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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (25 page)

Se detuvo y me miró fijamente.

—Ayer hubo una fuga —dijo—. Fue una princesa y, por lo visto, a estas horas casi han abandonado la búsqueda. No han podido atraparla ni los campesinos leales ni en ningún otro pueblo. Ha llegado al reino vecino del rey Lysius, donde los esclavos siempre pueden cruzar la frontera sin riesgo.

¡Así que lo que había contado el esclavo corcel Jerard era cierto! Me senté, pasmado, pensando en el poco efecto que tenían aquellas palabras sobre mí. Mi mente estaba sumida en un caos.

Mi señor reanudó el recorrido por la habitación, lentamente, ensimismado en sus pensamientos.

—Por supuesto, hay esclavos que jamás se arriesgarían a correr ese peligro —añadió de repente—. No pueden soportar la idea de los pelotones de persecución, la captura, la humillación pública y otros castigos incluso peores. Una y otra vez, se estimula su pasión, se alimenta, se estimula otra vez y se alimenta de tal manera que ya no pueden distinguir el castigo del placer. Eso es lo que quiere la reina. y lo más probable es que estos esclavos no puedan aguantar la idea de llegar a su casa e intentar convencer a un padre o una madre ignorantes de que el vasallaje en la corte de su majestad ha sido insoportable. ¿Cómo describir lo que les han hecho? ¿Cómo explicar que aguantaron tanto, o el placer que despertó inevitablemente en ellos? No obstante, ¿por qué lo aceptan con tan buena disposición? ¿Por qué hacen tal esfuerzo por complacer? ¿Por qué están tan embelesados con la visión de la reina y las de sus amos y señoras?

La cabeza me daba vueltas. y no era el vino el causante.

—Pero vos habéis arrojado mucha luz sobre los misterios de la mente del esclavo —continuó, mirándome otra vez, con el rostro serio, simple y hermoso a la luz de las velas—. Me habéis enseñado que para un esclavo de verdad, los rigores del castillo y del pueblo se convierten en una gran aventura. En el verdadero esclavo hay algo innegable que le hace adorar a los que ostentan incuestionablemente el poder. Ansía la perfección incluso en su estado de esclavo, y ésta para un esclavo desnudo consiste en rendirse a los castigos más extremos. El esclavo espiritualiza estas órdenes, no importa cuán crudas y dolorosas sean. y todos los tormentos del pueblo, más incluso que las humillaciones decorosas del castillo, van cayendo vertiginosamente uno sobre otro en una corriente de excitación.

Se acercó a la cama, y creo que detectó el temor en mi rostro cuando alcé la vista.

—¿Y quién entiende el poder y lo venera más que los que lo han poseído? —inquirió—. Vos que lo habéis poseído lo entendisteis cuando os arrodillasteis a los pies de lord Stefan.

Me levanté y me cogió en sus brazos.

—Tristán —susurró—, mi hermoso Tristán.

—Aunque nos habíamos depurado de todo placer, nos besamos febrilmente, abrazándonos con fuerza uno al otro, desbordantes de afecto.

—Pero, hay más —le susurré al oído mientras me besaba casi con ansiedad—. En esta pendiente descendente, es el señor quien crea el orden, el amo es quien saca al esclavo del caos de abusos que le absorbe. Lo disciplina, lo refina, y continúa estimulándolo de manera que los castigos aleatorios nunca podrían brindar. Es el señor, no los castigos, quienes lo perfeccionan.

—Entonces, no lo absorbe, sino que lo envuelve —dijo, besándome con calma.

—Nos encontramos perdidos, una vez tras otra —dije yo— y sólo nuestro amo nos puede rescatar.

—Pero incluso sin ese amor único y omnipotente —insistió—, estáis atrapados en una matriz de atención y placer implacables.

—Sí —convine. Asentí mientras le besaba la garganta y los labios—. Pero es glorioso —susurré yo—. Si uno adora a su amo, el misterio queda intensificado gracias a esa figura irresistible que ocupa su centro.

Nuestro abrazo era rudo y dulce a la vez, no parecía posible superar tanta pasión.

Muy lentamente, con suavidad, retrocedió.

—Levantaos —ordenó—. Sólo es medianoche y hace un cálido aire primaveral en el exterior. Me apetece dar un paseo por el campo.

BAJO LAS ESTRELLAS

Tristán:

Se desabrochó los pantalones para meterse la camisa por dentro, ató las lazadas y luego se anudó el jubón. Yo me apresuré a atarle las botas, pero él no hizo ningún gesto de agradecimiento, sólo me indicó que volviera a levantarme y lo siguiera.

En cuestión de momentos estábamos en la calle. El aire nocturno era cálido y caminamos silenciosamente por el entramado de callejuelas, hacia el oeste, fuera del pueblo.

Yo iba a su lado con las manos enlazadas a la espalda y, cada vez que nos cruzábamos con otras figuras oscuras, la mayoría de ellas señores solitarios acompañados por un único esclavo que marchaba asolas, bajaba la vista, ya que parecía más respetuoso.

Había muchas luces encendidas en las apiñadas casas de pequeñas ventanas y encumbrados tejados. Al doblar por una amplia calle, vi a lo lejos, hacia el este, las luces del mercado y oí el clamor de la multitud congregada en el lugar de castigo público.

La sola visión del perfil de mi amo en la oscuridad, la apagada luminosidad de su cabello, me excitaba. Mi consumida verga estaba lista de nuevo para volver a la vida. Un toque, incluso una orden, lo hubieran conseguido. Aquel estado de disposición, en la oscuridad, estimulaba todos mis sentidos.

En cuanto llegamos a la plaza de los mesones, de repente, una gran cantidad de luces brillantes nos iluminaron. Las antorchas fulguraban por debajo del elevado letrero pintado del Signo del León ya través de la puerta abierta del local nos llegaba el clamor de un numeroso gentío.

Seguí a mi amo hasta el umbral de la puerta.

Cuando entró hizo un gesto para que me pusiera de rodillas y esperara allí. Me apoyé sobre mis talones y recorrí el lugar con la vista. Por todos lados había hombres que reían, hablaban y bebían de sus jarras. Mi amo se había acercado al mostrador para comprar un odre entero de vino que ya sostenía en sus manos mientras conversaba con la hermosa mujer de cabello oscuro y falda roja que aquella mañana había visto castigando a Bella.

Luego, en lo alto de la pared, detrás del mostrador, descubrí a Bella. Estaba atada, con las manos amarradas por encima de la cabeza, el hermoso pelo dorado caído tras los hombros y las piernas colocadas a horcajadas encima de un barril inmenso sobre el que descansaba con los ojos cerrados, sumida al parecer en un agradable sueño, con su voluptuosa boca rosada medio abierta. A uno y otro lado había más esclavos, todos ellos amodorrados como si estuvieran profundamente fatigados, en una actitud de resignación desesperanzada.

Oh, si Bella y yo pudiéramos pasar a solas por lo menos un momento. Si pudiera hablar con ella y explicarle lo que había aprendido y los sentimientos que se habían despertado en mí.

Pero mi amo había vuelto y, tras ordenarme que me levantara, inició la marcha para salir de la plaza. No tardamos en encontrarnos en las puertas occidentales del pueblo y en cosa de nada andábamos por el camino que llevaba a la casa solariega.

Me rodeó con el brazo y me ofreció el odre.

La sensación de tranquilidad era agradable bajo la alta bóveda de las estrellas. Únicamente nos pasó un carruaje durante el paseo, como una visión a la luz de la luna.

Se trataba de un tiro de doce princesas que trotaba con brío ante el elegante coche. Aquellas preciosidades iban enjaezadas en fila de a tres, con correas de cuero blanco como la nieve, y el carruaje estaba bañado en oro. Para mi asombro, la que conducía el carruaje junto a un hombre alto era mi señora Julia, y ambos saludaron a mi amo al pasar junto a nosotros.

—Éste es el alcalde del pueblo —me indicó mi señor con voz pausada.

Torcimos antes de alcanzar la casa solariega pero yo ya intuía que nos encontrábamos en las tierras de mi dueño. Caminamos sobre la hierba, entre los frutales, en dirección a las cercanas colinas cubiertas por un denso bosque.

No sabía cuánto rato habíamos caminado, quizás una hora. Finalmente nos acomodamos en una alta ladera a medio camino de la cumbre de la colina, con el valle a nuestros pies. Estábamos en un claro lo bastante grande como para encender un fuego y recostarnos sobre la hierba, con los altos árboles meciéndose sobre nosotros.

Mi señor se ocupó del fuego hasta que ardió con suficiente llama. Luego se tumbó de espaldas.

Yo estaba sentado con las piernas cruzadas, contemplando las torres y edificios altos del pueblo.

Desde nuestra posición alcanzaba a ver el fulgor brillante del lugar de castigo público. El vino me estaba dejando adormilado y mi amo se había estirado con las manos en la nuca y los ojos completamente abiertos, fijos en el cielo azul oscuro iluminado por la luz de la luna y en la gran extensión de las constelaciones, que brillaban sobre nosotros.

—Nunca he querido a ningún esclavo como a vos —dijo con calma.

Intenté dominarme. Durante un momento, quise oír únicamente mi corazón en la quietud de la noche. Pero me apresuré a preguntar:

—¿Me compraréis a la reina para que me quede en el pueblo?

—¿Sabéis lo que decís? —replicó él—. No habéis aguantado aquí más que dos días.

—¿Serviría de algo que os suplicara de rodillas, que besara vuestras botas y que me postrara?

—No es preciso —contestó—. A finales de semana iré a ver a la reina para presentarle mi informe habitual de las actividades de invierno del pueblo. Tan seguro como me llamo Nicolás que haré una oferta a la reina para compraros, para quedarme con vos definitivamente y defenderé mi petición con todo empeño.

—Pero lord Stefan...

—Dejad a lord Stefan para mí. Voy a haceros una predicción sobre lord Stefan: cada año, la noche del solsticio de verano tiene lugar un extraño ritual. Todos los habitantes del pueblo que desean convertirse en esclavos durante los siguientes doce meses se presentan a un examen en privado. Con este motivo, se instalan tiendas en las que desnudan a los lugareños que quieren ser esclavos para realizarles una exploración cuidadosa y minuciosa. Lo mismo sucede entre los nobles y damas del castillo. Nadie está del todo seguro de quién se ha ofrecido a pasar el examen.

Pero a medianoche, el día del solsticio de verano, tanto en el castillo como desde lo alto del estrado del mercado del pueblo, se anuncian los nombres de todos los que han sido aceptados. Naturalmente, sólo son una pequeña proporción del total que se ha presentado, los más hermosos, los de aspecto más aristocrático, los más fuertes.

Cada vez que se anuncia un nombre a gritos desde el estrado, la multitud se vuelve a buscar al elegido; aquí todo el mundo se conoce, como es natural, y el nuevo esclavo es encontrado de inmediato para subirlo a toda prisa a la plataforma, donde lo desnudan. Sin duda hay escenas de terror, arrepentimiento y un miedo nada despreciable en el momento en que se cumple su deseo de un modo tan violento, despojados de toda la ropa y con el pelo suelto, mientras la multitud disfruta tanto como en la subasta. Los príncipes y princesas esclavos, y especialmente los que han recibido algún castigo del nuevo esclavo del pueblo, gritan de júbilo para manifestar su aprobación.

»Luego envían al castillo a las víctimas del pueblo, donde servirán en las tareas más humildes durante un año glorioso, casi como los príncipes y princesas.

»Y en el pueblo recibimos a los nobles y damas del castillo que se han ofrecido de forma similar, a los que sus iguales han desnudado en los jardines del placer del castillo. A veces son tan pocos que no llegan más que tres. No podéis imaginar la excitación que se vive esa noche cuando los traen para la subasta. Nobles y damas son llevados a la plataforma de subastas, y los precios alcanzan cantidades desorbitadas. El alcalde casi siempre compra uno, pues cada año tiene que renunciar de mala gana a la adquisición del año anterior; A veces mi hermana, Julia, compra otro. Una vez llegaron hasta cinco, el año pasado tuvimos tan sólo dos, y de vez en cuando hay que conformarse con uno. El capitán de la guardia me ha dicho que este año todo el mundo apuesta a que entre el grupo de exiliados del castillo estará lord Stefan.

Yo estaba demasiado encandilado y sorprendido para contestar.

—Por lo que habéis dicho, lord Stefan no sabe imponerse, y la reina está al corriente de ello. Si se ofrece, será elegido.

Me reí para mis adentros.

—¡No se puede ni imaginar lo que le espera! —comenté con toda tranquilidad. Sacudí la cabeza. y volví a reírme en voz baja, intentando reprimirme.

Nicolás volvió la cabeza para sonreírme.

—Pronto seréis mío, mío para tres, quizá cuatro años —y cuando se incorporó y se apoyó en el codo yo me tendí a su lado y lo abracé. Sentía renacer la pasión en mí pero él me ordenaba estar tranquilo, así que permanecí quieto, intentando obedecer, con la cabeza apoyada sobre su pecho y su mano sobre mi frente.

Después de un largo intervalo, pregunté:

—Amo, ¿se otorga alguna vez una petición a un esclavo?

—Casi nunca —susurró—, porque aun esclavo nunca se le permite pedir. Pero hacedlo. Permitiré al menos eso.

—¿Sería posible que me enterara de cómo le va a otra esclava, si es obediente y resignada o si la castigan por rebelde?

—¿Por qué?

—Vine en el carro con la esclava del príncipe de la Corona. Se llama Bella. Era muy fogosa. En el castillo causaba sensación por sus pasiones e incapacidad para ocultar incluso las emociones más momentáneas. Cuando bajábamos en la carreta me hizo la misma pregunta que vos: ¿Por qué obedecemos? Ahora está en el Signo del León. Es la esclava que mencionó ayer el capitán junto al pozo después de que me azotara. ¿Hay alguna manera de enterarse si ha descubierto la misma aceptación que yo? Sólo preguntar, quizá...

Sentí su mano que tiraba con ternura de mi pelo y los labios que me besaban la frente. Habló en voz baja:

—Si queréis, os permitiré verla mañana y podréis preguntárselo vos mismo.

—¡Amo! —estaba demasiado agradecido y maravillado para expresar lo que sentía con otras palabras. Permitió que le besara los labios. Luego me atreví a besarle las mejillas e incluso los párpados.

Me dedicó la más sutil de las sonrisas y me recostó de nuevo sobre su pecho.

—Ya sabéis que os espera un arduo y duro día antes de que la podáis ver —advirtió.

—Sí, señor —respondí.

—Y ahora, a dormir —dijo—. Mañana tenéis mucho trabajo en los huertos de la granja antes de volver al pueblo. Luego, enjaezado a una carretilla con un buen cesto lleno de fruta, tendréis que tirar de él de vuelta a la casa del pueblo, y quiero acabar para el mediodía, para que os castiguen con la plaza abarrotada de público en la plataforma giratoria.

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