarró. La mujer le quitó la túnica y empezó a frotarlo con agua fría.
—¡Basta! ¡Está helada!—exclamó Jack—. ¡Le exijo que me deje en paz!
—
Dame, Oruro no jikan yo, ohkina agachan ne
—dijo la mujer, y la criada se echó a reír.