Aceptó la toalla que éste le ofrecía e intentó secarse el pantalón, aunque sólo consiguió extender aún más la mancha de sake. Entonces se dejó caer de bruces encima de la barra y empezó a roncar sin más preámbulos.
—Yasuda está pasando por una mala época —se disculpó el tabernero, con gesto compungido.
—Ya —le respondí vagamente. El maestro, que no parecía alterado en absoluto, se limitó a pedir otra botella de sake caliente.
—Lo siento, Tsukiko.
El joven seguía roncando encima de la barra. El camarero lo sacudió varias veces, pero no había forma de despertarlo.
—Lo echaré de aquí tan pronto se despierte —nos aseguró, y se dirigió hacia las mesas para tomar nota de los pedidos.
—Lamento que hayas tenido que presenciar una escena tan desagradable.
Quise decirle que no se preocupara, pero no me salían las palabras. Estaba furiosa. No conmigo misma sino con el maestro, porque me pedía perdón sin haber hecho nada malo.
—¿Por qué no se larga de una vez? —musité señalando con la barbilla al joven, que no se había movido ni un milímetro. Sus ronquidos eran cada vez más estruendosos.
—¿Has visto cómo brillan? —me preguntó el maestro. Le pregunté a qué se refería y me señaló con una sonrisa los pendientes del chico.
—Tiene razón, brillan mucho —le respondí, un poco más tranquila. A veces no entendía las reacciones del maestro. Pedí otra botella de sake caliente y bebí un largo trago. El maestro seguía riendo con disimulo. ¿Qué le haría tanta gracia? Un poco mosqueada, fui al servicio y alivié la vejiga. Quizás fue eso lo que me tranquilizó. El caso es que, cuando volví a ocupar mi taburete al lado del maestro, me sentía mucho mejor.
—¡Mira lo que tengo, Tsukiko!
El maestro me mostró su puño cerrado y lo abrió poco a poco. En la palma de la mano tenía un objeto brillante.
—¿Qué es eso?
—Lo que llevaba en la oreja.
El maestro miró al borracho que roncaba en la barra. Seguí el recorrido de su mirada y observé que el pendiente inferior, el más brillante, había desaparecido. Todavía conservaba las dos piedrecitas doradas, pero en la punta del lóbulo no había nada, sólo un agujero bastante grande.
—¿Se lo ha quitado usted, maestro?
—Se lo he robado —admitió, orgulloso como un niño que se siente importante porque acaba de hacer una travesura.
—No debería haberlo hecho —le reproché, pero él sacudió la cabeza.
—Hyakken Uchida escribió un cuento sobre eso —dijo, y me relató una breve historia titulada
El ratero aficionado.
Trata de un hombre que lleva una cadena de oro alrededor del cuello. Se emborracha, pierde los modales y empieza a comportarse como un grosero. Es tan impertinente que no merece llevar una cadena tan bonita. Entonces el protagonista del cuento se la roba sin ninguna dificultad. Se supone que el ladrón también ha bebido más de la cuenta, por eso no le resulta difícil quitarle la cadena de oro al otro borracho.
—Hasta aquí el relato —concluyó el maestro—. Hyakken era un gran escritor.
Tenía la misma expresión inocente que en clase.
—Y por eso le ha quitado el pendiente, ¿no es así? —le pregunté.
Él asintió enérgicamente.
—En realidad, me he limitado a imitar a Hyakken.
Creía que el maestro me preguntaría si conocía a Hyakken Uchida, pero no lo hizo. El nombre me resultaba vagamente familiar, pero no conocía su obra. Aquella historia no tenía pies ni cabeza. La embriaguez no puede justificar un robo. Aun así llegué a entender la lógica del autor, quizás porque su forma de razonar se parecía mucho a la del maestro.
—Oye, Tsukiko. Cuando le he robado el pendiente, mi intención no era darle un escarmiento. Lo he hecho para quedarme satisfecho y sentirme mejor. No quiero que me malinterpretes.
—No lo haré —le aseguré, y bebí un largo trago de sake. Pedimos una botella más cada uno, pagamos por separado como siempre y salimos del bar.
Una luna casi llena resplandecía en el cielo.
—Maestro. ¿Se siente solo a veces? —le pregunté de sopetón.
Caminábamos con la vista fija al frente.
—Cuando me hice daño en el trasero me sentí muy solo —confesó sin desviar la mirada.
—Por cierto, ¿qué le pasó en el trasero? Quiero decir, en las posaderas.
—Tropecé cuando me estaba poniendo los pantalones y me caí. Me di un fuerte golpe en la rabadilla.
No pude contener la risa. Él también rió.
—Me sentí más solo que nunca. El dolor físico te hace sentir muy desamparado.
—¿Le gustan las bebidas con gas, maestro? —le pregunté.
—No entiendo a qué viene esa pregunta, pero si te interesa saberlo, siempre me ha gustado la gaseosa que fabrica la marca Wilkinson.
—¿De veras? Qué curioso —comenté sin ni siquiera girar la cabeza.
La luna estaba en lo alto del cielo, parcialmente cubierta por la neblina. Todavía faltaba mucho para la primavera, pero cuando salimos del bar tuve la sensación de que estaba un poco más cerca que antes.
—¿Qué piensa hacer con ese pendiente? —quise saber.
El maestro reflexionó brevemente.
—Lo guardaré en el armario y lo sacaré de vez en cuando para recordar lo mucho que he disfrutado robándolo —respondió al fin.
—¿En el mismo armario donde guarda las teteras de barro? —le pregunté.
Él asintió con expresión solemne.
—Sí, lo guardaré en mi propio baúl de los recuerdos.
—¿Por qué quiere recordar una noche como la de hoy?
—Porque llevaba mucho tiempo sin robar nada.
—¿Cuándo aprendió a robar, maestro?
—En mi vida anterior —me respondió, sofocando una risita.
Seguimos caminando despacio, embriagados por los efluvios primaverales que flotaban en el ambiente. La luna dorada brillaba en el cielo.
—H
e recibido una invitación de la señorita Ishino —anunció el maestro.
Aquella noticia me inquietó un poco.
La señorita Ishino era la profesora de arte del instituto. Cuando yo estudiaba era una mujer treintañera. Tenía el pelo negro y poblado, y siempre lo llevaba recogido. La recuerdo cruzando los pasillos con su bata de trabajo. Era una mujer delgada que rebosaba energía. Gozaba de gran popularidad entre los alumnos de ambos sexos. Cuando terminaban las clases, una multitud de alumnos de lo más extravagante se agolpaba frente a la puerta del aula del club de arte. La señorita Ishino estaba dentro. Cuando les llegaba el inconfundible aroma del café, los miembros del club llamaban a la puerta.
—¿Qué queréis? —preguntaba la señorita Ishino con su voz ronca.
—¿Nos invita a tomar café, profesora? —le pedían los alumnos, gritando todos a la vez desde el otro lado de la puerta.
—Adelante —respondía ella, y les abría la puerta. Los alumnos se servían de un termo de café. El presidente del club, el vicepresidente y algunos alumnos de tercero eran los únicos que tenían el honor de compartir el café con la profesora. Los alumnos más pequeños todavía no podían gozar de ese privilegio. La señorita Ishino aparecía sujetando entre las manos una taza de la famosa cerámica Mashiko que un alfarero amigo suyo le había dejado cocer en su horno. Tomaba café con los alumnos y luego supervisaba sus trabajos. Entonces, se sentaba de nuevo en su silla y acababa el café que le quedaba. Los alumnos le traían sobres de azúcar y cartoncitos de leche, pero ella siempre tomaba el café solo.
Una de mis compañeras de clase admiraba a la señorita Ishino hasta el punto de considerarla un ejemplo a seguir. Intrigada, asistí un par de veces con ella a las sesiones del club de arte. El ambiente era cordial, y me sentí bienvenida aunque no pertenecía al club. En el aula reinaba una cálida atmósfera que olía a disolvente y a tabaco.
—¿No te parece una mujer estupenda? —me preguntó mi amiga.
Yo asentí, pero en realidad detestaba aquella taza de cerámica Mashiko. El aspecto de la señorita Ishino no me resultaba desagradable. Tampoco tengo nada en contra de la cerámica Mashiko original, pero lo que no podía soportar era aquella taza hecha a mano.
La señorita Ishino sólo me dio clase de arte en primero. Recuerdo que moldeábamos figuritas de escayola, dibujábamos a carboncillo y pintábamos con acuarelas. No solía sacar buenas notas. La señorita Ishino se casó con el profesor de ciencias sociales del instituto. Ahora debe de tener unos cincuenta años.
—Me ha invitado a un picnic de primavera al aire libre —dijo el maestro tras una breve pausa.
—Ajá —le respondí—, así que un picnic.
—Lo organiza todos los años. Comemos frente al instituto, en un terraplén, unos días antes del comienzo de las clases. ¿Te apetece acompañarme, Tsukiko? —propuso el maestro.
—Claro —le respondí sin el menor entusiasmo—. Me encantan las fiestas de primavera.
El maestro, sin embargo, estaba absorto contemplando la invitación y no pareció darse cuenta de mi tono de voz.
—La señorita Ishino siempre ha tenido una caligrafía preciosa —observó. Abrió con delicadeza el cierre de su maletín y guardó la invitación en uno de los bolsillos interiores. Cerró el maletín con idéntico cuidado, bajo mi atenta mirada.
—La fiesta será el día siete de abril. No lo olvides —me recordó cuando nos despedimos en la parada del autobús.
—Intentaré acordarme —le prometí, como si le estuviera asegurando que haría los deberes. Le respondí a regañadientes, en un tono triste e infantil.
A pesar de que había oído el nombre del maestro varias veces, nunca me acostumbraría a llamarlo «profesor Matsumoto». Pero oficialmente era el profesor Harutsuna Matsumoto. Entre ellos los maestros se tratan de «profesor». Profesor Matsumoto, profesor Kyogoku, profesor Honda, profesor Nishigawa, profesora Ishino, y así sucesivamente.
No tenía la menor intención de ir a ese picnic de primavera. Pensaba justificar mi ausencia con la excusa de que tenía mucho trabajo. Pero el día de la fiesta, el maestro hizo una excepción y vino a buscarme. Apareció frente a mi casa, con su inseparable maletín en la mano y una chaqueta de primavera.
—¿Has cogido la esterilla, Tsukiko? —me preguntó desde el portal.
No hizo ademán de subir hasta el primer piso y entrar en mi casa. Cuando vi al maestro esperándome, confiado y sonriente, no fui capaz de inventarme ninguna excusa. Resignada, embutí una rígida esterilla de plástico en una bolsa, me vestí a toda prisa con lo primero que encontré entre un montón de ropa desordenada, me calcé las zapatillas de deporte, que no había lavado desde el día de la excursión al bosque, y me precipité escaleras abajo.
El terraplén estaba abarrotado. Había profesores de mediana edad, viejos maestros jubilados y algunos ex alumnos sentados en sus esterillas. En el suelo había varias botellas, latas de cerveza y comida que habían traído los invitados. El ambiente era festivo y la gente comía, bebía y se divertía en pequeños grupos diseminados a lo ancho de la explanada. El maestro y yo desenrollamos nuestras esterillas y saludamos a los invitados que teníamos alrededor. El terraplén era un hervidero de gente que desfilaba con su esterilla bajo el brazo, buscando un hueco donde instalarse. Los recién llegados se multiplicaban como brotes de una planta que florece en primavera.
Al cabo de un rato, una vieja maestra llamada Setsu se sentó entre el maestro y yo, y una tal Makita, una profesora joven, se acomodó entre nosotras. Al lado de la profesora Makita se sentaron los ex alumnos Shibazaki, Onda y Utayama, y siguió apareciendo gente hasta que acabé perdiendo la cuenta y confundiendo todos los nombres.
El maestro estaba sentado junto a la señorita Ishino y bebía animadamente. En una mano sujetaba la brocheta de pollo con soja dulce que había comprado en una pollería del centro. Malhumorada, observé que en circunstancias normales el maestro sólo comía brochetas saladas, pero aquel día se había adaptado sin ningún problema. Me quedé bebiendo sake a solas, un poco apartada del grupo.
Desde el terraplén, que quedaba un poco elevado, veía el patio del instituto bañado por la intensa luz del sol. El nuevo curso aún no había empezado y el instituto estaba en silencio. El edificio y el patio no habían cambiado desde mi época de estudiante. La única diferencia que pude apreciar fueron los cerezos plantados alrededor del patio, que habían crecido bastante.
—¿Sigues soltera, Omachi? —me preguntó alguien de repente.
Levanté la cabeza. Un hombre de mediana edad se había sentado a mi lado. Sin dejar de mirarme, bebió un sorbo de sake de su vaso de plástico.
—Me he casado diecisiete veces y me he divorciado otras diecisiete, pero ahora estoy soltera —le respondí sin titubear. Su cara me sonaba, pero no sabía quién era. Tras un momento de vacilación, el hombre se echó a reír.
—¡Qué vida sentimental más ajetreada!
—Qué va.
Su rostro sonriente me recordaba vagamente a alguien del instituto. Al final caí en la cuenta de que habíamos sido compañeros de clase. Me acordé de él porque la expresión de su cara cambiaba por completo cuando reía. ¿Cómo se llamaba? Tenía su nombre en la punta de la lengua, pero no lograba acordarme.
—Pues yo sólo me he casado y divorciado una vez —me explicó sin dejar de sonreír.
Bebí un largo trago de sake. Dentro del vaso de plástico había un pétalo flotando.
—La vida no nos ha tratado muy bien.
Su sonrisa permanente irradiaba calidez. De repente me acordé de que se llamaba Takashi Kojima. Fuimos compañeros de clase en primero y segundo. Puesto que ambos éramos de los primeros de la lista, siempre nos asignaban pupitres cercanos.
—Perdona, ha sido una broma de mal gusto —me disculpé.
Takashi Kojima aceptó mis disculpas sacudiendo la cabeza y volvió a sonreír.
—Siempre has sido muy sarcástica, Omachi.
—Sí.
—Eres capaz de decir auténticos disparates manteniendo la seriedad en todo momento.
Quizás tuviera razón. Yo nunca he sido de las personas que bromean y cuentan chistes. A la hora del recreo me sentaba tranquilamente en un rincón del patio y me limitaba a devolver los balones de fútbol extraviados que iban a parar a mis pies.
—¿Qué es de tu vida, Kojima?
—Trabajo en una empresa como asalariado. ¿Y tú, Omachi? ¿A qué te dedicas?
—Trabajo en una oficina.
—¿Ah, sí?
—Sí.
Soplaba una suave brisa. Las flores de los cerezos aún no habían empezado a caer, pero las ráfagas de viento ocasionales arrancaban alguna hoja de vez en cuando.