El cielo es azul, la tierra blanca

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Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

 

Tsukiko tiene 38 años y lleva una vida solitaria. Considera que no está dotada para el amor. Hasta que un día encuentra en una taberna a su viejo maestro de japonés. Entre ambos se establece un pacto tácito para compartir la soledad. Escogen la misma comida, buscan la compañía del otro y les cuesta separarse, aunque a veces intenten escapar el uno del otro: el maestro, en el recuerdo de la mujer que un día lo abandonó; Tsukiko, en un antiguo compañero de clase. Con una prosa sensual y despojada, Kawakami nos cuenta una historia de amor muy especial: el acercamiento sutil de dos amantes, con toda su íntima belleza, ternura y profundidad. Todo un descubrimiento literario.

Hiromi Kawakami

El cielo es azul, la tierra blanca

Una historia de amor

ePUB v1.3

Mística
04.07.12

Título original:
Sensei no Kaban

Hiromi Kawakami, 2001.

Traducción: Marina Bornas Montaña

Editor original: Mística (v1.0 a v1.3)

Corrección de erratas: jugaor, Mística

ePub base v2.0

LA LUNA Y LAS PILAS

O
ficialmente se llamaba profesor Harutsuna Matsumoto, pero yo lo llamaba «maestro». Ni «profesor», ni «señor». Simplemente, maestro. Me había dado clase de japonés en el instituto. Puesto que no fue mi tutor ni me entusiasmaban sus clases, no conservaba ningún recuerdo significativo suyo. No había vuelto a verlo desde que me gradué.

Empezamos a tratarnos a menudo cuando coincidimos, hace unos cuantos años, en una taberna frente a la estación. El maestro estaba sentado en la barra, tieso como un palo.

—Atún con soja fermentada, raíz de loto salteada y chalota salada —pedí, y me senté en la barra. Casi al unísono, el viejo estirado que estaba a mi lado dijo:

—Chalota salada, raíz de loto salteada y atún con soja fermentada.

Al darme cuenta de que teníamos los mismos gustos, me volví y él también me miró. Mientras intentaba recordar dónde había visto aquella cara, empezó a hablarme.

—Eres Tsukiko Omachi, ¿verdad?

Cuando asentí, sorprendida, siguió hablando.

—No es la primera vez que te veo por aquí.

—Ya —repuse, y lo observé con más atención. Llevaba el pelo blanco cuidadosamente peinado, y vestía una camisa de corte clásico y un chaleco gris. Frente a él había una botella de sake, un plato con un pedacito de ballena y un tazón donde sólo quedaban restos de algas. Mi asombro fue mayúsculo al comprobar que al viejo y a mí nos gustaban los mismos aperitivos. Entonces fue cuando lo recordé en el instituto, de pie en la tarima del aula. Siempre llevaba el borrador en una mano y la tiza en la otra. Escribía en la pizarra citas clásicas como: «Nace la primavera, el rocío del alba», y las borraba cuando apenas habían pasado cinco minutos. Ni siquiera soltaba el borrador al volverse para dar alguna explicación a los alumnos. Era como un apéndice de la palma de su mano izquierda.

—Las mujeres no suelen frecuentar solas lugares como éste —comentó, mientras mojaba el último pedacito de ballena en vinagreta de soja y se lo llevaba a la boca con los palillos.

—Ya —murmuré.

Vertí un poco de cerveza en mi vaso. Yo sabía que él había sido profesor mío en el instituto, pero no recordaba su nombre. En cambio, él era capaz de acordarse del nombre de una simple alumna, hecho que me maravillaba y desconcertaba a partes iguales. Apuré la cerveza de un trago.

—En aquella época llevabas trenza.

—Ya.

—Me acordé al verte entrar y salir de la taberna.

—Ya.

—Debes de tener treinta y ocho años.

—Todavía no los he cumplido.

—Perdona la indiscreción.

—Qué va.

—Estuve hojeando álbumes y consultando listas de nombres para asegurarme.

—Ya.

—Tienes la misma cara.

—Usted tampoco ha cambiado nada, maestro. —Me dirigía a él como «maestro» para disimular que no recordaba su nombre. Desde ese momento, siempre ha sido «el maestro».

Aquella noche bebimos cinco botellas de sake entre los dos. Pagó él. Otro día, volvimos a encontrarnos en la misma taberna y pagué yo. A partir del tercer día, pedíamos cuentas separadas y cada uno pagaba lo suyo. Desde entonces lo hicimos así. Supongo que no perdimos el contacto porque teníamos demasiadas cosas en común. No sólo nos gustaban los mismos aperitivos, sino que también estábamos de acuerdo en la distancia que dos personas deben mantener. Nos separaban unos treinta años, pero con él me sentía más a gusto que con algunos amigos de mi edad.

Solíamos ir a su casa. A veces, salíamos de una taberna y entrábamos en otra. En otras ocasiones, nos despedíamos pronto y cada uno volvía a su casa. Algunos días visitábamos tres o cuatro tabernas distintas, hasta que decidíamos tomar la última copa en su casa.

—Vamos, está muy cerca —me propuso la primera vez que me invitó a su casa.

Me puse en guardia. Había oído decir que su mujer había muerto. No me apetecía entrar en una casa donde vivía un hombre solo, pero cuando empiezo a beber alcohol tengo ganas de beber más, así que acabé aceptando.

Estaba más desordenada de lo que imaginaba. Esperaba encontrar una casa impoluta, pero en los rincones oscuros había montañas de trastos acumulados. En la habitación contigua al recibidor reinaba el silencio. No parecía habitada, sólo había un viejo sofá y una alfombra. La siguiente estancia, una salita bastante grande, estaba repleta de libros, hojas en blanco y periódicos apilados.

El maestro abrió la mesita, se dirigió hacia un rincón de la estancia donde había un montón de cachivaches y cogió una botella de sake. Llenó hasta el borde dos tazas de distintos tamaños.

—Adelante, bebe —dijo.

Acto seguido, entró en la cocina. La salita daba al jardín. La puerta corredera estaba entreabierta. A través del cristal se intuía la forma de las ramas de unos árboles. No estaban florecidos, así que no supe reconocerlos. Nunca había entendido mucho de árboles. El maestro trajo una bandeja con galletitas de arroz y un poco de salmón.

—¿Qué árboles son los del jardín? —inquirí.

—Son cerezos —me respondió.

—¿Sólo tiene cerezos?

—Sí. A mi mujer le gustaban.

—En primavera deben de ser preciosos.

—Se llenan de bichos. En otoño la hojarasca cubre todo el jardín, y en invierno están tristes y marchitos —me explicó en un tono bastante indiferente.

—Ha salido la luna.

Una media luna brumosa brillaba en lo alto del cielo.

El maestro mordisqueó una galletita de arroz, inclinó la taza y bebió un sorbo de sake.

—Mi mujer nunca preparaba ni planeaba nada.

—Ya.

—Tenía muy claro lo que le gustaba y lo que no.

—Ya.

—Estas galletitas son de Niigata. Me gustan porque tienen un sabor intenso y amargo.

Eran amargas y un poco picantes, el aperitivo perfecto para acompañar el sake. Estuvimos un rato en silencio, comiendo galletitas. Un aleteo sacudió las copas de los árboles del jardín. ¿Había pájaros? Se oyó un débil gorjeo, y las ramas y el follaje se agitaron. Entonces, el silencio se impuso de nuevo.

—¿Hay nidos de pájaros en el jardín? —pregunté, pero no obtuve respuesta.

Me volví. El maestro estaba enfrascado en la lectura de un periódico atrasado. Lo había escogido al azar de entre los ejemplares apilados en el suelo. Estaba leyendo ávidamente una sección que recogía las noticias internacionales, con unas fotos de chicas en traje de baño. Parecía haber olvidado mi existencia.

—Maestro —lo llamé otra vez, pero estaba tan concentrado que ni siquiera pestañeó—. Maestro —repetí, subiendo el tono de voz. Al fin levantó la vista.

—Tsukiko, ¿puedo enseñarte algo? —preguntó de repente.

Sin esperar mi respuesta, tiró el periódico abierto al suelo, abrió la puerta corrediza y entró en otra habitación. Sacó algo de un viejo armario y volvió con las manos llenas de pequeñas piezas de cerámica. Hizo varios viajes entre la salita y la habitación.

—Fíjate en esto.

El maestro, sonriendo con regocijo, alineó las piezas encima del tatami. Todas tenían un asa, una tapadera y un caño.

—Obsérvalas.

—Ya…

¿Qué eran aquellos objetos? Los contemplé en silencio, con la vaga sensación de que los había visto antes en algún lugar. Eran piezas rudimentarias. Parecían teteras, pero eran demasiado pequeñas para serlo.

—Son las teteras de barro de los trenes de vapor —me explicó el maestro.

—¿Eh?

—Cuando viajaba en tren, compraba comida para llevar y una tetera como éstas en la estación. Ahora el té se vende en recipientes de plástico, pero antes te lo vendían en estas teteras de barro.

Había más de diez teteras alineadas, algunas de color ámbar, otras más claras. Cada una tenía una forma diferente. Las había con el caño grande, el asa gruesa o la tapadera pequeña, y algunas eran más abultadas.

—¿Las colecciona? —le pregunté.

Él sacudió la cabeza para negar.

—Las compraba en la estación cuando iba de viaje. Ésa la compré durante el viaje a Shinshu, en mi primer año de universidad. Aquélla es de cuando fui a Nara con un compañero durante las vacaciones de verano. Bajé en una estación a comprar comida y, justo cuando iba a subir de nuevo al tren, se me escapó delante de mis narices. Ésa de ahí la compré en Odawara, en mi luna de miel. Mi esposa la envolvió en papel de periódico y la guardó entre la ropa para que no se rompiera. La llevó a cuestas durante todo el viaje.

Una tras otra, fue señalando todas las teteras de barro alineadas encima del tatami y me explicó su origen. Yo me limitaba a asentir con monosílabos.

—Hay gente que se dedica a coleccionar esta clase de objetos.

—Usted es uno de ellos, maestro.

—¡Qué va! Yo no soy ningún chiflado.

El maestro sonrió complacido y me explicó que él se limitaba a recopilar cosas que siempre habían existido.

—Mi problema es que soy incapaz de tirar nada —añadió, mientras volvía a entrar en la otra habitación. Regresó cargado de bolsas de plástico.

—Como esto —dijo, mientras desataba las bolsas y las abría.

Sacó su contenido. Eran un montón de pilas viejas. En cada una de ellas había etiquetas escritas con rotulador negro donde ponía: «maquinilla de afeitar», «reloj de pared», «radio» o «linterna de bolsillo», entre otras. Me mostró una y dijo:

—Esta pila es del año del gran tifón en la bahía de Ise. Un tifón especialmente violento azotó también la ciudad de Tokio. Durante el verano agoté la pila de mi linterna de bolsillo. Estas otras pertenecen al primer radiocasete que tuve. Funcionaba con ocho pilas, que se gastaban en un santiamén. Como nunca me cansaba de escuchar el casete de
sinfonías
de Beethoven, las pilas me duraban pocos días. No quise guardarlas todas, pero me propuse quedarme por lo menos una, así que cerré los ojos y la escogí al azar.

Le daba lástima desprenderse sin más de unas pilas que tan buenos servicios le habían prestado. Habían alumbrado sus noches de verano, habían hecho sonar su radiocasete y habían hecho funcionar otros aparatos. No le parecía justo tirarlas cuando ya no servían.

—¿No crees, Tsukiko? —me preguntó, mirándome a los ojos.

Sin saber qué responder, musité el mismo «ya» que había repetido varias veces aquella noche, y rocé con la punta del dedo una de aquellas decenas de pilas de distintos tamaños. Estaba húmeda y oxidada. La etiqueta indicaba que había pertenecido a una «calculadora Casio».

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