El cisne negro (12 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

En la literatura médica se emplea el acrónimo NED, que significa «No Evidence of Disease» (sin pruebas de enfermedad). No existe nada del estilo END, «Evidence of No Disease» (pruebas de ausencia de enfermedad). Sin embargo, en mis charlas con médicos acerca de este tema, incluso con quienes publican artículos sobre sus resultados, muchos caen, durante la conversación, en la falacia del viaje de ida y vuelta.

Los médicos que trabajaban en el ambiente de arrogancia científica característico de la década de 1960 menospreciaban la lactancia materna como algo primitivo, como si se pudiera fabricar algo exactamente igual en sus laboratorios; pero no se percataban de que la leche materna puede incluir componentes útiles que podrían haber pasado desapercibidos a su conocimiento científico; confundían la ausencia de pruebas de los beneficios que supone la leche materna con las pruebas de ausencia de beneficios (otro caso de platonicidad, ya que «no tenía sentido» dar el pecho cuando se podían usar biberones). Mucha gente pagó el precio de esa ingenua inferencia: resultó que quienes no fueron amamantados por su madre corrían mayores riesgos de contraer enfermedades, incluida una elevada probabilidad de desarrollar determinados tipos de cáncer: al parecer, la leche materna contiene algunos nutrientes que aún desconocemos. Además, se olvidaban también los beneficios para las madres que dan el pecho, como la reducción del riesgo de padecer cáncer de mama.

Lo mismo ocurría con las amígdalas: su extirpación puede provocar una mayor incidencia del cáncer de garganta, pero durante décadas los médicos nunca sospecharon que ese tejido «inútil» pudiera tener alguna utilidad que se les escapaba. Y lo mismo pasó con la fibra dietética que se encuentra en la fruta y la verdura: a los médicos de la década de 1960 les parecía inútil porque no observaban pruebas inmediatas de su necesidad, por lo que crearon una generación mal alimentada. Resulta que la fibra permite reducir la absorción de azúcares en la sangre y arrastra las posibles células precancerosas del tracto intestinal. No hay duda de que la medicina ha provocado mucho daño a lo largo de la historia, y todo por esa confusión deductiva tan simplista.

Con esto no quiero decir que los médicos no deban tener creencias, únicamente que hay que evitar algunos tipos de creencias definitivas y absolutas; parece que Menodoto y su escuela, con su estilo de medicina escéptico-empírica que evitaba teorizar, defendían precisamente esta idea. La medicina ha ido a mejor; pero muchos tipos de conocimiento no.

Las pruebas

Debido a un mecanismo mental que yo llamo empirismo ingenuo, tenemos la tendencia natural a fijarnos en los casos que confirman nuestra historia y nuestra visión del mundo: estos casos son siempre fáciles de encontrar. Tomamos ejemplos pasados que corroboran nuestras teorías y los tratamos como pruebas. Por ejemplo, el diplomático nos hablará de sus «logros», no de aquello en que ha fracasado. Los matemáticos, en su intento de convencernos de que su ciencia es útil para la sociedad, nos señalarán los casos en que demostró ser útil, no aquellos en los que fue una pérdida de tiempo o, peor aún, las numerosas aplicaciones matemáticas que supusieron un elevado coste para la sociedad, debido a la naturaleza no empírica de las elegantes teorías matemáticas.

Incluso cuando comprobamos una hipótesis, tendemos a buscar ejemplos en los que esa hipótesis demuestre ser cierta. Es evidente que podemos encontrar dicha confirmación con mucha facilidad; todo lo que tenemos que hacer es mirar, o disponer de un investigador que lo haga por nosotros. Podemos encontrar la confirmación de prácticamente todo, del mismo modo que el avispado taxista londinense sabe buscar los atascos para aumentar el precio del trayecto, incluso en días festivos.

Algunas personas van más allá y me hablan de ejemplos de sucesos que hemos sabido prever con cierto éxito; hay unos cuantos reales, como el de Llevar a un hombre a la Luna o el del crecimiento económico del siglo xxi. Se pueden encontrar multitud de «contrapruebas» para cada uno de los postulados de este libro, la mejor de las cuales es que los periódicos saben predecir a la perfección los programas de cine y teatro. Fíjese el lector: ayer predije que hoy saldría el sol, y así ha sido.

El empirismo negativo

La buena noticia es que a este empirismo ingenuo se le puede dar la vuelta. Es decir, que una serie de hechos corroborativos no constituye necesariamente una prueba. Ver cisnes blancos no confirma la no existencia de cisnes negros. Pero hay una excepción: sé qué afirmación es falsa, pero no necesariamente qué afirmación es correcta. Si veo un cisne negro puedo certificar que todos los cisnes no son blancos. Si veo a alguien matar, puedo estar seguro de que es un criminal. Si no lo veo matar, no puedo estar seguro de que sea inocente. Lo mismo se aplica a la detección del cáncer: el descubrimiento de un tumor maligno prueba que uno padece cáncer, pero la ausencia de tal descubrimiento no nos permite decir con certeza que estemos libres de tal enfermedad.

Podemos acercarnos más a la verdad mediante ejemplos negativos, no mediante la verificación. Elaborar una regla general a partir de los hechos observados lleva a la confusión. Contrariamente a lo que se suele pensar, nuestro bagaje de conocimientos no aumenta a partir de una serie de observaciones confirmatorias, como la del pavo. Pero hay algunas cosas sobre las que puedo seguir siendo escéptico, y otras que con toda seguridad puedo considerar ciertas. Esto hace que las consecuencias de las observaciones sean tendenciosas. Así de sencillo.

Esta asimetría resulta muy práctica. Nos dice que no tenemos por qué ser completamente escépticos, sólo semiescépticos. La sutileza de la vida real frente a los libros es que, en la toma de decisiones, sólo se necesita estar interesado en una parte de la historia: si se busca la certeza de que un paciente padece cáncer, no la certeza de si está sano, entonces uno se puede sentir satisfecho con la inferencia negativa, ya que le proporcionará la certeza que busca. Así pues, podemos aprender mucho de los datos, pero no tanto como esperamos. En ocasiones, muchos datos son irrelevantes; otras veces, una determinada información puede ser muy significativa. Es verdad que mil días no pueden demostrar que uno esté en lo cierto. Pero basta un día para demostrar que se está equivocado.

La persona que alentó esta idea del semiescepticismo tendencioso es sir Doktor Professor Karl Raimund Popper, quien posiblemente es el único filósofo de la ciencia a quien leen y de quien hablan los actores del mundo real (aunque es posible que los filósofos profesionales no lo hagan con tanto entusiasmo). Mientras escribo estas líneas, en la pared de mi estudio cuelga un retrato suyo en blanco y negro. Fue un regalo que me hizo en Múnich el ensayista Jochen Wegner, quien, como yo, considera que Popper es lo único que «tenemos» entre los pensadores modernos; bueno, casi. Cuando escribe se dirige a nosotros, no a los demás filósofos. «Nosotros» somos las personas empíricas que tomamos decisiones y que sostenemos que la incertidumbre es nuestra disciplina, y que el mayor y más acuciante objetivo humano es comprender cómo actuar en condiciones de información incompleta.

Popper elaboró una teoría a gran escala en torno a esa asimetría, basada en una técnica llamada «falsación» (falsar es demostrar que se está equivocado) que está destinada a distinguir entre la ciencia y la no ciencia; pero algunos enseguida empezaron a buscarle fallos a sus detalles técnicos, si bien es cierto que no es la idea de Popper la más interesante, ni la más original. Esta idea de la asimetría del conocimiento gusta tanto a los profesionales porque les resulta obvia; así es como dirigen sus negocios. El filósofo malaudit Charles Sanders Pierce, quien, como el artista, sólo gozó del respeto póstumo, también dio con una versión de esta solución del Cisne Negro cuando Popper iba aún en pañales; algunos llegaron a llamarlo el enfoque de Pierce-Popper. La idea de Popper, mucho más original y de muchísima más fuerza, es la sociedad «abierta», aquella que se asienta en el escepticismo como modus operandi, rechazando las verdades definitivas y oponiéndose a ellas. Popper acusaba a Platón de cerrarnos la mente, siguiendo los argumentos que he expuesto en el prólogo. Pero la idea principal de Popper fue su perspicacia respecto a la fundamental, grave e incurable impredecibilidad del mundo, lo cual voy a dejar para el capítulo sobre la predicción.
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Es evidente que no es fácil «falsar», es decir, afirmar con plena certeza que algo es un error. Las imperfecciones de nuestro método de comprobación pueden llevarnos a un «no» equivocado. Es posible que el médico que descubre células cancerosas usara unos aparatos deficientes que provocaban ilusiones ópticas; o podría ser uno de esos economistas que utilizan la curva de campana disfrazado de médico. Es posible que el testigo de un delito estuviera bebido. Pero sigue siendo válido que sabemos dónde está el error con mucha mayor confianza de la que tenemos sobre dónde está lo acertado. No todas las informaciones tienen la misma importancia.

Popper expuso el mecanismo de las conjeturas y las refutaciones, que funciona como sigue: se formula una conjetura (osada) y se empieza a buscar la observación que demostraría que estamos en un error. Ésta es la alternativa a nuestra búsqueda de casos confirmatorios. Si pensamos que la tarea es fácil, quedaremos decepcionados: pocos seres humanos tienen la habilidad natural de hacerlo. Confieso que yo no soy uno de ellos; no es algo que me resulte natural.

Contar hasta tres

Los científicos cognitivos han estudiado nuestra tendencia natural a buscar únicamente la corroboración; a esta vulnerabilidad al error de la corroboración la llaman parcialidad de la confirmación. Hay algunos experimentos que demuestran que las personas se centran sólo en los libros leídos de la biblioteca de Umberto Eco. Una regla se puede comprobar directamente, fijándose en casos en que funcione, o bien indirectamente, fijándose en donde no funcione. Como veíamos antes, los casos de desconfirmación tienen mucha más fuerza para establecer la verdad. Sin embargo, tendemos a no ser conscientes de esta propiedad.

El primer experimento del que tengo noticia sobre este fenómeno lo realizó el psicólogo P. C. Wason. Presentaba a los sujetos del experimento la secuencia de números 2, 4, 6, y les pedía que intentaran adivinar la regla que la generaba. El método de los sujetos para adivinaría era producir otras secuencias de tres números, a las que quien dirigía el experimento respondía «sí» o «no», en función de si las nuevas secuencias se ajustaban a la regla. En cuanto los sujetos se sentían seguros de sus respuestas, formulaban la regla. (Obsérvese la similitud de este experimento con lo que veíamos en el capítulo 1 sobre cómo se nos presenta la historia: si damos por supuesto que la historia se genera siguiendo cierta lógica, sólo vemos los sucesos, nunca las reglas, pero necesitamos saber cómo funciona.) La regla correcta era «números en orden ascendente», nada más. Pocos sujetos la descubrieron, porque para hacerlo tuvieron que proponer una serie en orden descendente (a la que el director del experimento decía «no»). Wason observó que los sujetos tenían una regla en la mente, pero daban ejemplos destinados a confirmarla, en vez de intentar proporcionar series que se ajustaran a sus hipótesis. Los sujetos intentaban una y otra vez confirmar las reglas que ellos habían elaborado.

Este experimento inspiró toda una serie de pruebas similares, una de las cuales es la siguiente: se pedía a los participantes que formularan la pregunta correcta para averiguar si una persona era extrovertida o no, supuestamente para otro tipo de experimento. Se comprobó que los sujetos proponían sobre todo preguntas en las que una respuesta afirmativa apoyaría la hipótesis.

Pero hay excepciones. Entre ellas están los grandes maestros del ajedrez, de quienes se ha demostrado que realmente se centran en dónde puede flaquear un movimiento especulativo; los principiantes, en cambio, buscan ejemplos confirmatorios en vez de falsificadores. Pero no se juega al ajedrez para practicar el escepticismo. Los científicos creen que lo que los hace buenos ajedrecistas es la búsqueda de sus propias debilidades: la práctica del ajedrez no los convierte en escépticos. Asimismo, el especulador George Soros, cuando hace una apuesta financiera, no deja de buscar ejemplos que demuestren que su teoría inicial es falsa. Tal vez sea esto la auténtica confianza en uno mismo: la capacidad de observar el mundo sin necesidad de encontrar signos que halaguen el propio ego.
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Lamentablemente, la idea de la corroboración hunde sus raíces en nuestros hábitos y discursos intelectuales. Consideremos el siguiente comentario del escritor y crítico John Updike: «Cuando Julián Jaynes [...] especula que hasta muy adelantado el segundo milenio a.C. los hombres no tenían conciencia, sino que obedecían automáticamente la voz de los dioses, nos sentimos aturdidos, pero también empujados a seguir esta notable tesis a través de todas las pruebas que la corroboran». Es posible que la tesis de Jaynes sea correcta, pero, señor Updike, el problema fundamental del conocimiento (y el tema de este capítulo) es que no existe ese animal de la prueba corroborativa.

¡Vi otro Mini rojo!

Lo que sigue ilustra más aún Ío absurdo de la confirmación. Si creemos que el hecho de ver otro cisne blanco es la confirmación de que los cisnes negros no existen, entonces, por puras razones lógicas, debemos aceptar también la afirmación de que el hecho de ver un Mini Cooper rojo debería confirmar que no existen cisnes negros.

¿Por qué? Limitémonos a considerar que la afirmación «todos los cisnes son blancos» implica que todos los objetos no blancos no son cisnes. Lo que confirma la última afirmación debería confirmar la primera. Por consiguiente, la visión de un objeto no blanco que no sea un cisne debería aportar tal confirmación. Esta argumentación, conocida como la paradoja del cuervo de Hempel, la redescubrió mi amigo el matemático (reflexivo) Bruno Dupire durante uno de nuestros intensos paseos meditativos por Londres; uno de esos debates peripatéticos, y tan intenso que no nos percatamos de la lluvia. Él señaló un Mini rojo y gritó: «¡Mira, Nassim, mira! ¡No Cisne Negro!».

No todo

No somos tan ingenuos como para pensar que alguien es inmortal porque nunca le hemos visto morir, o que alguien es inocente porque nunca le hemos visto matar. El problema de la generalización ingenua no nos acosa por doquier. Pero esas pertinaces bolsas de escepticismo inductivo tienden a implicar los sucesos con que nos hemos encontrado en nuestro entorno natural, asuntos de los que hemos aprendido a evitar la insensata generalización.

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