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Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

El cielo es azul, la tierra blanca (2 page)

—La luna ha bajado bastante, ¿verdad? —comentó el maestro, levantando la cabeza.

La luna había conseguido escapar de las nubes y se recortaba en el cielo nocturno.

—Seguro que el té sabía mejor en estas teteras de barro —suspiré.

—¿Te gustaría comprobarlo? —propuso el maestro mientras alargaba el brazo.

Hurgó en el rincón donde guardaba las botellas y sacó un bote de té. Metió unas cuantas hojas en una tetera de barro de color ámbar, abrió la tapadera de un viejo termo que había en la mesita y vertió agua caliente en la tetera.

—Este termo me lo regaló un alumno. Es una antigualla fabricada en América, pero es de mucha calidad. El agua de ayer todavía se mantiene caliente.

Llenó las mismas tazas que habíamos utilizado para beber sake y acarició el termo con delicadeza. El té se mezcló con los restos de sake que quedaban en el fondo de la taza y cogió un sabor extraño. De repente, noté los efectos del alcohol y todo lo que había a mi alrededor me pareció más agradable.

—Maestro, ¿puedo curiosear por la salita? —le pregunté.

Sin esperar respuesta, me dirigí hacia la montaña de trastos acumulados en un rincón. Había papeles viejos, un antiguo Zippo, un espejo de mano oxidado y tres maletines grandes de piel negra y desgastada por el uso. Los tres eran del mismo estilo. También encontré unas tijeras de podar, un pequeño cofre para guardar documentos y una especie de caja negra de plástico. Tenía una escala graduada y un indicador en forma de aguja.

—¿Qué es esto? —le pregunté con la caja negra en la mano.

—¿A ver? ¡Ah, eso! Es un medidor de carga de pilas.

—¿Un medidor? —repetí.

El maestro cogió la caja de mis manos con suavidad y buscó algo entre los cachivaches. Encontró un cable rojo y otro negro, y los conectó al medidor. En el extremo de cada cable había una clavija.

—Se hace así —me dijo.

Unió la clavija del cable rojo a uno de los polos de la pila etiquetada como «maquinilla de afeitar», y sujetó el cable negro en contacto con el polo opuesto.

—Fíjate bien, Tsukiko.

Puesto que tenía ambas manos ocupadas, el maestro señaló el medidor con el mentón. La aguja osciló levemente. Cuando la clavija se separaba de la pila la aguja dejaba de moverse, y cuando volvían a entrar en contacto oscilaba de nuevo.

—Todavía le queda energía —constató el maestro en voz baja—. Quizás no podría hacer funcionar un aparato eléctrico, pero no está del todo agotada.

El maestro conectó todas las pilas al medidor, una tras otra. En la mayoría de las ocasiones el indicador permanecía inmóvil cuando las clavijas rozaban los polos, pero algunas pilas hacían oscilar la aguja. Cada vez que eso ocurría, el maestro soltaba un pequeño grito de sorpresa.

—Todavía les queda un poco de vida —comenté. Él asintió con la cabeza.

—Pero tarde o temprano todas morirán —dijo sin alterarse.

—Acabarán sus vidas dentro del armario.

—Sí, tienes razón.

Permanecimos un rato en silencio, contemplando la luna.

—¿Quieres más sake? —ofreció al fin el maestro, en un tono despreocupado.

Llenó de nuevo las tazas.

—¡Vaya! Todavía quedaba un poco de té.

—Será sake diluido.

—El sake no se debe diluir.

—No tiene importancia, maestro.

Para quitarle hierro al asunto, vacié la taza de un trago. El maestro bebía a pequeños sorbos. La luz de la luna era deslumbrante.

—«A través de los sauces | reluce el resplandor ceniciento, | el humo se levanta más allá de la pradera» —recitó el maestro con voz potente.

—¿Qué es eso? Parece un mantra budista —comenté.

—Tsukiko, veo que no prestabas atención en clase —me reprendió el maestro.

—Usted nunca nos enseñó eso —protesté.

—Es un poema de Seihaku Irako —aclaró el maestro, en tono didáctico.

—Nunca había oído ese nombre —le aseguré.

Cogí la botella de sake y llené de nuevo mi taza.

—Las mujeres no deben servirse a sí mismas —me regañó el maestro.

—Usted está chapado a la antigua —le respondí.

—Prefiero ser un anticuado que un antisistema —refunfuñó. Se sirvió otra taza de sake y siguió recitando—: «El humo se levanta más allá de la pradera, | una flauta suena dulcemente | y ablanda el corazón del caminante».

Recitaba con los ojos cerrados, como si escuchara atentamente su propia voz. Me quedé absorta contemplando las pilas inmóviles, bañadas por un tenue resplandor.

La luna empezaba a esconderse de nuevo tras la bruma.

LOS POLLITOS

F
ue el maestro quien propuso visitar el mercado.

—El mercado abre los días ocho, dieciocho y veintiocho de cada mes. Este mes el veintiocho cae en domingo, así que supongo que estarás libre —anunció sacando una agenda del maletín negro que siempre llevaba encima.

—¿El día veintiocho? —repetí hojeando mi agenda lentamente, aunque ya sabía que no tenía nada que hacer—. Sí, el veintiocho estoy libre. Ningún problema —confirmé dándome aires de importancia.

El maestro cogió una gruesa pluma estilográfica y apuntó en la columna del día veintiocho: «Mercado con Tsukiko. Al mediodía, frente a la parada de autobús de Minami-machi». Tenía una caligrafía bonita.

—Nos encontraremos al mediodía —me recordó el maestro, y guardó la agenda en la cartera. Se me hacía un poco raro quedar a plena luz del día. Nuestras reuniones siempre tenían lugar en la oscuridad de las tabernas, donde nos sentábamos, bebíamos sake y comíamos tofu frío o tofu hervido, según la época del año. Nunca quedábamos de antemano, nos encontrábamos por casualidad. A veces no coincidíamos durante unas cuantas semanas. Otras veces, en cambio, nos veíamos varias noches seguidas.

—¿Qué tipo de mercado es? —le pregunté, sirviéndome un poco de sake.

—Un mercado como cualquier otro. Tiene toda clase de artículos necesarios para el día a día.

Visitar un mercado normal y corriente con el maestro me parecía un poco extraño, pero no vi ningún inconveniente. Yo también anoté en mi agenda: «Al mediodía, frente a la parada de autobús de Minami-machi».

El maestro bebió sin prisa y se sirvió otro vaso. Inclinó ligeramente la botella desde una altura considerable hasta que el líquido empezó a caer describiendo una línea vertical, como si el vaso ejerciera una especie de atracción magnética. No derramó ni una sola gota. Tenía mucha práctica. Traté de imitarlo e incliné la botella por encima de mi cabeza, pero derramé la mayor parte del sake. A partir de aquel día, dejé la elegancia a un lado y me serví sujetando fuertemente el vaso con la mano izquierda y la botella con la derecha. El cuello de la botella estaba tan cerca del borde del vaso, que casi se tocaban.

Un día, un compañero de trabajo me dijo que mi forma de servir la bebida no tenía ningún encanto. La palabra «encanto» me pareció poco adecuada, y el comentario también, porque presuponía que las mujeres teníamos la obligación de servir las bebidas con gracia. Sorprendida, le dirigí una mirada fulminante. Al parecer interpretó mal mi expresión, porque cuando salimos de la taberna intentó besarme aprovechando la oscuridad. Dispuesta a impedírselo, cogí con ambas manos aquella cara que se abalanzaba sobre mí y traté de apartarla con todas mis fuerzas.

—No tengas miedo —susurraba él, sujetándome las manos y acercando su cara a la mía.

Era un anticuado en todos los aspectos. Tuve que reprimir el impulso de propinarle un guantazo.

—Hoy no es un buen día —le espeté, con el rostro serio y la voz grave.

—¿Por qué no?

—Porque es el día de la mala suerte. Y mañana también es un día desfavorable para todo.

—¿Eh?

Dejé a mi compañero boquiabierto en aquel callejón oscuro, eché a correr y entré en la boca del metro. Bajé las escaleras sin dejar de correr. Cuando tuve la certeza de que no me seguía, fui al servicio, alivié la vejiga y me lavé las manos. Dejé escapar una risilla sofocada al mirarme en el espejo y ver mi pelo alborotado.

Al maestro no le gustaba que le sirvieran. Él mismo se servía el sake y la cerveza, y lo hacía con delicadeza y pulcritud. Una vez le serví cerveza. Cuando incliné la botella encima de su vaso pestañeó ligeramente, pero no dijo nada. Cuando hube terminado, levantó el vaso y murmuró: «Salud». Apuró la cerveza de un trago y se atragantó. No estaba acostumbrado a beber deprisa. Era evidente que había querido vaciar el vaso cuanto antes. Cuando levanté la botella para servirle de nuevo, irguió la espalda y me dijo:

—Te lo agradezco, pero no es necesario. Prefiero hacerlo yo mismo.

Desde entonces no volví a intentarlo, aunque él a veces sí que me servía a mí.

Cuando el maestro llegó, yo ya estaba frente a la parada del autobús. Había llegado un cuarto de hora antes, y él se presentó cuando aún faltaban diez minutos. Era un domingo soleado.

—¿Oyes el susurro de las zelkovas? —me preguntó, levantando la vista hacia los árboles plantados en la acera.

Las ramas verde oscuro se balanceaban. No parecía que el viento soplara con fuerza, pero agitaba violentamente las copas de las altas zelkovas.

Era un caluroso día de verano, pero el ambiente no era bochornoso, y a la sombra no hacía calor. Fuimos en autobús hasta Teramachi y, una vez allí, anduvimos un rato. El maestro llevaba un sombrero panamá y una camisa hawaiana muy llamativa.

—Esa camisa le queda bien —le dije.

—¡Qué cosas dices! —exclamó sofocado, y aceleró el paso. Caminamos en silencio a paso ligero durante un buen rato, hasta que el maestro bajó el ritmo—. ¿Tienes hambre? —me preguntó.

—Se lo diré en cuanto recupere el aliento —jadeé.

Él soltó una carcajada.

—Ha sido culpa tuya. Me has puesto nervioso con tus tonterías —respondió.

—No he dicho ninguna tontería.

No obtuve respuesta. El maestro entró en un restaurante de comida para llevar que había muy cerca de allí.

—Póngame un especial de cerdo con
kimchi
—pidió a la camarera, y se volvió hacia mí.

Enarcó las cejas con expresión interrogante. Había tantos platos en el menú, que yo no sabía cuál escoger. Estuve a punto de decantarme por un
bibimba
con huevo frito, pero recordé a tiempo que la clara del huevo no me gusta. Cuando empiezo a vacilar soy incapaz de tomar una decisión. Después de mucho dudar, acabé pidiendo lo mismo que el maestro.

—Yo también tomaré el menú de cerdo con
kimchi.

Nos sentamos en un banco que había al fondo del local y esperamos a que la comida estuviera lista.

—Se nota que está acostumbrado a encargar comida para llevar —observé.

El maestro asintió.

—Es porque vivo solo. ¿Tú sueles cocinar, Tsukiko?

—Sólo cuando tengo novio —respondí.

Él asintió de nuevo con gravedad.

—Es lógico. Yo también debería echarme una o dos novias.

—Debe de ser duro tener dos novias a la vez.

—Sí. Creo que no soportaría tener más de dos.

Mientras estábamos enfrascados en aquella absurda conversación, nos prepararon la comida. La camarera metió en una bolsa de plástico dos fiambreras de distinto tamaño. Me acerqué al maestro y le susurré al oído que una fiambrera era más grande que la otra, a pesar de que habíamos pedido lo mismo. Él me respondió, también en voz baja, que yo no había pedido el menú especial sino el normal, por eso mi fiambrera era más pequeña. Cuando salimos a la calle, el viento había arreciado. El maestro llevaba la bolsa de la comida en la mano derecha, y con la izquierda se sujetaba el sombrero panamá.

A lo largo del camino aparecieron los primeros tenderetes. Había uno donde sólo se vendían
jikatabi,
zapatos de tela gruesa con suela de goma. En otro sólo había paraguas plegables. Algunos ofrecían ropa usada o libros nuevos y de segunda mano. La calle estaba abarrotada de pequeños puestos de venta, que se amontonaban en ambas aceras, uno al lado de otro.

—Hace cuarenta años, un tifón azotó esta zona y la inundó por completo.

—¿Hace cuarenta años?

—Murió mucha gente.

El maestro me explicó que el mercado ya se celebraba antes del tifón. El año siguiente a las inundaciones se instalaron muy pocos tenderetes, pero a partir de entonces el mercado volvió a abrir tres veces al mes. El acontecimiento fue ganando popularidad año tras año y, actualmente, los tenderetes situados entre la parada de autobús de Teramachi y la de Kawasuji oeste estaban abiertos todo el año, incluso los días que no terminaban en ocho.

—Sígueme —dijo el maestro.

Entramos en un pequeño parque que quedaba un poco apartado. Estaba desierto. A pesar de que la calle era un hervidero de gente, aquel lugar era un remanso de paz. El maestro compró dos latas de té con arroz integral en una máquina expendedora situada en la entrada del parque.

Nos sentamos en un banco y abrimos las fiambreras. Enseguida noté el olor del
kimchi.

—Así que su menú es especial.

—Así es.

—¿En qué se diferencia del normal?

Codo a codo, observamos detenidamente nuestros menús.

—Son casi iguales —concluyó el maestro, que parecía divertirse.

Bebí un sorbo de té. A pesar del viento, el calor del verano me había dejado sedienta. El té frío se deslizó por mi garganta.

—Me da la impresión de que estás disfrutando de la comida, Tsukiko —comentó el maestro, que me observaba con envidia mientras yo mojaba el arroz en la salsa de
kimchi
que me había sobrado. Él ya había terminado de comer.

—Lo siento, ya sé que es de mala educación.

—Tienes razón, no es muy elegante. Pero tiene buena pinta —repitió el maestro.

Tapó su fiambrera vacía y la envolvió con una goma elástica. A juzgar por el tamaño de las zelkovas y los cerezos que nos rodeaban, el parque debía de ser bastante antiguo.

A continuación de los tenderetes de artículos variados había muchos puestos de comida. Vendían legumbres, plátanos, marisco o cestas llenas de gambitas y cangrejos. El maestro se detenía en todos los puestos para curiosear. Se colocaba a una distancia prudente, con la espalda tan recta como de costumbre, y observaba a sus anchas.

—Mira, Tsukiko. Ese pescado parece fresco.

—Hay demasiadas moscas.

—Las moscas están en todas partes.

—¿Quiere comprar un pollo, maestro?

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