Cuando intento recordar con quién salía antes de trabar amistad con el maestro, no se me ocurre nadie.
Estaba sola. Subía sola al autobús, paseaba sola por la ciudad, iba de compras sola y bebía sola. Incluso cuando estaba con el maestro era como si fuera sola a todas partes. No dependía de su compañía, pero cuando estaba con él me sentía más completa. Era una sensación curiosa, como si me hubiera comprado un reloj nuevo y no quisiera quitar el plástico adherente que protegía el cristal. Si el maestro llegara a enterarse de que lo estoy comparando con un pedazo de plástico, probablemente se enfadaría.
Cuando coincidíamos en la taberna y nos tratábamos como perfectos desconocidos, me sentía como el reloj que ha perdido el plástico adherente. Por otro lado, las reconciliaciones fáciles nunca me habían gustado, y estaba segura de que al maestro también le resultaban ofensivas. Por eso seguíamos fingiendo que no nos conocíamos.
Un día tuve que ir a Kappabashi por trabajo. Era un día ventoso, y la chaqueta fina que llevaba no me protegía del frío. El viento que soplaba no era una suave brisa otoñal, más bien parecía un amago del invierno. En Kappabashi había muchas tiendas de venta al por mayor de vajilla y utensilios de cocina como ollas, cacerolas y toda clase de cuencos y platos. Cuando hube solucionado el asunto que me había llevado allí, me dediqué a curiosear los escaparates de las tiendas. Las cacerolas expuestas parecían muñecas rusas. Las más pequeñas estaban dentro de las mayores, y así sucesivamente. En la entrada de una tienda había una enorme olla de barro decorativa. Las espátulas y cucharones estaban agrupados por tamaños. Pasé por delante de una cuchillería. A través del cristal del escaparate se podían observar toda clase de cuchillos afilados para cortar verduras y pescado crudo. También había cortaúñas y tijeras de podar.
Entré en la cuchillería, atraída por el brillo del acero, y descubrí unos ralladores de distintos tamaños en un rincón. Un cartel de cartón indicaba que se trataba de una oferta especial. Estaban atados con una goma elástica. Escogí un modelo pequeño.
—¿Cuánto vale? —pregunté.
—Mil yenes —me respondió la vendedora, que llevaba un delantal—. Con impuestos incluidos —añadió, con el curioso acento del dialecto local. Pagué y me envolvió el rallador.
Ya tenía un rallador en casa. Pero cada vez que voy a Kappabashi me apetece comprar algo. La última vez que fui, compré una enorme olla de acero. Pensé que me vendría bien cuando tuviera invitados, aunque no suelo organizar fiestas multitudinarias en casa. Y si tuviera invitados, no sabría qué cocinar en una olla tan grande, de modo que se quedó arrinconada en un estante de la cocina.
Había comprado el rallador para regalárselo al maestro.
Mientras contemplaba aquella cantidad de objetos relucientes, tuve ganas de ver al maestro. Observando aquellos cuchillos, tan afilados que cortaban la piel con sólo rozarla y un hilo de sangre roja brotaba de la herida, sentí la necesidad de ver al maestro. No sé por qué extraña asociación de ideas el brillo de los filos me hizo pensar en él. El caso es que me invadió un apremiante deseo de verlo. Había pensado en comprarle un cuchillo de cocina o algo por el estilo, pero un objeto cortante habría llamado mucho la atención en su casa. No encajaba con la humedad y la oscuridad que reinaban en el ambiente. Por eso escogí un rallador, que pasaba más desapercibido. Además, sólo costaba mil yenes. Si me gastaba mucho dinero en un regalo y el maestro seguía haciéndose el ofendido, quedaría como una estúpida. El maestro no parecía una persona tan maliciosa, pero por desgracia era un hincha de los Giants, y no podía permitirme el lujo de confiar a ciegas en alguien como él.
Al cabo de pocos días, el maestro y yo coincidimos en la taberna.
Como de costumbre, me ignoró. Sin darme cuenta, yo también adopté la actitud habitual y fingí que no nos conocíamos.
Me senté en la barra, a dos taburetes de distancia de él. Había un hombre sentado entre nosotros que leía el periódico y bebía sake. Al otro lado del hombre del periódico, el maestro pidió tofu hervido. Yo pedí lo mismo.
—Hace frío, ¿verdad? —comentó el tabernero.
El maestro musitó unas palabras en voz baja. Probablemente habría dicho algo como: «Sí, hace frío». El ruido que hacía nuestro vecino pasando las páginas del periódico me impidió oír la respuesta.
—El frío ha llegado pronto este año —observé, levantando la voz por encima del crujido de las páginas.
El maestro me miró con perplejidad. Quise saludarlo, pero el cuerpo no me respondía. Desvié la mirada inmediatamente. Percibí que el maestro me daba la espalda poco a poco, al otro lado del hombre del periódico.
Cuando nos sirvieron el tofu hervido, comimos simultáneamente y bebimos al mismo ritmo. Me emborraché a la misma velocidad que él. Puesto que ambos estábamos nerviosos, notamos antes los efectos del alcohol. El hombre del periódico no parecía dispuesto a levantarse. Aquel cliente que se interponía entre nosotros nos permitía mirar en direcciones opuestas y beber con aparente calma.
—El campeonato de béisbol ya ha terminado —le comentó el hombre del periódico al tabernero.
—Y el invierno está a la vuelta de la esquina.
—No soporto el frío.
—Con el frío, los guisos apetecen más.
El cliente y el tabernero charlaban tranquilamente. El maestro giró la cabeza en mi dirección. Notaba su mirada acercándose lentamente. Yo también me volví hacia él, con cautela.
—¿Quieres sentarte aquí? —sugirió en voz baja.
—Vale —acepté tímidamente. Entre el hombre del periódico y el maestro había un taburete vacío. Avisé al tabernero de que me cambiaba de sitio, cogí el vaso y la botella y me trasladé.
—Gracias —le dije.
Por toda respuesta, el maestro soltó una especie de gruñido ininteligible.
Cada uno empezó a beber su propio sake, con la mirada fija al frente.
Pagamos por separado, apartamos la cortinilla de la entrada de la taberna y salimos al exterior. El ambiente era más cálido de lo previsto, y en el cielo centelleaban las estrellas. Era más tarde que de costumbre.
—Tome, maestro —le dije.
Le di el envoltorio, que estaba arrugado porque lo había llevado encima desde que volví de Kappabashi.
—¿Qué es?
El maestro cogió el paquete, depositó la cartera en el suelo y lo desenvolvió cuidadosamente. El pequeño rallador apareció, reluciente bajo la tenue luz que se filtraba a través de la cortinilla. Brillaba mucho más que cuando lo vi en la tienda de Kappabashi.
—Es un rallador.
—Sí.
—¿Es para mí?
—Claro.
Nos hablábamos bruscamente. Siempre nos habíamos tratado así. Levanté la mirada hacia el cielo y me estremecí. El maestro envolvió de nuevo el rallador, lo guardó en el maletín y echó a andar, tieso como un palo.
Yo caminaba mirando hacia arriba. Iba un poco rezagada, escrutando el cielo nocturno y contando estrellas. Cuando había llegado hasta ocho, el maestro me interrumpió.
—«Flor de ciruelo. | Hierbas frescas en la fonda de Mariko. | Sopa de raíz de ñame» —dijo de repente.
—¿A qué viene eso? —le pregunté.
El maestro sacudió la cabeza con aire disgustado.
—Veo que tampoco conoces la poesía de Bashô —se lamentó.
—¿Bashô? —repetí.
—Eso es. Te lo enseñé en clase —replicó.
No recordaba aquel haiku.
El maestro caminaba velozmente.
—Maestro, va demasiado rápido —observé desde detrás.
No respondió y empecé a mosquearme. Repetí el verso en tono de burla.
—Sopa de raíz de ñame en la fonda de Mariko…
El maestro siguió caminando sin volverse durante un rato, hasta que se detuvo.
—Un día de estos prepararemos juntos una sopa de raíz y de ñame. El haiku de Bashô es una oda a la primavera, pero la raíz de ñame está muy rica en esta época del año. Yo la rallaré con el rallador, y tú tendrás que machacarla con el mortero —dijo sin volverse hacia mí, en el mismo tono de siempre.
Yo caminaba tras él y seguía contando estrellas. Cuando llevaba quince, llegamos al lugar donde solíamos despedirnos.
—Adiós —le dije, agitando la mano.
El maestro imitó mi gesto y también se despidió.
Lo seguí con la mirada mientras se alejaba, y me encaminé hacia mi piso. Cuando llegué llevaba veintidós estrellas, contando las pequeñas.
N
o tenía la menor idea de qué estaba haciendo en aquel lugar. Todo empezó cuando al maestro se le ocurrió hablarme de setas.
—Me gustan las setas —me dijo una fría noche de principios de otoño.
Estábamos sentados en la barra de la taberna.
—¿Se refiere al hongo blanco? —pregunté, pero el maestro sacudió la cabeza.
—El hongo blanco está muy rico, por supuesto.
—Sí.
—Pero decir que el hongo blanco es la seta por excelencia es sacar conclusiones precipitadas. Es lo mismo que decir que los Giants son el equipo de béisbol por excelencia.
—Pero a usted le gustan los Giants, ¿no es así?
—Me gustan, pero soy consciente de que, objetivamente, el mundo del béisbol no sólo gira en torno a los Giants.
Habían pasado unos días desde que el maestro y yo discutimos acerca de los Giants. A partir de entonces, tanto él como yo extremábamos las precauciones cuando hablábamos de béisbol.
—Existen muchos tipos de setas.
—Ya.
—Como el champiñón lila, que se come asado y aliñado con salsa de soja, a poder ser justo después de haberlo cogido. Está delicioso.
—Ya.
—O el
iguchi,
que también es muy sabroso.
—Ya.
Mientras hablábamos, el tabernero asomó la cabeza desde el otro lado de la barra.
—Veo que entiende mucho de setas.
El maestro hizo un breve gesto de asentimiento.
—No es para tanto —dijo quitándose importancia.
—En otoño suelo ir a coger setas —dijo el tabernero, que acercó su cabeza a las nuestras alargando el cuello como un pájaro que se dispone a alimentar a sus polluelos.
—Ya —repuso el maestro, imitando la respuesta imprecisa que yo solía utilizar.
—Si le interesa el tema, podríamos ir juntos a coger setas.
El maestro y yo intercambiamos una mirada. A pesar de que íbamos a aquella taberna casi todos los días, el dueño nunca nos había tratado con tanta confianza ni nos había hablado como si fuéramos viejos conocidos. Siempre trataba a todos los clientes como si fuera la primera vez que acudían a su local. Y, de repente, nos proponía ir juntos de excursión.
—¿Dónde sueles ir a coger setas? —se interesó el maestro.
El dueño alargó un poco más el cuello hacia nosotros.
—A Tochigi —respondió.
Mi mirada se cruzó de nuevo con la del maestro.
El tabernero, con el cuello estirado, esperaba una respuesta.
—¿Qué hacemos? —pregunté yo, al mismo tiempo que el maestro decidía:
—Vamos.
Así que decidimos ir a coger setas a Tochigi en el coche del tabernero.
Yo no entiendo de coches, y estoy convencida de que el maestro tampoco. El coche del tabernero era un turismo blanco. No tenía nada que ver con los modelos aerodinámicos que circulan por la ciudad hoy en día. Era un sencillo coche viejo y compacto de los que solían verse antes.
Quedamos un domingo a las seis de la mañana frente a la taberna. Me levanté a las cinco y media, me lavé la cara, cogí una vieja mochila que la noche anterior había rescatado del fondo del armario y salí de casa. El ruido de la llave de la entrada rompió la calma de la mañana. Varios bostezos más tarde, llegué a la taberna.
El maestro ya había llegado. Estaba de pie, con su inseparable maletín en la mano. El tabernero estaba inclinado encima del maletero abierto, de modo que sólo se le veía medio cuerpo.
—¿Eso es material para ir a coger setas? —le preguntó el maestro.
—No. Son cuatro cosas para mi primo, que vive en Tochigi —aclaró el hombre, desde el fondo del maletero.
El maestro y yo inspeccionamos el equipaje por encima del hombro del tabernero. Consistía en unas bolsas de papel y un paquete alargado. Un cuervo graznó, encaramado a un poste de electricidad. Sus graznidos eran tan estridentes como de costumbre, pero me pareció que a primera hora de la mañana sonaban más dulces que a plena luz del día.
—Aquí llevo galletas de arroz y algas secas —explicó el tabernero, señalando las bolsas.
—Ya —respondimos al unísono el maestro y yo.
—Y esto es sake —prosiguió mientras nos indicaba el paquete alargado.
—¡Caramba! —exclamó el maestro, sin soltar su maletín.
Yo opté por guardar silencio.
—A mi primo le gusta el sake Sawanoi.
—A mí también.
—Me alegro. En la taberna sólo tengo sake de Tochigi.
El tabernero se mostraba mucho más jovial que cuando estaba trabajando. Tanto, que parecía haberse quitado diez años de encima.
—Subid —nos invitó, y abrió las puertas traseras. Apoyó una nalga en el asiento del conductor y encendió el motor. A continuación, se levantó de nuevo para ir a cerrar el maletero. Una vez se hubo asegurado de que el maestro y yo estábamos acomodados en los asientos traseros, se fumó un cigarrillo mientras deambulaba alrededor del coche. Al fin, se sentó en el asiento del conductor, se abrochó el cinturón y pisó el acelerador sin prisa.
—Has sido muy amable al invitarnos —le agradeció el maestro desde el asiento trasero.
El tabernero giró la cabeza hacia nosotros.
—No hay de qué —respondió con una agradable sonrisa. Pero siguió mirando hacia atrás sin levantar el pie del acelerador, y el coche avanzaba poco a poco.
—Ten cuidado, por favor —le pedí tímidamente, pero él no me oyó y alargó el cuello hacia mí para preguntarme:
—¿Cómo dices?
El coche seguía avanzando, pero él no hizo ademán de girar la cabeza.
—¡Mira hacia delante!
—¡Date la vuelta de una vez!
El maestro y yo gritamos al unísono al ver que nos acercábamos peligrosamente a un poste telefónico.
—¿Eh? —dijo el tabernero, girando la cabeza a la vez que daba un volantazo para esquivar el poste.
El maestro y yo suspiramos aliviados.
—No os preocupéis —nos tranquilizó nuestro conductor, y aumentó la velocidad.
¿Qué estaba haciendo yo en un coche desconocido a aquellas horas de la mañana? Desconcertada, me di cuenta de que ni siquiera entendía de setas. Me sentía como si hubiera bebido demasiado. El coche circulaba cada vez más deprisa.