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Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

El cielo es azul, la tierra blanca (10 page)

—Estuve casado con Ayuko —me anunció de repente Takashi, rompiendo el silencio.

—¡No me digas!

Ayuko era la chica a quien acompañé un par de veces al club de arte porque idolatraba a la señorita Ishino. En realidad, Ayuko se parecía un poco a ella. Era menuda y enérgica, pero en ocasiones dejaba traslucir una mentalidad conservadora. No lo hacía aposta, pero su faceta tradicionalista era como un imán que atraía a los chicos. Ayuko siempre recibía cartas de amor e invitaciones pero, que yo sepa, nunca se decidió por ningún chico. Corrían rumores de que quedaba con universitarios y chicos mayores que ella, pero cuando salíamos juntas del instituto y dábamos un paseo tomando un helado nunca tuve la menor sospecha de que Ayuko flirteara con chicos mayores.

—No tenía ni idea.

—Es que no lo sabe casi nadie.

Takashi me explicó que se casaron cuando estudiaban en la universidad y se divorciaron tres años más tarde.

—Os casasteis muy jóvenes.

—Es que Ayuko no quería vivir en pareja, tenía una obsesión con el matrimonio.

Como él tuvo que presentarse dos veces al examen de acceso a la universidad, Ayuko empezó a trabajar un año antes que él. Tuvo un romance con su jefe y, después de muchos problemas, decidieron divorciarse. Takashi me contó su historia con voz tranquila.

De hecho, una vez salí con Takashi Kojima. Fue en el instituto, durante el tercer trimestre de segundo curso. Fuimos a ver una película. Quedamos frente a la librería, dimos un paseo hasta el cine y entramos con unas entradas que llevaba Takashi.

—¿Qué te debo? —le pregunté.

—No te preocupes, mi hermano me ha regalado las entradas —me aseguró.

Al día siguiente caí en la cuenta de que no tenía hermanos.

Cuando salimos del cine dimos un paseo por el parque e intercambiamos opiniones sobre la película. A él le habían encantado los efectos especiales, mientras que a mí me maravilló la colección de sombreros de la protagonista. Pasamos por delante de un puesto de crepes y Takashi me preguntó:

—¿Quieres uno?

—No —rechacé.

Él se echó a reír.

—Menos mal, porque a mí tampoco me gusta lo dulce.

Acabamos comiendo un perrito caliente y unos fideos con Coca-Cola.

Mucho más tarde, cuando nos graduamos, me enteré de que a Takashi sí que le gustaban las cosas dulces.

—¿Ayuko está bien? —le pregunté.

Él movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Se casó con su jefe y están viviendo en un dúplex construido con el sistema «dos por cuatro».

—¿Dos por cuatro? —repetí, extrañada.

—Es un sistema de construcción americano —me explicó.

Sopló una fuerte ráfaga de viento y una lluvia de pétalos cayó encima de nosotros.

—¿Tú no estás casada, Omachi? —me preguntó Takashi Kojima.

—No. Es que no sé muy bien cómo funciona eso del dos por cuatro —repuse.

Él soltó una carcajada. Apuramos nuestros vasos de sake, que estaban llenos de pétalos.

—¡Ven, Tsukiko! —me llamó el maestro.

La señorita Ishino me indicó por señas que me acercara. El maestro parecía contento. Fingí que estaba enfrascada en una conversación con Takashi Kojima y que no oía sus gritos.

—Te están llamando, Omachi —me avisó Takashi.

Respondí distraídamente y Takashi se sonrojó.

—El profesor Matsumoto no me cae muy bien —me confesó en un susurro—. ¿Y a ti?

—No me acuerdo mucho de él —dije.

Takashi asintió.

—En clase siempre estabas distraída, como encerrada en ti misma.

Por enésima vez, el maestro y la señorita Ishino me invitaron por señas a unirme a ellos. En un momento dado me volví hacia ellos para apartarme la melena de la cara, que se me había despeinado con el viento, y mi mirada se cruzó con la del maestro.

—¡Ven con nosotros, Tsukiko! —vociferó. Era la voz del maestro que me dio clase en el instituto. No tenía nada que ver con el tono que utilizaba cuando íbamos a beber juntos. Le di la espalda con aire disgustado.

—La señorita Ishino me gustaba mucho —admitió Takashi, alborozado.

Sus mejillas enrojecieron aún más que antes.

—Todo el mundo la quería —observé sin mucho entusiasmo.

—Ayuko estaba loca por la señorita Ishino, ¿verdad?

—Sí.

—Al final me contagió su admiración por ella.

Takashi era de los que se dejan influenciar fácilmente. Le serví un poco de sake. Él suspiró y bebió un pequeño sorbo.

—La señorita Ishino está tan guapa como de costumbre.

—Es cierto —afirmé sin convencimiento.

Estaba haciendo un gran esfuerzo por esconder mis verdaderas opiniones.

—Parece mentira que ya tenga cincuenta años.

—Así es —corroboré, con idéntica indiferencia.

El maestro y la señorita Ishino charlaban alegremente. Estaba de espaldas a ellos y no podía verlos, pero supuse que seguirían hablando porque el maestro había dejado de llamarme a gritos. Empezaba a oscurecer. Se encendieron un par de linternas. La gente estaba cada vez más animada, y algunos cantaban.

—¿Vamos a tomar algo, Omachi? —propuso Takashi Kojima.

A nuestro lado, unos ex alumnos mayores que nosotros entonaron una canción patriótica: «Yo cazaba conejos en el bosque…».

—Pues no sé qué decir —le respondí en voz baja.

Una de las mujeres que cantaba soltó un estridente gallo en la estrofa de «Yo pescaba peces en el río», de modo que Takashi no oyó mi respuesta y tuvo que acercarse un poco más a mí.

—Que no sé qué decir —repetí, levantando la voz. Takashi se apartó y se echó a reír.

—Veo que sigues siendo tan indecisa como siempre.

—¿Tú crees?

—Antes nunca sabías qué hacer, pero lo decías con una seguridad pasmosa. Eres una mujer decididamente indecisa —dijo Takashi, con evidente regocijo.

—Si quieres, vámonos —acepté, tras un momento de vacilación.

—Sí, vamos a tomar algo.

El sol ya se había puesto, y los ex alumnos que teníamos al lado habían cantado las tres estrofas enteras de la canción patriótica. De vez en cuanto me parecía oír las voces del maestro y de la señorita Ishino entre el barullo de la fiesta. El maestro hablaba en un tono de voz un poco más elevado que cuando estaba conmigo, mientras que la señorita Ishino tenía la misma voz ronca que yo recordaba. No sabía de qué estaban hablando, sólo atrapaba al vuelo las últimas palabras de cada frase.

—Vamos —dije, y me levanté.

Takashi se me quedó mirando mientras yo sacudía la esterilla y la enrollaba torpemente.

—Eres un poco torpe, ¿verdad, Omachi? —me preguntó.

—Efectivamente —confirmé.

Takashi se echó a reír de nuevo. Su risa era cálida. Dirigí la mirada hacia el lugar donde se encontraba el maestro y escruté la oscuridad, pero no pude distinguir nada.

—Déjamelo a mí —dijo Takashi.

Me quitó la esterilla de la mano y la enrolló cuidadosamente.

—¿Adónde vamos? —le pregunté mientras nos alejábamos del terraplén donde se celebraba la fiesta y bajábamos las escaleras que nos llevarían a la carretera.

CEREZOS EN FLOR (II)

T
akashi Kojima me llevó a un bar escondido en el sótano de un edificio.

—No sabía que hubiera un bar así tan cerca del instituto —observé.

Takashi asintió.

—Cuando estudiaba no iba a lugares como éste, naturalmente —aclaró con expresión seria.

La mujer que estaba detrás de la barra rió al oír las palabras de Takashi. Llevaba el pelo suelto y se le intuían algunas canas. Vestía una camisa bien planchada y un delantal negro que sólo le cubría el regazo.

—¿Cuántos años han pasado ya desde que apareciste aquí por primera vez, Kojima?

—Maeda, la dueña del bar —nos presentó Takashi Kojima.

La mujer nos sirvió dos platos de judías crudas. Tenía una voz grave y aterciopelada.

—Ayuko y yo solíamos venir juntos.

—Ajá.

Aquello explicaba tanta familiaridad. Hice unos cálculos rápidos y deduje que Takashi llevaba unos veinte años frecuentando aquel bar.

—¿Tienes hambre, Omachi? —me preguntó.

—Un poco —le respondí.

—Yo también —dijo—. Aquí se come muy bien —añadió, aceptando la carta que le ofrecía Maeda.

—Pide tú —le dije.

Takashi leyó la carta en silencio.

—Una tortilla de queso, una ensalada de lechuga y unas ostras ahumadas —pidió.

Mientras pronunciaba los nombres de los platos, los repasaba con el dedo encima de la carta. Entonces descorchó con sumo cuidado la botella de vino tinto que Maeda acababa de traernos y llenó dos copas.

—Salud —dijo, levantando la suya.

—Salud —le respondí yo.

Una fugaz imagen del maestro apareció en mi cabeza, pero la ahuyenté rápidamente. Las copas tintinearon al brindar. El vino tenía un buen cuerpo y desprendía un intenso aroma.

—Es un buen vino —observé.

Takashi Kojima volvió la cabeza hacia Maeda.

—¿Lo has oído? —le preguntó.

Maeda me hizo una pequeña reverencia agachando la cabeza.

—El honor es mío —le dije yo, y también me incliné precipitadamente.

Takashi y Maeda se echaron a reír.

—No has cambiado, Omachi —observó Takashi.

Describió un par de círculos con la copa y se la llevó a los labios. Maeda abrió una nevera plateada que se encontraba bajo la barra, empotrada en la pared, y empezó a preparar nuestra comida. Podría haberle preguntado si sabía algo más de Ayuko o cómo le iba el trabajo, pero sus respuestas no me interesaban, así que guardé silencio. Takashi Kojima seguía describiendo círculos con la copa.

—Hay mucha gente que hace esto con las copas de vino. Ya sé que parece lo más ridículo del mundo —se justificó.

Había seguido mi mirada y se había dado cuenta de que le estaba observando las manos fijamente.

—No estaba pensando lo que crees —titubeé.

Pero la verdad era que sí.

—Pruébalo tú también y sabrás por qué lo hago —me sugirió Takashi, mirándome a los ojos.

—Está bien —acepté.

Cogí mi copa y empecé a moverla describiendo círculos. Los efluvios del vino ascendieron hasta mi nariz. Cuando bebí un sorbo su sabor me pareció ligeramente distinto, menos agresivo que antes. Se podría decir que el sabor conectaba conmigo en vez de llevarme la contraria.

—No es lo mismo —admití, sorprendida.

Takashi Kojima asintió enérgicamente.

—¿Lo entiendes ahora?

—Gracias por la demostración.

Sentada al lado de Takashi, en aquel bar donde nunca había estado, describiendo círculos con mi copa de vino y comiendo ostras ahumadas, me sentía como si hubiera entrado en una misteriosa dimensión temporal. De vez en cuando pensaba en el maestro, pero apartaba rápidamente su recuerdo de mi mente. No me sentía transportada de nuevo a mi época de estudiante, pero tampoco tenía la sensación de estar viviendo el presente. La barra del Bar Maeda producía un efecto relajante en mí. La tortilla de queso estaba caliente y la ensalada aliñada con especias. Poco a poco, nos acabamos la botella de vino. Takashi tomó un cóctel que llevaba vodka y yo pedí uno de ginebra. Cuando terminamos era más tarde de lo que creía. Ya eran más de las diez, aunque tenía la impresión de que acababa de anochecer.

—¿Nos vamos? —propuso Takashi.

La conversación había ido decayendo a lo largo de las horas.

—Vámonos —acepté sin pensarlo dos veces.

Takashi me había estado explicando su divorcio con todo lujo de detalles, pero la verdad es que no le presté mucha atención. Al principio me había parecido un local bastante frío, pero a medida que avanzaba la noche el Bar Maeda se había convertido en un sitio íntimo y recogido. Detrás de la barra había aparecido un camarero joven. No sabía cuándo había llegado. Hablaba en susurros, para no desentonar con el ambiente. Takashi Kojima pagó la cuenta sin darme tiempo a reaccionar.

—Pagaré mi parte —le ofrecí en un murmullo, pero él rechazó amablemente con un ligero movimiento de cabeza. Me apoyé en su brazo y subimos las escaleras que conducían a la salida.

La luna brillaba en el cielo.

—Tu nombre se escribe con los ideogramas de «niña» y «luna» —observó Takashi, contemplando el cielo.

El maestro nunca diría algo así. Me descubrí pensando en él. Mientras estábamos en el bar, el maestro no era más que un recuerdo lejano. Takashi me rodeó la cintura delicadamente y me hizo sentir incómoda.

—La luna está casi llena —observé, y me aparté de él con un movimiento sutil.

—Sí, está casi llena —repitió Takashi.

No intentó acercarse de nuevo. Se quedó absorto contemplando la luna. Parecía mayor que antes, cuando estábamos en el bar.

—¿Estás bien? —le pregunté.

Él me miró.

—¿A qué te refieres?

—¿Estás cansado?

—Será por la edad —me respondió.

—¡No digas eso!

—Es la verdad.

—No lo es.

Mi testarudez me asombró a mí misma. Takashi sonreía mientras yo le llevaba la contraria.

—No debería haber dicho eso. Había olvidado que tenemos la misma edad, Omachi.

—No lo decía por eso.

Estaba pensando en el maestro. Él nunca se había quejado de su edad. Quizás no lo hacía porque los ancianos se tomaban el tema mucho más en serio, o tal vez porque no le gustaba quejarse. ¡El maestro estaba tan lejos de la calle donde me encontraba! Cuando fui consciente de la distancia que había entre los dos, sentí un profundo dolor. No nos separaba la edad, ni tampoco el espacio, pero entre el maestro y yo había una distancia insalvable.

Takashi Kojima volvió a rodearme la cintura, aunque apenas me tocaba. Se limitaba a rozar la capa de aire que había alrededor de mi cuerpo. Era un gesto delicadísimo. El contacto era tan sutil, que no podía rechazarlo ni fingir que no me daba cuenta. Me pregunté cuándo habría aprendido a hacerlo.

Con su brazo alrededor de mi cuerpo, me sentía como una marioneta que él manipulaba a su antojo. Takashi cruzó la calle y se encaminó hacia la oscuridad. Yo lo seguí. El instituto se alzaba frente a nosotros. La puerta de entrada estaba cerrada. De noche, bajo la luz de las farolas, el edificio parecía un gigante. Takashi subía la calle que conducía al terraplén. Yo caminaba a su lado.

El picnic de primavera ya había terminado. No quedaba nadie, ni un triste gato. Cuando abandonamos la fiesta el suelo estaba lleno de broquetas, botellas de sake vacías y bolsas de calamares ahumados, y había gente por todas partes sentada en sus esterillas. Unas horas más tarde, no quedaba ni rastro de la fiesta. Lo habían recogido todo y no habían dejado ni una lata vacía en el suelo. La explanada estaba tan limpia que parecía que alguien la hubiera barrido. En las papeleras no se veía ni un solo residuo de la fiesta, como si el picnic que se había celebrado aquella misma tarde hubiera sido un espejismo o una ilusión.

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