El cisne negro (22 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

Bastiat profundiza un poco más. Si tanto las consecuencias positivas como las negativas de una acción recaen sobre su autor, nuestro aprendizaje será rápido. Pero ocurre a menudo que las consecuencias positivas de una acción benefician únicamente a su autor, ya que son visibles, mientras que las negativas, al ser invisibles, se aplican a los demás, con un coste neto para la sociedad. Pensemos en las medidas de protección del empleo: uno observa aquellas que aseguran los puestos de trabajo y adscribe beneficios sociales a ese tipo de protecciones. No se observa el efecto sobre quienes, en consecuencia, no pueden encontrar trabajo, ya que esa medida reducirá la creación de empleo. En algunos casos, como ocurría con los pacientes de cáncer a quienes el Katrina podía castigar, las consecuencias positivas de una acción inmediatamente beneficiarán a los políticos y a los falsos humanitarios, mientras que las negativas tardan mucho tiempo en aparecer (es posible que nunca se hagan visibles). Incluso se puede culpar a la prensa de dirigir las aportaciones caritativas hacia quienes menos las necesitan.

Apliquemos este razonamiento al 11 de septiembre de 2001. El grupo de Bin Laden acabó con la vida de unas dos mil quinientas personas en las Torres Gemelas del World Trade Center. Sus familias contaron con el apoyo de todo tipo de entidades y organizaciones benéficas, como debía ser. Pero, según dicen los investigadores, durante los tres meses que restaban de aquel año, unas mil personas fueron víctimas silenciosas de los terroristas. ¿Cómo? Quienes tenían miedo al avión y se pasaron al coche corrieron un riesgo mayor de muerte. Se ha demostrado que durante aquellos meses aumentaron los accidentes automovilísticos; la carretera es considerablemente más letal que el espacio. Estas familias no recibieron ayuda; ni siquiera sabían que sus seres queridos también fueron víctimas de Bin Laden.

Además de por Bastiat, también siento debilidad por Ralph Nader (el activista y abogado del consumidor, no el político y pensador político, por supuesto). Es posible que sea el ciudadano estadounidense que haya salvado mayor número de vidas al poner al descubierto la política de seguridad de los fabricantes de automóviles. Pero, en su campaña política de hace unos años, llegó a olvidarse de pregonar a los cuatro vientos las decenas de miles de vidas que salvaron sus disposiciones sobre el cinturón de seguridad. Es mucho más fácil vender: «Fíjate en lo que he hecho por ti» que: «Fíjate en lo que te he evitado».

Recordemos la historia que expuse en el prólogo acerca del hipotético legislador cuyas acciones podrían haber evitado los atentados del 11 de septiembre. ¿Cuántas de esas personas van por la calle sin los andares encorsetados del falso héroe?

Tengamos las agallas de reconocer las consecuencias silenciosas cuando nos encontremos frente al próximo vendedor humanitario de ungüentos milagrosos.

Los médicos

Muchas personas mueren a diario como consecuencia de nuestro olvido de las pruebas silenciosas. Supongamos que un medicamento salva a muchas personas de una dolencia potencialmente peligrosa, pero conlleva el riesgo de causar la muerte a unas cuantas, lo cual supone un beneficio neto para la sociedad. ¿Debería recetarlo el médico? No tiene incentivo alguno para hacerlo. Los abogados de la persona que sufra los efectos secundarios se abalanzarán sobre el médico como perros rabiosos, mientras que es posible que las vidas que el medicamento haya salvado no se tengan en cuenta en ningún lugar.

Una vida salvada es una estadística; una persona herida es una anécdota. Las estadísticas son invisibles; las anécdotas destacan. Asimismo, el riesgo de un Cisne Negro es invisible.

La protección estilo teflón de Giacomo Casanova

Esto nos lleva a la manifestación más grave de las pruebas silenciosas, la ilusión de la estabilidad. El sesgo disminuye nuestra percepción de los riesgos en que incurrimos en el pasado, particularmente en aquellos que tuvimos la suerte de haber sobrevivido a ellos. Nuestra vida estuvo bajo una grave amenaza pero, al haberla superado, retrospectivamente infravaloramos cuán arriesgada era en realidad la situación.

El aventurero Giacomo Casanova, el pretendido intelectual y legendario seductor de mujeres, que más tarde adoptaría el nombre de Jacques, Chevalier de Seingalt, tuvo al parecer un rasgo estilo teflón que provocaría envidia a los hombres más fuertes de la Mafia: la desgracia no se cebaba con él. Casanova, aunque es conocido por la historia de sus seducciones, se consideraba como una especie de erudito. Buscó la fama literaria con su Historia de mi vida, obra en doce volúmenes y escrita en un mal (encantadoramente malo) francés. Además de las extremadamente útiles lecciones sobre cómo llegar a ser un seductor, su libro ofrece una fascinante exposición de una serie de reveses de la fortuna. Casanova pensaba que si se metía en problemas, su estrella de la suerte, su étoile, lo sacaría del atolladero. Cuando las cosas le iban mal, acababan enderezándose gracias a una mano invisible, lo cual le llevó a pensar que el recuperarse de los contratiempos formaba parte de su carácter intrínseco, y corría en busca de una nueva oportunidad. Fuera como fuese, siempre se encontraba con alguien que en el último momento le ofrecía una transacción económica, un nuevo mecenas a quien no había traicionado anteriormente, o alguien con la suficiente generosidad y la memoria lo bastante corta para olvidar las traiciones pasadas. ¿Es posible que el destino hubiera seleccionado a Casanova para recuperarse de todos los contratiempos?

No necesariamente. Consideremos lo siguiente: de todos los pintorescos aventureros que han vivido en nuestro planeta, muchos fueron aplastados en algún que otro momento, y unos pocos se recuperaron una y otra vez. Aquellos que sobreviven tenderán a pensar que son indestructibles; tendrán una experiencia lo suficientemente larga e interesante como para escribir libros sobre ella. Hasta que, naturalmente...

Pero si abundan los aventureros que se sienten escogidos por el destino, es porque hay muchísimos aventureros, y porque no nos enteramos de la historia de aquellos a quienes la suerte les fue adversa. Mientras empezaba a escribir este capítulo, recordé una conversación con una mujer acerca de su extravagante prometido, hijo de funcionario, quien, mediante algunas transacciones económicas, consiguió catapultarse a una vida propia de algún personaje de novela, con zapatos hechos a mano, puros habanos, automóviles de colección, etc. Los franceses disponen de una buena palabra para denominar a este tipo de persona, flambeur, que es una mezcla de bon vivant, especulador audaz y persona que no teme los riesgos, sin que por ello deje en ningún momento de mostrar un considerable encanto personal; una palabra que no parece tener su correspondiente en la cultura anglosajona. El hombre gastaba el dinero muy deprisa, y mientras manteníamos nuestra conversación acerca de su destino (al fin y al cabo, la mujer iba a casarse con él), ella me explicó que su prometido estaba pasando por una época un tanto difícil, pero que no había motivo para preocuparse, ya que siempre regresaba muy animado. De esto hace unos años. Movido por la curiosidad, he seguido el rastro de ese hombre (procurando hacerlo siempre con mucho tacto): no se ha recuperado (aún) de su último revés de la fortuna. Además ha desaparecido, y ya no se le ve en compañía de otros flambeurs.

¿Qué relación guarda esto con la dinámica de la historia? Pensemos en lo que en general se llama la capacidad de recuperación de la ciudad de Nueva York. Por algunas razones al parecer trascendentales, cada vez que llega al borde del desastre, la ciudad consigue retroceder y recuperarse. Algunos piensan que ésta es realmente una propiedad de la ciudad de Nueva York. La cita que sigue es de un artículo del New York Times:

De ahí que Nueva York siga necesitando al economista Samuel M. E. El señor E., que hoy cumple setenta y siete años, estudió la ciudad de Nueva York durante medio siglo de eclosiones y descalabros. [...] «Somos quienes más veces hemos pasado por tiempos duros y hemos salido de ellos con mayor fuerza que nunca», dijo.

Ahora démosle la vuelta a la idea: imaginemos que las ciudades son pequeños Giacomo Casanova o ratas de mi laboratorio. Del mismo modo que colocamos los miles de ratas en un proceso muy peligroso, situemos una serie de ciudades en un simulador de la historia: Roma, Atenas, Cartago, Bizancio, Tiro, Catal Huyuk (uno de los primeros asentamientos humanos conocidos, situado en la actual Turquía), Jericó, Peoriay, naturalmente, Nueva York. Algunas ciudades sobrevivirán a las duras condiciones del simulador. En cuanto a las otras, conocemos la posibilidad de que la historia no se muestre tan amable. Estoy seguro de que Cartago, Tiro y Jericó tuvieron a su propio, y no menos elocuente, Samuel M. E. que decía: «Nuestros enemigos han intentado destruirnos muchas veces; pero siempre hemos salido con mayor capacidad de recuperación que antes. Hoy somos invencibles». Este sesgo causa que el superviviente sea testigo incondicional del proceso. ¿Inquietante? El hecho de que uno sobreviva es una condición que puede debilitar nuestra interpretación acerca de las propiedades de la supervivencia, incluida la vaga idea de «causa».

Con esta afirmación se pueden hacer muchas cosas. Sustituyamos al economista jubilado Samuel E. por un director ejecutivo que habla de la capacidad de su empresa para recuperarse de problemas pasados. ¿Qué diremos de la hostigada «capacidad de recuperación del sistema económico»? ¿Y del general que no se puede quejar de su carrera?

El lector entenderá ahora por qué recurro a la suerte indefectible de Casanova como armazón generalizado para el análisis de la historia, de todas las historias. Genero historias artificiales en las que aparecen, por ejemplo, millones de Giacomo Casanova, y observo la diferencia entre los atributos de los Casanova afortunados (dado que somos nosotros quienes los generamos, conocemos sus propiedades exactas) y aquellos que obtendría un observador del resultado. Desde esta perspectiva, no es buena idea ser un Casanova.

«Soy amante de los riesgos»

Pensemos en el negocio de la restauración en un lugar de mucha competencia, como Nueva York. Hay que estar realmente loco para abrir un restaurante, dados los enormes riesgos que ello implica y la agobiante cantidad de trabajo que hay que realizar para luego no llegar a ninguna parte en el negocio, y todo ello sin contar con los melindrosos clientes, esclavos de las modas. El cementerio de los restaurantes fracasados está muy silencioso: démonos una vuelta por Midtown Manhattan y veremos esos cálidos restaurantes llenos de clientes, con limusinas aguardando en la puerta a que salgan los comensales con el trofeo que representan sus segundos cónyuges. Al propietario le supera el trabajo, pero está contento de que toda esa gente importante frecuente su local. ¿Significa esto que es sensato abrir un restaurante en una zona con tanta competencia? Desde luego que no, pero la gente lo hace por el alocado rasgo de asumir riesgos, que nos empuja a meternos en tales aventuras, cegados por los posibles resultados.

Es evidente que en nosotros habita un elemento de los Casanova sobrevivientes, el de los genes que contienen la asunción de riesgos, el cual nos impulsa a correr riesgos ciegos, inconscientes de la variabilidad de los posibles resultados. Heredamos el gusto por correr riesgos no calculados. ¿Debemos estimular tal comportamiento?

De hecho, el crecimiento económico deriva de esta actitud arriesgada. Pero algunos locos podrían decir lo siguiente: si alguien siguiera un razonamiento como el mío, no habríamos tenido el espectacular crecimiento que experimentamos en el pasado. Es algo exactamente igual a jugar a la ruleta rusa y considerar que se trata de una buena idea porque se ha sobrevivido y uno se ha embolsado el dinero.

A menudo se nos dice que los seres humanos tenemos inclinaciones optimistas, y que se supone que esto es bueno para nosotros. Parece que tal argumento justifica la actitud generalizada de correr riesgos como un empeño positivo, un empeño que se glorifica en la cultura común. Oye, mira, nuestros antepasados aprovecharon las oportunidades, mientras que tú, NNT (
Number Needed to Treat
; número que debe ser tratado [para evitar un resultado negativo]), nos alientas a que no hagamos nada.

Contamos con pruebas suficientes para confirmar que los seres humanos somos realmente una especie muy afortunada, y que recibimos los genes de quienes corren riesgos. Es decir, de los alocados que se arriesgan; los Casanova que sobrevivieron.

Una vez más, no estoy desechando la idea del riesgo, pues yo mismo he hecho uso de ella. Sólo critico el fomento del correr riesgos no informado. El gran psicólogo Danny Kahneman nos ha dado pruebas de que generalmente no asumimos riesgos como resultado de una bravuconada, sino como fruto de la ignorancia y de la ceguera ante la probabilidad. En los capítulos que siguen veremos con mayor profundidad que, al proyectar el futuro, tendemos a descartar las rarezas y los resultados adversos. Pero insisto en lo siguiente: que lleguemos ahí por accidente no significa que debamos continuar corriendo los mismos riesgos. Somos una raza lo bastante madura para percatarnos de ello, disfrutar de lo bueno que tenemos e intentar preservar, haciéndonos para ello más conservadores, lo que la suerte nos ha deparado. Hemos estado jugando a la ruleta rusa; detengámonos ahora y dediquémonos a algo útil.

Quiero señalar dos puntos más sobre este tema. Primero, la justificación del optimismo exagerado por la razón de que «nos trajo hasta aquí» surge de un error mucho más grave sobre la naturaleza humana: la creencia de que estamos construidos para comprender la naturaleza y nuestra propia forma de ser, y que nuestras decisiones son, y han sido, resultado de nuestras elecciones. Pido disculpas, pero no estoy de acuerdo. Son muchos los instintos que nos dirigen.

El segundo punto es un tanto más preocupante que el primero: la salud evolutiva es algo que la población continuamente fomenta y engrandece, y que toma como palabra sagrada. Cuanto menos familiarizado está uno con la disparatada aleatoriedad generadora de Cisnes Negros, más cree en el funcionamiento óptimo de la evolución. En sus teorías no están presentes las pruebas silenciosas. La evolución es una serie de chiripas, algunas buenas, y muchas malas; pero sólo vemos las buenas. Sin embargo a corto plazo no está claro qué rasgos son realmente buenos para nosotros, sobre todo si estamos en el entorno generador de Cisnes Negros de Extremistán. Es algo similar a los jugadores ricos que salen del casino y afirman que la afición a jugar es buena para la especie porque el juego nos hace ricos. El asumir riesgos hizo que muchas especies se fueran de cabeza a la extinción.

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