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Authors: Mats Strandberg,Sara B. Elfgren

Tags: #Intriga, #Infantil y juvenil

El círculo (32 page)

Minoo se vuelve hacia el espejo y contempla su cara sin maquillar. Los granos brillan compitiendo con los ojos enrojecidos por el llanto. Si su aspecto no fuera tan grotesco, quizá pudiera pensar que Max quería que estuviera allí; que no es solamente compasión por lo patética que es.

—Eres una víctima de mierda —se susurra mirándose al espejo—. ¡Lárgate de aquí!

Abre la puerta y sale al recibidor. Se oye la música en el interior de la casa. Un segundo después aparece Max con dos tazas de té. Tiene un aspecto infinitamente amable. Por no hablar de lo guapo que está. Tanto que Minoo se sonroja hasta las orejas. Se pregunta cómo sería besarlo. Besar a alguien, punto.

Le cosquillean las muñecas y los brazos se le quedan sin fuerza.

Tengo que irme, piensa. Tengo que irme antes de hacer un ridículo espantoso.

—¿Vienes? —pregunta él.

Ella lo sigue hasta el salón. La decoración es sobria pero acogedora. En la pared del fondo hay un sofá. A la derecha hay una estantería atestada de libros, películas y elepés antiguos. En la pared de enfrente se ve un póster enmarcado. Una mujer de cabello oscuro y rizado posa medio de perfil. Lleva un vestido de seda azul drapeado. Tiene la cabeza ligeramente inclinada y la mirada grave e introvertida, atormentada. Lleva una granada en una mano y con la otra se sujeta la muñeca. La pose tiene cierta carga de angustia. A Minoo le gusta el cuadro enseguida. Es como si comprendiera a aquella mujer.

Echa una ojeada a los libros de la estantería. Una mezcla de títulos suecos e ingleses. Se alegra de que no sean las mismas novelas de siempre, que
todo el mundo
tiene en las estanterías y de las que, dentro de diez años, habrá miles de ejemplares en las librerías de viejo.

—¿Ves alguno que te guste?

Minoo se fija en
El amante
y se pone colorada.

—Sí, este es muy bueno —responde pasando el dedo por el lomo de
El lobo estepario.

Muy bueno.
Le dan ganas de darse una torta.
Interesante, fascinante, fantástico.
Cualquier adjetivo habría sonado mejor. Pero Max se muestra agradablemente sorprendido.

—Es uno de mis favoritos —dice él.

—Y estos me gustaron muchísimo —continúa Minoo señalando con la esperanza de que no se note mucho su esfuerzo por impresionarlo.

Sí, bueno, se ha leído todos esos libros y le gustan. Pero también lee otras cosas. Fantasía y ciencia ficción. Y a Max eso le parecería inmaduro, ¿no?


El extranjero
y
Memorias del subsuelo
—dice Max al ver los libros que está señalando. Se ríe—. No te van mucho los libros alegres, ¿no?

—Los libros alegres me deprimen —responde, lo cual es completamente cierto. Pero al oír cómo suena, sonríe avergonzada—. Y no quería ser pretenciosa.

—Vale. No está mal —dice Max correspondiendo a su sonrisa—. Sobre todo para una chica de dieciséis años.

El comentario sobre la edad le escuece un poco, pero de todas formas se siente totalmente embriagada por tanta atención. Se sienta en el sofá de color negro. Max pone las tazas en la mesa y se acomoda a su lado. Solo los separa un metro. Podría extender el brazo y tocarlo. Por lo menos, si ella fuera otra persona, mucho más valiente y guapa. Por ejemplo, Vanessa.

—Qué casa más bonita —dice ella.

—Gracias.

Luego, él no dice nada más. Simplemente se la queda mirando con esos ojos entre verdes y caramelo. Minoo desvía la mirada hacia las tazas de té que humean en la mesa.

—¿Te gusta vivir aquí? —pregunta Minoo—. En Engelsfors, quiero decir.

—No.

Minoo ve que está sonriendo y no puede evitar sonreír ella también.

—¿Tanto trabajo te damos?

—No son los alumnos, sino los demás profesores. Quieren que todo sea como siempre. Al principio pensé que tal vez se irían abriendo a ciertos cambios. Pero ya casi ha pasado un semestre…

Minoo siempre había pensado que todos los profesores formaban un frente común. Que siempre estaban de acuerdo en todo.

Me habla como a un adulto, se dice.

—¿Y qué piensas hacer? —pregunta.

—No lo sé. Por lo menos me quedaré hasta el verano y luego ya veremos.

Minoo alarga el brazo para coger la taza de té con la esperanza de tragarse el grito de «¡No te vayas!» que se le abre paso por la garganta. Al coger la taza salpica un poco de té ardiendo que le cae en la mano.

—Ten cuidado —dice Max cogiendo la taza.

Sus manos se rozan y Minoo se alegra de que sea él quien tiene la taza en ese momento, de lo contrario la habría derramado encima de los dos.

—Gracias —contesta en un susurro.

Max limpia la taza con una servilleta antes de devolvérsela. Minoo tiene los dedos húmedos y el asa de la taza se le resbala. Se la lleva despacio a los labios y da un sorbito del líquido caliente.

—¿Y tú? —pregunta él.

—¿Yo, qué?

Max se gira un poco para verla de frente. Pone el brazo en el respaldo del sofá. Si Minoo se acercara un poquito más, solo un poco, podría rodearla con el brazo, como cuando estuvieron sentados en la escalera. Podría acurrucarse junto a él, apoyar la cabeza en su pecho.

—Sospecho que Engelsfors y tú no combináis bien —dice él.

Minoo suelta una risita, una risa boba y un poco nerviosa, y deja la taza en la mesa. La mano le tiembla demasiado.

—Odio esta ciudad —dice ella.

—Lo entiendo —responde Max—. Es que tú no encajas aquí.

Debe de haber advertido su preocupación en la mirada, porque alarga la mano y la pone sobre la de ella.

—Era un cumplido —le dice con amabilidad.

Tiene la mano tan caliente y tan suave. Y no la retira.

—Yo me crie en un pueblucho de por aquí, exactamente igual que Engelsfors —explica Max—. Sé lo atrapado que uno puede sentirse. Lo solitario y claustrofóbico que es. Pero después, llegas a comprender que no hay nada de malo en el hecho de no encajar. Puede que incluso todo lo contrario.

—Rebecka encajaba —dice Minoo—. Bueno, quiero decir que nadie la consideraba una persona rara, pero sí era especial.

—Rebecka significaba mucho para ti —observa Max con dulzura.

Es como una posibilidad, como un modo de decir «podemos hablar si tú quieres».

—Y no lo era solo para mí —añade nerviosa—. O sea, todo el mundo la quería. Sobre todo Gustaf, claro, su novio. Hacían una pareja estupenda.

Minoo consigue dejar de hablar y se echa hacia atrás nerviosa en el sofá. La mano de Max sigue sobre la suya. Minoo se pregunta si el reverso de la mano puede sudar. Dirige la vista hacia la mujer de la pared.

—¿Quién lo ha pintado? Me refiero al original.

Qué bien que he dejado claro que sé que es un póster y no un original, se dice.

Max retira la mano.

—Dante Gabriel Rossetti —responde con el tonillo de profesor—. Pertenecía a un movimiento artístico inglés, los prerrafaelitas. La modelo se llamaba Jane Morris. Era la musa de Rossetti. Aquí la ha retratado como Perséfone, que fue raptada por Hades, dios del inframundo. Se convirtió en la triste reina del dios de la muerte.

Minoo contempla la piel lechosa de la mujer y piensa que ella, en comparación, debe de parecer un monstruo.

—Es precioso —dice volviéndose hacia Max—. Ella es preciosa.

—¿Te acuerdas de la amiga de la que te hablé? ¿La que se suicidó? —pregunta Max con un hilo de voz.

Minoo asiente.

—Se llamaba Alice. Fue ella la que me enseñó este cuadro… Se parecía muchísimo a la modelo. Tanto que da grima. Siempre bromeaba diciendo que era la reencarnación de Jane Morris.

—Tú la querías, ¿verdad?

Minoo lo ha dicho sin pensar. Max la mira sorprendido, como si acabara de despertarlo.

—Sí —responde él—. La quería.

Minoo lo mira a los ojos.

—Eres una persona poco común, Minoo —observa Max—. Quisiera…

Se queda callado.

—¿Qué? —pregunta Minoo con apenas un susurro.

Se acerca un poco más a él, solo un milímetro, pero es como si se hubiera arrojado a un precipicio.

Es ahora o nunca.

Tiene que ocurrir, piensa. Por favor, ojalá que ocurra.

La mano de Max, que hacía un instante estaba en el respaldo del sofá, se desplaza lentamente hacia el hombro de Minoo y se detiene allí.

Es como si se hubieran convertido el uno en el reflejo del otro. Cuando él se le acerca, ella sigue su ejemplo, hasta que sus labios se rozan.

A Minoo siempre le ha preocupado hacer algo mal la primera vez que besara a alguien. Pero ahora es Max quien la está besando, y no es nada difícil. Es sencillo, es perfecto. Tiene los labios cálidos y suaves, y con cierto sabor a té. Las manos de Max van bajando por su espalda, llegan a la cintura y ella se acerca un poco más.

Entonces, él se detiene. Sus labios se separan y él se yergue en el sofá y aparta las manos.

Se lleva la mano a la frente y cierra los ojos con fuerza, como si le hubiera entrado un dolor de cabeza espantoso.

—Perdón —dice al fin—. Esto no está bien. Eres mi alumna… Y yo soy demasiado mayor para ti…

—No —lo interrumpe ella—. No lo entiendes. Puede que tenga dieciséis años, pero no me siento como si los tuviera. Con la gente de mi edad no puedo ni hablar siquiera.

—Comprendo cómo te sientes —responde Max—. Pero cuando seas un poco mayor entenderás lo joven que eres.

Le duele tanto, tanto que no se explica cómo puede seguir viva. Se levanta del sofá.

—Tengo que irme —dice.

Se precipita hacia la entrada, coge el anorak, se pone los zapatos y llega a trompicones a la puerta.

—Minoo —oye la voz de Max a su espalda.

Ella abre el picaporte y casi se cae al salir. Continúa y cruza la calle. Recorre tan deprisa como puede el mismo camino por donde llegó, sin volverse una sola vez.

No aminora el paso hasta llegar al Storvallsparken.

Las escasas farolas vierten manchas de luz en la densa oscuridad. Minoo se desploma en un banco.

Empieza a nevar, al principio solo unos copos, después cada vez más. Es la primera nevada del año.

Si me quedo aquí sentada sin moverme, la nieve no tardará en cubrirme por completo, se dice Minoo esperanzada. Y me derretiré para la primavera, más que muerta.

Un débil sonido lastimero llega flotando por el aire del parque. Minoo aguza el oído en la oscuridad. Resulta imposible señalar la procedencia del lamento. El viento silba entre los arbustos y las ramas despobladas de los árboles. Una sombra se desliza hasta el haz de luz de la farola.

Es
Gato.

De repente, siente una simpatía inmensa por la pobre alimaña.

Los dos somos igual de miserables, se dice.

—Miso, miso —lo llama Minoo.

Gato
se detiene y la mira. Luego se acerca deslizándose.

Ffffffff,
bufa el gato arqueando el lomo. Como si tuviera algo atascado en la garganta.
Ffffffff.

Minoo se alegra de no haberlo acariciado. ¿Quién sabe qué enfermedades puede tener?

Ffffffff,
insiste el gato.

Y, de repente, se da cuenta de lo que está haciendo el animal. Trata de expulsar una bola de pelo.

—Buenas noches,
Gato
—susurra y se levanta—. Y buena suerte.

Ffffffff,
responde el animal y, un segundo después, se oye un tintineo y algo aterriza en el suelo, delante del gato. Un objeto pequeño que reluce bajo el resplandor de la farola.

Gato
mira a Minoo como llamándola, y ella se acerca.

Allí mismo, en un charquito de vómito de gato mezclado con pelos, hay una llave.

Minoo vacila un buen rato antes de cogerla.

Como una especie de confirmación,
Gato
se frota contra las piernas de Minoo una vez, antes de desaparecer en la oscuridad.

34

La mañana del lunes Minoo se levanta media hora antes de lo habitual.

El fin de semana se le antoja como un sueño largo y extraño. El fuego azul. Los seis elementos. El
Libro de los paradigmas.
Gato
y la llave. Y Max. Sobre todo, Max.

Max la besó.

Eso es un hecho.

La besó y para él eso significó algo. Por mucho que dude de sí misma, pudo apreciarlo en su mirada.

Él quiere estar con ella. Le salta el corazón en el pecho cuando lo piensa. Max quiere estar con ella, y ella le hará comprender que está bien. No hay razón para luchar contra lo que sienten el uno por el otro.

Minoo se pone un top negro que se había comprado el año anterior, pero que no se había atrevido a usar. Es más entallado que los que suele llevar y tiene el escote un poco más bajo. En condiciones normales no se pone mucho maquillaje, salvo algo de corrector para tapar los granos, pero ahora coge el lápiz que apenas ha utilizado y se perfila con él los ojos. Se examina en el espejo y condena el resultado de inmediato. Le hace los ojos más pequeños.

Se quita toda la pintura y vuelve a empezar: se tapa los granos, se pone un poco de polvos en las ojeras para camuflar el cansancio y termina con un toque de rímel en las pestañas. Se tapa algunas rojeces que tiene debajo de la clavícula y la que tiene en el hombro. ¿Por qué conformarse con los granos de la cara cuando se pueden tener por todo el cuerpo?

Minoo deja la bolsa de maquillaje en la mesilla de noche y ve la llave. La ha lavado varias veces y la ha frotado con una solución de alcohol. Aun así, le cuesta tocarla.

Tiene una teoría sobre qué abre. Antes del fin de semana, Minoo se la habría enseñado enseguida a la directora. Pero ahora no piensa hacerlo, no después de lo que pasó en el parque. Adriana no se ha puesto en contacto con ella desde que se marchó, es obvio que ya no la considera una Elegida. Así que, ¿por qué habría de serle leal?

Se guarda la llave en el bolsillo y echa una última ojeada al espejo.

La verdad es que está más que pasable. Si entorna un poco los ojos, puede creerse incluso que es guapa.

Está nevando y una capa blanca de un centímetro de profundidad se ha extendido sobre el patio del instituto. Minoo llega temprano. Tan solo hay unas cuantas huellas solitarias que se dirigen hacia la entrada.

Al entrar en el edificio nota el olor intenso a detergente. Aún se ve el mensaje que alguien había garabateado en una de las paredes, aunque habían intentado limpiarlo.

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