Y de repente, el giro esperado. Los talones ahora sustituían a las punteras.
—Dejemos esto aquí... Esa caja va en la repisa...
Alcé la vista. El Espectador me daba la espalda mientras hablaba.
—Ella hubiese podido abreviar este trance, pero ha optado por seguir fingiendo... Una lástima. La sinceridad escasea. Ninguna mujer es sincera.
«Ahora.»
—Cuánto me gustaría hallar sinceridad, verdadera sinceridad, y no este teatro...
Empecé a extender las piernas, los brazos... Entonces los zapatos giraron de nuevo y escuché un clic. Miré hacia arriba.
Los ojos del Espectador eran apenas un punto más vivos que el agujero del cañón de su automática.
—Pero eso es pedir
demasiado,
¿no? —Sonrió—. Ahora sé buena, ya que no sincera, y deja en el suelo el cúter eléctrico, por favor.
Quedé inmóvil. Padre e hijo se hallaban frente a mí. Una familia de dos miembros, bien avenida. Cuatro ojos mirándome. Cinco, si contaba a la pistola.
—Vamos, no me digas que te creíste mi propio
teatro...
—El Espectador parecía sorprendido—. ¿La farsa que montamos con la cámara y el trípode te hizo pensar que no había otras cámaras vigilándote? Pensé que serías más lista. Desde luego, en el aspecto físico, nada que objetar. Estás en forma: moverte atada, derribar el cúter de la mesa, arrastrarte hasta cogerlo... Hemos gozado con el espectáculo, así que te di tiempo para que pensaras que lo habías logrado. Ahora te explico: no voy a matarte, no tengas esa esperanza... Pero contaré hasta cinco, y si no has soltado el cúter para entonces, te pulverizaré un brazo. Luego te curaré y te haré lo mismo que pensaba hacerte, pero con un brazo menos. Tú eliges. Uno, dos...
Extendí del todo las piernas, y los trozos de cuerda que había enrollado en los tobillos cayeron al suelo. Escupí las ataduras del rostro, que también había cortado. Mostré el cúter en la mano derecha y lo dejé en el suelo frente a mí.
—Muy bien. —El Espectador parecía satisfecho—. Ahora empiezas a ser sincera...
Sonriendo sin dejar de apuntarme, se acercó un paso. Al ver la mueca que crispó sus labios y su dedo tenso sobre el gatillo, supe que, de todas formas, me dispararía.
—¿Sabes lo que eres?
—preguntó con voz ronca.
—Sí —contesté desde el suelo—. Soy una jodida trampa, capullo.
Se dio cuenta de lo que ocurría un segundo demasiado tarde.
Por supuesto, mi plan no era
tan solo
liberarme. En los teatros nos enseñaban que debíamos preparar más de un método, «vías alternativas», lo llamaban. Tras cortar las cuerdas, me había movido hasta conseguir que el visor de conducta de mi derecha quedara bloqueado por la mesa, y, ya libre, había esperado hasta que el cuerpo del Espectador había bloqueado inadvertidamente el segundo. Sabía que no permanecerían ocultos demasiado tiempo, pero aquel repentino eclipse era más que suficiente.
No había tiempo para un Enigma, pero sí para una Maldad. La máscara de Maldad podía hacerse de dos maneras: rápida o lenta. La primera se usaba para repeler agresiones inmediatas, y era efectiva con varias filias. Se basaba en realizar una «promesa» y frustrarla de inmediato utilizando gestos y muecas emocionales. Al estilo de las brujas de
Macbeth:
tentar con una supuesta verdad que se cumplirá en el futuro, pero que se revela como tramposa. No era preciso un decorado, una postura, una luz o un disfraz determinados; podía hacerse en un restaurante, una sala de conciertos o en medio del campo. Yo la conseguí desde el suelo en dos segundos. Me removí, sonreí, quedé sería, cerré los ojos, los abrí. El efecto duraba muy poco, pero también contaba con eso.
Nada nos deja tan indefensos como el placer, ni siquiera el miedo. Si quieres desarmar a alguien de verdad, no lo amenaces, hazle gozar. El Espectador bajó el brazo con que sostenía la pistola y se quedó mirándome mientras yo me incorporaba con el cúter de nuevo en la mano. La escena, para cualquiera que la contemplara, podía tener aires de ensayo teatral interrumpido. «Una pausa, caballeros: la actriz se levanta, el actor deja la pistola de juguete.» Al instante siguiente, por supuesto, todo se reanudaría.
Pero yo me abalancé sobre él antes de que ese momento llegara.
Acerté, pero no un pleno. No me tocó el bote millonario, ni siquiera un décimo. Había estado atada durante horas, tenía los músculos agarrotados y el solo hecho de levantarme me había provocado un mareo. Pero al menos sentí que la afilada punta se hundía sin obstáculos en el flanco izquierdo de la maravillosa camisa morada. ¿Qué tenemos ahí? ¿El bazo? Supuse que no era el mejor de los lugares, pero tampoco era malo. El Espectador se quejó con un sollozo y, todavía mejor, dejó caer el arma.
Cometí un error entonces: quise extraer el cúter para golpearlo de nuevo. Fue una pérdida de tiempo. Lo saqué, pero se me resbaló con el sudor de la mano. La respuesta no tardó en llegar, y por supuesto yo no era una adversaria digna. Estaba mareada, dolorida, tenía un dedo amputado y me encontraba desnuda. Tuve suerte y logré esquivar el primer puñetazo echando la cabeza hacia atrás, pero mi vientre quedó expuesto a su rodilla. Me golpeó dos veces, en el estómago y luego en la cara, cortándome la respiración. Retrocedí hasta dar con el culo contra un borde liso, grité de dolor y caí de espaldas sobre una superficie llena de objetos. Era la mesa. Y sin duda, el Espectador vio algo en ella que podía utilizar fácilmente, porque ni siquiera se molestó en recuperar la pistola. Se echó sobre mí como una araña con las patas extendidas. Con la mano izquierda se sujetaba la herida del vientre, mientras que con la otra intentaba coger lo que había visto, que se hallaba cerca de mi cabeza. Le agarré el brazo extendido, coloqué las rodillas como muralla y forcejeamos. Instintivamente supe que, fuera cual fuese aquel objeto —un bisturí, un cuchillo—, si el Espectador lo alcanzaba la lucha finalizaría.
Poco a poco, su brazo ganaba terreno a los míos. Mi preparación física no era mala, pero él tenía más fuerza y se hallaba en mejor estado. Lo vi sonreír frente a mi cara: una sonrisa roja, rabiosa, de perro macho triunfador. Sin embargo, los cebos no éramos luchadores, éramos tramposos. «Bruja», ¿no me había llamado así? De pronto decidí sorprenderle.
En vez de intentar rechazarlo, cerré las piernas sobre su espalda entrelazando los tobillos como si estuviéramos copulando. La hebilla de su cinturón me marcó el pubis y su cara se pegó contra la mía como dos calderas de líquido hirviendo.
Entonces, sencillamente, le solté el brazo y le dejé coger lo que quería.
Por un instante me miró desconcertado. Había invertido toda su energía en conseguirlo, y de repente yo le decía: «Ahí lo tienes, y de paso también a mí. Dos por uno». Se quedó atónito, los ojos como platos. Momento que aproveché para flexionar el codo izquierdo, el que menos él esperaba, y lanzarlo contra su rostro.
En las personas de constitución robusta, el codo es un objeto romo, pero en gente flaca como yo, cuyos brazos pueden ser abarcados en todo su diámetro por una mano grande, consiste en un par de huesos afilados, una piedra prehistórica tallada como un cuchillo de sílex. Yo lo había utilizado con éxito en varias ocasiones. Lo dirigí hacia su ojo derecho y lo atrapé abierto de asombro y tan indefenso como un bebé en la cuna. Reconozco que me encantó sentir cómo el globo estallaba en la órbita y el líquido que contenía, lleno de tantas imágenes de niñas torturadas, me salpicaba el brazo.
El Espectador aulló alguna clase de sílaba. No fue simplemente un «ah» sino un «me» o un «ma». Quizá llamaba a su madre. Lo cierto es que se echó hacia atrás, y yo separé las piernas para dejarle paso y luego lo ayudé gentilmente con ellas a estrellarse contra la pared. Entonces alargué la mano y cogí lo primero que vi: una de las perchas metálicas con una botella de suero colgando.
No fue una buena elección; pesaba mucho, y cuando logré alzarla y levantarme comprobé, con pánico, que mi oponente había encontrado la pistola y se hallaba sentado en el suelo intentando usarla. Al parecer, se había hecho daño en el brazo izquierdo al golpear la pared, y la mano diestra se agitaba a solas, torpemente, con el fin de asir el arma por la culata. Pero estaba tan dominado por el llanto y los temblores por su ojo tuerto que no atinaba.
Sin embargo, comprendí que él ganaba esta vez.
Era como el juego de piedra, papel y tijera: yo intentaba usar una barra de metal y él una pistola. Por mucho que yo lograse encajar mi primer golpe antes, si no lo dejaba inconsciente en ese mismo instante no iba a poder evitar que disparase, ni siquiera en el improbable caso de que consiguiera aturdirlo de nuevo con otra máscara rápida. Frente a mi estúpida barra, la pistola era decisiva. ¿Me arriesgaría? Decidí que no.
Le lancé la barra a la cabeza deseando que la botella de suero se rompiera en su cara, y eché a correr como pude.
Con el rabillo del ojo distinguí una silueta —el niño—, pero se apartó de mi camino y no le presté atención.
Un paso, dos.
Mis pies descalzos saltaban sobre los objetos desparramados por el suelo. Calculé mentalmente el tiempo que el Espectador podía tardar en apuntarme y disparar.
Tres pasos, cuatro.
Frente a mí tenía las escaleras de subida, que eran de caracol y no ofrecían protección alguna en el primer tramo, y la puerta del segundo sótano, que estaba abierta y daba a otras escaleras que bajaban.
Cinco, seis pasos. Dos opciones.
Opté por la última, ya que siempre era más rápido bajar que subir, y no me equivoqué. Cuando cruzaba el umbral agachada, un trueno silbó sobre mí. Otra bala dio en el marco de la puerta y una tercera en la pared oblicua del techo de las escaleras, cubriéndome con una lluvia de esquirlas. Salté los dos peldaños finales.
Las escaleras desembocaban en un corto corredor de paredes blancas. Aquello era territorio nuevo. Él contaba con esa ventaja. Vi una salida a la izquierda, otra al fondo. La de la izquierda era un pequeño cuarto trastero subterráneo: penetré en él sin aliento y busqué frenéticamente a mi alrededor. Bidones, latas de líquidos inflamables, infinidad de artículo de bricolaje apilados en las paredes.
Todo
podía convertirse en arma, y precisamente por eso era una pequeña ratonera de tentaciones. Un mundo de pinchos, púas, metal y gasolina para masacrar cuerpos, pero se necesitaban baterías, repuestos, destreza y mecheros que los hicieran funcionar. Nada a la vista tan evidente como una pistola, un martillo o una llave inglesa.
Había perdido un tiempo precioso en aquella casita de chocolate llena de falsos métodos para acabar con el loco que te persigue: oí sus pesados pasos en la escalera. Cojeaba, pero con toda probabilidad a su pistola no le importaba eso.
Salí al pasillo de nuevo y probé la puerta del fondo. Tenía un código de acceso, pero estaba abierta, y al cruzar el umbral me asaltaron a la vez un frío punzante y un hedor a cosa corrompida. Cerré la puerta tras de mí y quedé paralizada.
El cuarto de Barbazul.
Allí estaba. Mi hermana.
Era un sótano más pequeño que el superior, iluminado con luces zumbantes y crudas en azul claro, como las de un frigorífico. Anaqueles con frascos se aglomeraban en una pared. También había una mesa adosada con dos infames jaulas para cachorros y ordenadores con cubiertas protectoras. Pero todo eso lo vi después. En aquel momento solo pude mirar hacia la gran máquina en forma de aspa horizontal que había en el centro. Tenía que ser el torno. Sobre él, un cuerpo bocabajo, hinchado. Las venas eran visibles en la carne de las piernas, que tenía encadenadas a los extremos más largos del aspa. Desde donde me encontraba solo podía ver los terribles destrozos entre las nalgas.
Me quedé tan aturdida, tan temblorosa, echando vaho con mis jadeos y abrazándome el cuerpo, que ni siquiera me importó escuchar el grito de rabia del Espectador avanzando por el pasillo:
—¡Estás
encerrada,
hija de puta! ¡¡Ahí no hay salidaaaaa!!
Seguí quieta, esperando la muerte.
Qué mal lo has hecho, devochka.
Entonces me moví, pero no para salvarme. Solo pensaba en destruirlo.
Me desplacé al fondo de la pequeña cámara sorteando los cables que discurrían por el suelo. No tenía intención alguna de mirar el rostro del cadáver, pero no pude evitar hacerlo de reojo. Y de repente me di cuenta de que no se trataba de mi hermana. Comprendí que jamás habría podido ser Vera: aquella chica llevaba varios días muerta, y solo la temperatura de la cámara había impedido que se pudriera del todo. Pero tampoco era Elisa Monasterio, sino una desconocida. La revelación no me dio ni más ni menos fuerzas, solo me conmovió.
De repente, todo mi ser se hallaba concentrado en contraatacar.
Los pasos se detuvieron en la puerta. Maldije por no haber pensado en alguna forma de encerrarme desde dentro. Ya era tarde. Descarté engañarlo con otra máscara: él dispararía nada más verme, y con el cuerpo maltrecho y rígido de frío como lo tenía, yo jamás realizaría los gestos con suficiente rapidez.
Se demoraba en entrar. Supe por qué: sostenía la pistola con la única mano operativa, y necesitaba desplazar el complicado pestillo de la puerta. Eso me daba algún tiempo. En la mesa junto al ordenador vi una barra de acero de la longitud de mi brazo, pesada pero manejable, y las gruesas teclas de plástico con diagramas del aparato en que finalizaban los cables del torno. A mi derecha había un recodo con una especie de máquina incineradora y una pequeña letrina al lado, donde sin duda las obligaba a agacharse para que se aliviaran frente a él. Me agazapé allí con la barra en la mano, y en ese instante la puerta se abrió.
Un paso, luego otro, su voz:
—Sé dónde estás...
Sé dónde estás, puta...
Lo dejé avanzar. No podía verlo, pero podía calcular su avance porque la cojera hacía resonar sus pisadas. Esperé en medio de los zumbidos de la luz de morgue, tensa de miedo y furia, aferrando la barra y expeliendo vapor como un dragón por mis fosas nasales y mi boca abierta. El cabello se me había pegado a la frente como si me hubiese duchado y todo el sudor se había helado sobre mi cuerpo desnudo.
Pasos. Pasos. Sé dónde estás. Otro paso.
De repente vi su sombra reflejada en la pantalla de los ordenadores. Se hallaba por fin al nivel del torno, tal como yo confiaba. Tenía que pasar junto a él para llegar hasta mí. Entonces tendí la mano izquierda a toda velocidad. Me dolía de forma atroz, pero no usé los dedos sino la parte carnosa del pulgar para golpear la tecla de apertura de las aspas, bien señalada, rogando por que el torno estuviese conectado. Sabía que las aspas no se abrirían con rapidez, pero esperaba que el movimiento lo confundiera.