El cisne negro (19 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

Tal vez parezca trivial decir que tenemos necesidad de los demás en muchos aspectos, pero sin duda los necesitamos más de lo que nos damos cuenta, particularmente por razones de dignidad y respeto. En efecto, existen pocos ejemplos históricos de personas que hayan logrado algo extraordinario sin esa validación de sus iguales, pero tenemos la libertad de escogerlos. Si nos fijamos en la historia de las ideas, vemos escuelas de pensamiento que de vez en cuando forman y producen una obra fuera de lo común e impopular entre quienes no pertenecen a la escuela. Oímos hablar de los estoicos, los escépticos académicos, los cínicos, los escépticos pirronianos, los esenos, de los surrealistas, los dadaístas, los anarquistas, los hippies, los fundamentalistas... Una escuela hace posible que alguien con ideas inusuales y que tengan la remota posibilidad de una compensación encuentre compañía y cree un microcosmos aislado de los demás. Los miembros del grupo pueden vivir juntos en un estado de ostracismo, lo cual siempre es mejor que hacerlo solo.

Si participamos en una actividad dependiente de un Cisne Negro, es mejor que formemos parte de un grupo.

el desierto de los tártaros

Yevguenia se reunió con Nero Tulip en el vestíbulo del hotel Danieli de Venecia. Nero era un operador de Bolsa que vivía entre Londres y Nueva York. En aquella época, los operadores de Londres iban a Venecia los viernes al mediodía durante la estación baja, con el único propósito de hablar con otros operadores (de Londres).

Yevguenia y Nero mantenían una conversación distendida cuando ella se dio cuenta de que su marido los observaba con gesto incómodo desde la barra del bar, mientras trataba de seguir las contundentes afirmaciones de uno de sus amigos de la infancia. Yevguenia comprendió que iba a descubrir algo más sobre Nero.

Se vieron de nuevo en Nueva York, primero en secreto. Su marido, como profesor de filosofía que era, disponía de mucho tiempo, así que se puso a revisar los planes diarios de su mujer y empezó a no separarse de ella. Cuanto más lo hacía, más ahogada se sentía Yevguenia, lo cual, a su vez, hacía que él se le pegara aún más. Ella lo dejó plantado, llamó a su abogado, que por entonces esperaba noticias suyas, y empezó a reunirse con Nero sin tanto disimulo.

Nero caminaba con dificultad, pues se estaba recuperando de un accidente de helicóptero; después de episodios de éxito se pone demasiado arrogante y empieza a correr riesgos físicos mal calculados, aunque en lo económico sigue mostrándose ultraconservador, incluso paranoico. Había pasado varias semanas inmóvil en un hospital de Londres; sin apenas poder leer o escribir, intentaba resistir la tentación de ver la televisión, hacía bromas con las enfermeras y esperaba a que sus huesos sanaran. Ahora puede dibujar el techo de esa habitación, con sus catorce grietas, de memoria, así como el decrépito edificio blanco del otro lado de la calle con sus sesenta y tres ventanas acristaladas, todas ellas necesitadas de una limpieza profesional.

Nero decía que sólo se sentía cómodo en Italia cuando bebía. Yevguenia le regaló una copia de II deserto, pero Nero no leía novelas —«Lo divertido de las novelas es escribirlas, no leerlas», proclamaba—, así que dejó el libro en la mesita de noche una temporada.

En cierto sentido, Nero y Yevguenia eran como el día y la noche. Ella se acostaba al alba, después de haber pasado la noche trabajando en sus manuscritos. Nero se levantaba al amanecer, como la mayoría de los operadores de Bolsa, incluso los fines de semana. Luego trabajaba una hora en su obra magna. Tratado de la probabilidad, y después de esa hora diaria no la volvía a tocar, jamás. Llevaba una década escribiéndola, y sólo sentía prisa por terminarla cuando su vida corría algún peligro. Yevguenia fumaba; Nero se preocupaba por su salud, y pasaba al menos una hora al día en el gimnasio o en la piscina. Yevguenia salía con intelectuales y bohemios. Nero solía buscar la compañía de avispados operadores y hombres de negocios que nunca habían estado en la universidad y hablaban con un agudo y agobiante acento de Brooklyn. Yevguenia nunca llegó a entender cómo un clásico y políglota como Nero podía relacionarse con personas de ese tipo. Y lo peor era que ella sentía ese desdén manifiesto por el dinero propio de la Quinta República francesa, a menos que lo ocultara tras una fachada intelectual o cultural, y apenas podía soportar a aquellos tipos de Brooklyn con dedos delgados y velludos y cuentas corrientes enormes. Los amigos post-Brooklyn de Nero, por su parte, tenían a Yevguenia por una altanera. (Uno de los efectos de la prosperidad ha sido una emigración sistemática de personas avispadas desde Brooklyn a Staten Island y Nueva Jersey.)

Nero también era elitista, insoportablemente elitista, pero de modo diferente. Distinguía entre quienes saben unir los puntos, nacidos en Brooklyn o no, y quienes no saben hacerlo, cualesquiera que fueran su grado de sofisticación y nivel de estudios.

Al cabo de pocos meses, después de que terminara con Yevguenia (con un alivio desmesurado), abrió II deserto y quedó fascinado. Yevguenia tenía el presentimiento de que, como le ocurrió a ella, Nero se identificaría con Giovanni Drogo, el protagonista de II deserto. Y así fue.

Nero compró decenas de la (mala) traducción inglesa del libro y lo fue regalando a cualquiera que se mostrara mínimamente educado con él, incluido su portero de Nueva York, que apenas hablaba inglés, y no digamos leerlo. Se entusiasmaba tanto al contar la historia de la novela que el portero mostró interés, y Nero tuvo que pedir para él la traducción española, El desierto de los tártaros.

Sangrar o estallar

Podemos dividir el mundo en dos categorías. Algunas personas son como el pavo —están expuestas a una gran explosión sin saberlo—, mientras que otras desempeñan el papel del pavo al revés: están preparadas para unos grandes sucesos que a los demás podrían sorprenderles. En algunas estrategias y situaciones de la vida, uno se juega varios dólares para ganar una sucesión de centavos mientras aparenta que no deja de ganar. En otras, uno arriesga una sucesión de centavos para llegar a ganar dólares. En otras palabras, uno apuesta a que se producirá el Cisne Negro y el otro i que nunca aparecerá, dos estrategias que requieren mentalidades completamente distintas.

Hemos visto que los seres humanos tenemos una destacada preferencia por obtener unos ingresos modestos de una sola vez. Recordemos del capítulo 4 que, en el verano de 1982, los grandes bancos estadounidenses Perdieron casi todo lo que habían ganado, e incluso más.

De modo que algunos asuntos que pertenecen a Extremistán son extremadamente peligrosos, pero no lo parecen de antemano, ya que ocultan y posponen sus riesgos; de ahí que los imbéciles piensen que están «seguros», Sin duda es característico de Extremistán parecer menos arriesgado, a corto plazo, de lo que realmente es.

A los negocios expuestos a estas explosiones Nero los llamaba negocios dudosos, sobre todo porque desconfiaba de cualquier método que tratase de computar las probabilidades de un estallido. En el capítulo 4 decíamos que el período de rendición de cuentas en el que se evalúan los resultados de las empresas es demasiado corto para poder revelar si se va o no por buen camino, Y debido a la superficialidad de nuestras intuiciones, formulamos nuestras declaraciones de riesgo demasiado deprisa.

Voy a exponer brevemente la idea de Nero. Su premisa era la siguiente trivialidad: algunas apuestas comercia\es en \as que se gana mucho pero con poca frecuencia, y se pierde poco pero muy a menudo, merecen ser puestas en práctica si los demás se muestran incapaces de hacer lo mismo y si uno tiene resistencia personal e intelectual. Pero es preciso tener tal resistencia. En esa estrategia, también es necesario tratar con las personas y aguantar todo tipo de insultos, muchos de ellos descarados. Las personas suelen aceptar que una estrategia económica con una pequeña probabilidad de éxito no es necesariamente mala, siempre y cuando el éxito sea lo bastante grande para justificarla. Sin embargo, por muchas razones psicológicas, nos resulta difícil poner en práctica esa estrategia, simplemente porque exige una combinación de fe, aguante para esperar que llegue la recompensa y la disposición a recibir el escupitajo de los clientes sin parpadear. Y quienes, por la razón que sea, pierden dinero, empiezan a mirar como perros culpables, provocando con ello más desdén en su compaNeros.

Para enfrentarse a este escenario de posible estallido disfrazado de destreza, Nero se entregó a un estrategia que denominó «sangrado». Uno pierde de forma sistemática, todos los días, y durante mucho tiempo, pero cuando se produce cierto suceso, somos recompensados demasiado bien. Por otro lado, ningún suceso único puede hacer que estallemos: algunos cambios en el mundo pueden producir unos beneficios muy grandes que compensan aquel sangrado de años, a veces de décadas, incluso de siglos.

De toda la gente que conocía, Nero era la persona genéticamente menos idónea para aplicar tal estrategia. El desacuerdo entre su cerebro y su cuerpo era tal que se encontraba en un permanente estado de guerra. El problema estaba en su cuerpo, que acumulaba la fatiga física derivada del efecto neurobiológico de la exposición a las pequeñas pérdidas continuas, al estilo de la tortura china del gota a gota. Nero descubrió que las pérdidas llegaban a su cerebro emocional, sorteando sus estructuras corticales superiores y, poco a poco, afectando a su hipocampo y debilitando su memoria. El hipocampo es la estructura que se supone controla la memoria. Es la parte más plástica del cerebro; también es la parte que al parecer absorbe todo el daño de los insultos repetidos, como el estrés crónico que experimentamos a diario a causa de pequeñas dosis de sentimientos negativos, frente al vigorizante «estrés bueno» de ese tigre que llevamos dentro y que de vez en cuando asoma en el salón comedor. Podemos racionalizar todo lo que queramos pero el hipocampo siempre se toma en serio el insulto del estrés crónico, lo cual se traduce en una atrofia irreversible. En contra de lo que suele creerse, estos pequeños elementos estresantes y aparentemente inocuos no nos fortalecen; pueden amputarnos parte de nuestro yo.

Lo que envenenaba la vida de Nero era la exposición a un elevado nivel de información. Sólo podía resistir el dolor si veía el balance semanal de los rendimientos, en vez de las actualizaciones a cada minuto. Emocionalmente le iba mejor con su propia cartera de valores que con la de los clientes, ya que no estaba obligado a controlar la suya de forma continua.

Si bien su sistema neurobiológico era víctima del sesgo de la confirmación, reaccionando ante el corto plazo y lo visible, Nero sabía engañar a su cerebro para evitar el efecto despiadado de éste, centrándose únicamente en el largo plazo. Se negaba a mirar ningún informe sobre su trayectoria que abarcara menos de diez años. Nero llegó a la mayoría de edad, desde el punto de vista intelectual, con la crisis bursátil de 1987, en la que cosechó enormes beneficios sobre el escaso patrimonio que controlaba. Ese episodio iba a hacer de su trayectoria, tomada en su conjunto, todo un valor. En cerca de veinte años como operador de Bolsa, Nero sólo tuvo cuatro años buenos. Para él, uno era más que suficiente. Todo lo que necesitaba era un buen año por siglo.

Los inversores no le suponían ningún problema: necesitaban su trabajo como elemento de seguridad, y le pagaban bien. Le bastaba con mostrar un ligero grado de desprecio hacia quienes deseaba quitarse de encima, lo cual no le suponía demasiado esfuerzo. Un esfuerzo que no era artificioso: Nero no tenía en muy buen concepto a sus clientes y dejaba que su lenguaje corporal se expresara libremente, sin por ello dejar de mantener siempre un elevado grado de cortesía un tanto pasada de moda. Después de una larga sucesión de pérdidas, se aseguraba de que no pensaran que pedía disculpas; ocurría, paradójicamente, que de esa forma le brindaban aún más apoyo. Los seres humanos se creen cualquier cosa que se les diga, siempre que uno no muestre ni la menor sombra de falta de seguridad en sí mismo; al igual que los animales, saben detectar la más diminuta fisura en esa seguridad antes de que uno la manifieste. El truco consiste en ser lo más desenvuelto posible en los asuntos personales. Si uno se muestra educado y simpático hasta el exceso, es mucho más fácil dar signos de confianza en sí mismo; se puede controlar a las personas sin tener que ofender su sensibilidad. Como pronto comprendió Nero, el problema con los hombres de negocios es que si te comportas como un perdedor acabarán tratándote como tal: tú mismo pones la vara de medir. No existe una medida absoluta buena o mala. Lo importante no es lo que se le dice a la gente, sino cómo se le dice.

Pero, delante de los demás, uno debe mantener la apariencia de que se le subestima y mostrar una tranquilidad altiva.

Cuando trabajaba de operador de Bolsa para un banco de inversión, Nero tuvo que vérselas con el típico impreso de evaluación del empleado. Se presumía que ese impreso seguía la trayectoria del «rendimiento», supuestamente como prueba contra los empleados que amainaban en su actividad. Nero pensaba que la evaluación era absurda, porque en lugar de juzgar la calidad del rendimiento del operador, lo alentaba a jugar con el sistema y buscar beneficios a corto plazo, a expensas de posibles estallidos; como hacen los bancos que conceden préstamos alocados que tienen una muy baja probabilidad de que les estallen en las manos, porque el empleado encargado de concederlos sólo piensa en su próxima evaluación trimestral. De ahí que cierto día, en los inicios de su profesión, Nero se sentara a escuchar muy tranquilamente la evaluación que le hacía su «supervisor». Cuando éste le pasó el informe de dicha evaluación. Nero la rompió en mil pedazos ante sus propias narices. Lo hizo muy despacio, acentuando el contraste entre la naturaleza del acto y la tranquilidad con que rasgaba el informe. El jefe lo contemplaba pálido de miedo, con los ojos desorbitados. Nero se centró en su reacción, lenta y sin dramatismo alguno, eufórico por la sensación de mantenerse fiel a sus creencias y por la estética de su puesta en práctica. La combinación de la elegancia con la dignidad era estimulante. Sabía que le iban a despedir o a dejarle hacer. Le dejaron hacer.

LA SUERTE A TODA PRUEBA DE GIACOMO CASANOVA: EL PROBLEMA DE LAS PRUEBAS SILENCIOSAS

Otra falacia en nuestra forma de entender los acontecimientos es la de las pruebas silenciosas. La historia nos oculta tanto a los Cisnes Negros como su capacidad para generarlos.

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