El cisne negro (15 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

Cuando tenía unos siete años, la maestra nos mostró un cuadro que representaba a un grupo de franceses pobretones de la Edad Media reunidos en un banquete organizado por uno de sus benefactores, algún rey benevolente, según recuerdo. Sostenían los cuencos de sopa sobre sus labios. La maestra me preguntó por qué tenían la nariz metida en el cuenco, y yo respondí: «Porque no les enseñaron buenos modales». Y ella respondió: «Mal. La razón es que tienen hambre». Me sentí un estúpido por no haber pensado en ello, pero no podía comprender qué era lo que hacía que una explicación fuera más probable que la otra, ni por qué no estábamos los dos equivocados (en aquella época no había, o había muy poca, vajilla de plata, lo cual parece la explicación más probable).

Más allá de las distorsiones que nos provoca la percepción, hay un problema que tiene su propia lógica. ¿Cómo es posible que alguien, sin contar con pista alguna, sea capaz de tener una serie de puntos de vista perfectamente sensatos y coherentes, que se ajustan a las observaciones y respetan cualquier posible regla de la lógica? Pensemos que dos personas pueden mantener creencias incompatibles basándose exactamente en los mismos datos. ¿Significa esto que existen posibles familias de explicaciones y que cada una de ellas puede ser igualmente perfecta y sensata? Desde luego que no. Puede haber un millón de maneras de explicar las cosas, pero la explicación auténtica es única, esté o no a nuestro alcance.

En una famosa argumentación, el lógico W. V. Quine demostró que existen familias de interpretaciones y teorías lógicamente coherentes que se pueden ajustar a una determinada serie de hechos. Tal idea nos debería advertir de que es posible que la mera ausencia del sinsentido no basta para que algo sea verdad.

El problema de Quine guarda relación con los problemas con que se encontraba al traducir afirmaciones de unas lenguas a otras, ya que puede interpretarse cualquier frase en una infinidad de formas. (Observemos que alguien que hile demasiado fino podría encontrar un aspecto autoeliminatorio en la propia obra de Quine. Me pregunto cómo espera que comprendamos este preciso punto de formas no infinitas.)

Esto no quiere decir que no podamos hablar de las causas: hay formas de escapar de la falacia narrativa. ¿Cómo? Mediante conjeturas y experimentos o, como veremos en la segunda parte, haciendo predicciones que se puedan comprobar,
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 Los experimentos de psicología de que hablo aquí así lo hacen: escogen una población y pasan un test. Sus resultados deberían ser válidos en Tennessee, en China y hasta en Francia.

Narrativa y terapia

Si la narratividad hace que veamos los sucesos pasados como más predecibles, más esperados y menos aleatorios de lo que en realidad eran, entonces deberíamos ser capaces de hacer que nos funcionaran también como terapia contra alguna de las espinas de lo aleatorio.

Supongamos que un suceso desagradable, como un accidente de tráfico del que nos sintamos indirectamente responsables, nos deja con un persistente mal regusto. Nos tortura la idea de que hemos provocado heridas a nuestros pasajeros; somos continuamente conscientes de que podíamos haber evitado el accidente. La mente no deja de simular escenarios alternativos, como ramas de un mismo árbol: si no nos hubiéramos despertado tres minutos después de lo habitual, habríamos evitado el accidente. No era nuestra intención hacer daño a nuestros pasajeros, sin embargo nuestra mente no se libra del remordimiento y la culpa. Las personas que ejercen una profesión de elevado grado de aleatoriedad (como en la Bolsa) pueden sufrir más de lo debido el efecto tóxico que produce el pensar en el mal pasado: debería haber vendido antes mi cartera de valores; podría haber comprado esas acciones por poco dinero hace años, y ahora tendría mi descapotable color de rosa; etc., etc. Si se es profesional, uno puede sentir que «cometió un error» o, peor, que «se cometieron errores», cuando no conseguimos hacer para nuestros inversores lo equivalente a comprar el billete de lotería premiado, y sentimos la necesidad de disculparnos por nuestra imprudente estrategia inversora (es decir, lo que, visto con mirada retrospectiva, parece imprudente).

¿Cómo nos podemos librar de ese dolor punzante y persistente? No intentemos evitar pensar en él: lo más probable es que eso resulte contraproducente. Una solución más adecuada es hacer que el suceso parezca inevitable. Mira, tenía que pasar, y es inútil atormentarse por ello. ¿Cómo lo podemos hacer? Pues con una narración. Los enfermos que dedican quince minutos todos los días a escribir una explicación de sus problemas cotidianos se sienten sin duda mejor frente a lo que les haya ocurrido. Uno se siente menos culpable por no haber evitado determinados sucesos, menos responsable de ellos. Parece como si las cosas estuvieran destinadas a ocurrir.

Como vemos, quien trabaja en una profesión que conlleve grandes dosis de azar es proclive a padecer el agotamiento que produce ese constante pensar en lo que hubiera podido pasar desde la perspectiva de lo que ocurrió después. En estas circunstancias, lo menos que se puede hacer es llevar un diario.

Equivocarse con una precisión infinita

Albergamos un agobiante disgusto por lo abstracto.

Cierto día de diciembre de 2003, cuando fue capturado Sadam Husein, Bloomberg News lanzó el siguiente titular a las 13.01: «Suben los bonos del Tesoro de Estados Unidos; es posible que la captura de Husein no frene el terrorismo».

Cada vez que se produce un movimiento en la Bolsa, los medios de información se sienten obligados a dar la «razón». Media hora más tarde, tuvieron que emitir otro titular. Cayó el precio de los bonos del Tesoro (estuvieron fluctuando todo el día, de modo que no era nada extraño), pero Bloomberg News tenía una nueva razón para explicar tal hecho: la captura de Sadam (el mismo Sadam). A las 13.31 lanzaron el siguiente boletín: «Caen los bonos del Tesoro de Estados Unidos; la captura de Husein aumenta el atractivo de los activos de riesgo».

De modo que la misma captura (la causa) explicaba un suceso y su diametralmente opuesto. Es evidente que no puede ser; no se pueden vincular ambos hechos,

¿Es que los periodistas recalan cada mañana en la consulta de la enfermera para que se les administre su inyección diaria de dopamina y así poder narrar mejor? (Obsérvese que la palabra dope [droga], empleada para referirse a las drogas ilegales que los deportistas toman para mejorar su rendimiento, tiene la misma raíz que dopamina.)

Siempre ocurre lo mismo: se propone una causa para que nos traguemos la noticia y hacer las cosas más concretas. Después de la derrota de un candidato en las urnas, se nos dirá la «causa» del descontento de los votantes. Sirve cualquier causa concebible. Sin embargo, los medios de comunicación hacen todo lo posible para que el suceso sea «sólido», con sus ejércitos de comprobadores de noticias. Es como si quisieran estar equivocados con una precisión infinita (en vez de aceptar que están aproximadamente en lo cierto, como el escritor de fábulas).

Observemos que, en ausencia de cualquier otra información sobre una persona a la que acabamos de conocer, tendemos a recurrir a su nacionalidad y sus orígenes como atributos destacados (como hizo conmigo aquel estudioso italiano). ¿Cómo sé que este recurso a los orígenes es falso? Hice mi propia prueba empírica y comprobé cuántos operadores de Bolsa de origen similar al mío y que tuvieron la experiencia de la misma guerra se convirtieron en empiristas escépticos, y de veintiséis no encontré a ninguno. Este punto de la nacionalidad ayuda a construir una gran historia y satisface además nuestra ansia de atribuir causas. Parece que se trata del vertedero al que van a parar todas las explicaciones, hasta que descubrimos una más lógica (por ejemplo, algún argumento evolutivo que «tenga sentido»), En efecto, las personas tienden a engañarse con su autonarración de la «identidad nacional», que en un decisivo artículo escrito por sesenta y cinco autores que apareció en la revista Science se demostró que era una completa ficción. (Los «rasgos nacionales» pueden tener importancia en las películas, pueden ayudar mucho en la guerra, pero son ideas platónicas que no tienen validez intelectual; sin embargo, tanto los ingleses como los no ingleses, por ejemplo, creen erróneamente en un «temperamento nacional» inglés.) Desde un punto de vista empírico, parece que el sexo, la clase social y la profesión predicen la conducta de alguien mejor que la nacionalidad (un varón sueco se parece a uno de Togo más que a una mujer sueca; un filósofo peruano se parece a un filósofo escocés más que a un empleado peruano; etc.).

El problema de la causalidad exagerada no está en el periodista, sino en el público. Nadie pagaría un dólar por una serie de estadísticas empíricas que recordaran una aburrida conferencia impartida en la universidad. Queremos que nos cuenten historias, y no hay nada de malo en ello, salvo que deberíamos analizar con mayor detalle si tal historia ofrece distorsiones importantes de la realidad. ¿Acaso la ficción desvela la verdad, mientras que la no ficción es el puerto en que se resguarda el mentiroso? ¿Es posible que las fábulas y las historias se acerquen más a la verdad que ABC News, con sus hechos contrastados sin reservas? Limitémonos a pensar que los periódicos tratan de recoger unos hechos impecables, pero los entretejen en una narración de forma que transmitan esa impresión de causalidad (y conocimiento). Existen los comprobadores de los hechos, pero no los del intelecto. Es una pena.

Pero no hay razón para limitarse a los periodistas. Los académicos de las disciplinas narrativas hacen lo mismo, aunque lo disfrazan con un lenguaje formal (volveremos a ellos en el capítulo 10, cuando hablemos de la predicción). Además de la narrativa y la causalidad, los periodistas y los intelectuales públicos de discurso breve no hacen que el mundo resulte más sencillo. Al contrario, parece que, casi invariablemente, hacen que parezca más complicado de lo que en realidad es. La próxima vez que al lector le pidan que hable sobre los acontecimientos del mundo, le recomiendo que alegue ignorancia y emplee los argumentos que he expuesto en este capítulo y que plantean dudas sobre la visibilidad de la causa inmediata. Le dirán que «analiza de forma exagerada» o que «es demasiado complicado». Todo lo que debe repetir el lector es que no sabe.

La ciencia desapasionada

Ahora bien, si el lector piensa que la ciencia es una materia abstracta y libre de sensacionalismo y de distorsiones, tengo para él noticias aleccionadoras. Los investigadores empíricos han hallado pruebas de que los científicos también son vulnerables a las narraciones, y de que, en vez de dedicarse a asuntos más sustanciales, utilizan títulos y desenlaces «sexy» que llaman la atención. Ellos también son humanos y, para atraer la atención, recurren a temas sensacionalistas. La forma de remediar todo esto es mediante los metaanálisis de los estudios científicos, en los que un superinvestigador examina toda la bibliografía, que incluye los artículos menos publicitados, y elabora una síntesis.

Lo sensacional y el Cisne Negro

Veamos cómo afecta la narrativa a nuestra comprensión del Cisne Negro. La narrativa, así como su mecanismo asociado de la importancia del hecho sensacional, puede confundir nuestra proyección de las probabilidades. Tomemos el siguiente experimento que llevaron a cabo Kahneman y Tversky, a quienes presentamos en el capítulo anterior: los sujetos del experimento eran profesionales de la previsión del tiempo, y se les pidió que imaginaran los siguientes escenarios y que estimaran sus probabilidades:

a) unas inundaciones en algún lugar de América en las que mueren más de mil personas;

b) un terremoto en California, que provoca grandes inundaciones y en el que mueren más de mil personas.

Los encuestados calculaban que el primer suceso era menos probable que el segundo. Un terremoto en California, sin embargo, es una causa perfectamente imaginable, que aumenta mucho la disponibilidad mental —y de ahí la probabilidad estimada— del escenario de la inundación.

Asimismo, si le preguntara al lector cuántos casos de cáncer de pulmón es previsible que se den en el país, me respondería con un número, pongamos por caso medio millón. Ahora bien, si le preguntara cuántos casos de cáncer de pulmón es previsible que se produzcan a causa del tabaco, lo más probable es que me diera un número muy superior (quizá más del doble). El hecho de añadir a causa de hace que el hecho parezca más verosímil, y mucho más probable. El cáncer producido por el tabaco parece más probable que el cáncer sin una causa determinada; una causa indeterminada significa la inexistencia de una causa.

Volvamos al ejemplo de la trama de E. M. Forster que exponíamos al principio de este capítulo, pero observado desde el punto de vista de la probabilidad. ¿Cuál de estas dos afirmaciones parece más probable?

Joey parecía felizmente casado. Asesinó a su esposa.

Joey parecía felizmente casado. Asesinó a su esposa para quedarse con su herencia.

Es evidente que, a primera vista, la segunda afirmación parece más probable, lo cual es un puro error de lógica, ya que la primera, al ser más amplia, puede albergar más causas, por ejemplo que asesinó a su esposa porque se volvió loco, porque ella lo engañaba con el cartero y con el instructor de esquí, o porque entró en un estado de confusión y tomó a su mujer por un asesor económico.

Y esto nos puede llevar a patologías en nuestra toma de decisiones. ¿Cómo? Imaginemos simplemente que, como han demostrado Paul Slovic y sus colaboradores, las personas son más proclives a pagar un seguro contra el terrorismo que un seguro normal (que cubre, entre otras cosas, el terrorismo).

Los Cisnes Negros que imaginamos, de los que hablamos y nos preocupamos no se parecen a los que previsiblemente son Cisnes Negros. Como veremos a continuación, nos preocupamos de los sucesos «improbables» equivocados.

La ceguera del Cisne Negro

La primera pregunta sobre la paradoja de la percepción de los Cisnes Negros es la siguiente: ¿cómo es que algunos Cisnes Negros nos resultan rimbombantes en la mente, cuando el tema de este libro es que en general ignoramos a los Cisnes Negros?

La respuesta es que existen dos tipos de sucesos raros: a) los Cisnes Negros narrados, aquellos que están presentes en el discurso actual y de los que es muy probable que oigamos hablar en televisión; y b) aquellos de los que nadie habla porque escapan de los modelos, aquellos de los que nos daría vergüenza hablar en público porque no parecen verosímiles. Puedo decir con toda seguridad que es totalmente compatible con la naturaleza humana que se sobreestimen las incidencias de los Cisnes Negros en el primer caso, pero que se infravaloren gravemente en el segundo.

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