El cisne negro (24 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

Tony tiene un don especial para encontrar, ya sea por sus relaciones o por su convincente encanto, números de teléfono que no aparecen en el listín, asiento de primera en los aviones sin ningún recargo, o aparcamiento para el coche en un garaje que oficialmente está lleno.

John el no brooklyniano

Encontré al perfecto no-brooklyniano en alguien a quien llamaré doctor John. Es un antiguo ingeniero que hoy trabaja de actuario en una compañía de seguros. Es delgado, enjuto y nervudo, lleva gafas y viste traje oscuro. Vive en Nueva Jersey, a escasa distancia de Tony el Gordo, pero rara vez se encuentran. Tony nunca viaja en tren y, de hecho, nunca usa el transporte público para acudir al trabajo (conduce un Cadillac, a veces el descapotable italiano de su esposa, y bromea diciendo que es más visible él que el resto del coche). El doctor John es un maestro de la planificación; es tan predecible como un reloj. En el tren que lo lleva a Manhattan lee tranquila y eficientemente el periódico, luego lo dobla con pulcritud para seguir leyendo a la hora del almuerzo. Mientras Tony hace ricos a los propietarios de restaurantes (sonríen cuando lo ven llegar e intercambian con él sonoros abrazos), John envuelve meticulosamente su sandwich por la mañana y coloca la ensalada de frutas en un recipiente de plástico. En cuanto a su forma de vestir, también parece que haya comprado sus trajes por Internet, con la salvedad de que en su caso es muy probable que así sea.

El doctor John es un tipo meticuloso, razonable y educado. Se toma en serio el trabajo, tan en serio que, a diferencia de Tony, se puede trazar una línea perfecta entre su tiempo de trabajo y sus actividades de ocio. Está doctorado en ingeniería electrónica por la Universidad de Texas, en Austin. Sabe de informática y de estadística, de ahí que lo contratara una compañía de seguros para realizar simulaciones por ordenador; y disfruta con su trabajo. Gran parte de lo que hace consiste en aplicar programas para «gestionar el riesgo».

Sé que es raro que Tony el Gordo y el doctor John respiren el mismo aire, y no digamos que se encuentren en el mismo bar, así que vamos a considerar esto como un puro ejercicio del pensamiento. Les voy a hacer una pregunta a cada uno de ellos y luego compararemos las respuestas.

NNT (Number Needed to Treat; número que debe ser tratado [para evitar un resultado negativo]) (es decir, yo): Supongamos que una moneda es imparcial, es decir, existen las mismas probabilidades de que salga cara o cruz cuando la tiramos al aire. La tiro noventa y nueve veces, y siempre sale cara. ¿Cuál es la probabilidad de que la próxima vez salga cruz?

Doctor John: Una pregunta trivial. La mitad, por supuesto, ya que asignamos el 50% de probabilidades a cada una de las veces que tiremos la moneda al aire, con independencia de las veces que lo hagamos.

NNT. ¿Tú qué dices, Tony?

Tony el Gordo: Yo diría que no más de un 1 %, claro.

NNT: ¿Y por qué? Hemos supuesto al comienzo que se trata de una moneda imparcial, lo cual significa que las probabilidades de que salga cara o cruz son del 50% para cada una.

Tony el Gordo: Si te metes en este negocio del 50%, o eres un mentiroso de mierda o un simple idiota. La moneda tiene que ser tendenciosa. No puede ser un juego justo, (Traducción: Es mucho más probable que nuestros supuestos sobre la imparcialidad sean falsos que el hecho de que de 99 tiros al aire salga cara 99 veces.)

NNT: Pero el doctor John dijo el 50%.

Tony el Gordo (susurrándome al oído): Conozco a estos tipos de mis tiempos en el banco. Discurren con excesiva lentitud. Y se acomodan con demasiada facilidad. Se les puede tomar el pelo.

Bien, de entre uno y otro, ¿a quién elegiría el lector para el cargo de alcalde de la ciudad de Nueva York (o de Ulan Bator o de Mongolia)? El doctor John no se sale lo más mínimo de lo razonable, de aquello que se le ha dicho que es razonable; Tony el Gordo se sale casi por completo de lo razonable.

Para dejar clara la terminología, lo que aquí llamo «estudioso obsesivo» no tiene por qué ser alguien descuidado, cetrino y sin gracia, de gruesas gafas y el portátil colgando del cinturón, como si de un arma se tratara. Un «estudioso obsesivo» es simplemente alguien que piensa en exceso dentro de lo razonable.

¿Se ha preguntado alguna vez el lector por qué esos alumnos que sacan sobresaliente en todo al final no llegan a ninguna parte en la vida, mientras que alguien que iba rezagado hoy amasa una fortuna, compra diamantes y le atienden en el teléfono? O puede que incluso reciba el Nobel en una disciplina real (por ejemplo, medicina). Parte de ello puede tener algo que ver con la suerte en los resultados, pero existe esa estéril y oscurantista cualidad que a menudo se asocia a los conocimientos de aula y que se puede entrometer en la comprensión de lo que ocurre en la vida real. En un test de coeficiente intelectual, como en cualquier actividad académica (deportes incluidos), el doctor John superaría con mucho a Tony el Gordo. Pero éste superaría al doctor John en cualquier otra posible situación de la vida real. De hecho, Tony, pese a su falta de cultura, siente una enorme curiosidad por la textura de la realidad y por su propia erudición; en mi opinión, es más científico que el doctor John en el sentido científico, aunque no en el social.

Vamos a profundizar más en la diferencia entre las respuestas de Tony el Gordo y las del doctor John, pues tal vez sea el problema más desconcertante que conozco sobre las conexiones entre dos tipos de conocimientos, los que denominamos platónico y no platónico. La cuestión es que las personas como el doctor John pueden causar Cisnes Negros fuera de Mediocristán (tienen la mente cerrada). Aunque se trata de un problema más general, una de sus ilusiones más desagradables es la que yo llamo falacia lúdica: los atributos de la incertidumbre a los que nos enfrentamos en la vida real guardan poca relación con los rasgos esterilizados con que nos encontramos en los exámenes y los juegos.

Así que voy a concluir la primera parte con la historia que sigue.

Almuerzo en el lago de Como

Un día de primavera, hace ya unos años, me sorprendió recibir una invitación de un comité asesor patrocinado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos para participar en una sesión de aportación de ideas sobre el riesgo, que iba a tener lugar en Las Vegas después del verano. La persona que me invitaba decía por teléfono:

El comité asesor había reunido a una serie de personas alejadas de la política y a las que llamaba emprendedoras y estudiosas (todos ellos profesionales como yo que no aceptan tal distinción) y que se ocupaban de la incertidumbre en diversas disciplinas. Y simbólicamente escogieron un importante casino como lugar de encuentro.

El simposio se celebró a puerta cerrada, una asamblea tipo sínodo de personas que de otro modo nunca se hubieran mezclado. Mi primera sorpresa fue descubrir que los militares pensaban, se comportaban y actuaban como filósofos, mucho más que los filósofos a quienes, en la tercera parte, veremos buscar tres pies al gato en su coloquio semanal. Pensaban más allá de lo establecido, como operadores de Bolsa, sólo que mucho mejor y sin miedo a la introspección. Había entre nosotros un subsecretario de Defensa, y de no haber sabido su profesión, hubiera pensado que se trataba de un profesional del empirismo escéptico. Incluso un ingeniero que había analizado la causa de una explosión en la lanzadera espacial se mostraba amable y abierto al diálogo. Salí de la reunión con la impresión de que únicamente la gente del ejército se ocupa de la aleatoriedad con una honradez genuina, introspectiva e intelectual, cuya actitud contrastaba con el modo en que los académicos y los ejecutivos de grandes empresas usan el dinero de los demás. Esto no aparece en las películas de guerra, en las que se suele representar a los militares como autócratas ávidos de batallas. Las personas que tenía delante de mí no eran de las que empiezan las guerras. En efecto, para muchos, la buena política de defensa es aquella que consigue eliminar los posibles peligros sin recurrir a la guerra, como la estrategia de llevar a los rusos a la bancarrota en la escalada de gastos de defensa. Cuando manifesté mi sorpresa a Laurence, un hombre del mundo de las finanzas que se sentaba a mi lado, me dijo que los militares reclutaban a auténticos intelectuales y analistas del riesgo en mayores cantidades que en muchas otras profesiones, si no en todas. La gente que se dedica a la defensa deseaba entender la epistemología del riesgo.

En el grupo había un caballero que dirigía a una serie de jugadores profesionales y que tenía prohibida la entrada en la mayoría de los casinos. Había venido a compartir su sabiduría con nosotros. Estaba sentado cerca de un estirado profesor de ciencias políticas, seco como un palo y, como suele ser característico en los «grandes nombres», cuidadoso de su reputación, que nunca decía una palabra de más y que no sonrió ni una sola vez. Durante las sesiones, yo intentaba imaginar que una rata le bajaba por la espalda, lo cual le producía un estado de pánico incontrolable. Tal vez era experto en escribir modelos platónicos de algo llamado teoría del juego, pero cuando Laurence y yo le hicimos ver el uso impropio que hacía de las metáforas económicas, perdió toda su arrogancia.

Pues bien, cuando uno piensa en los riesgos principales que corren los casinos, le vienen a la mente situaciones relacionadas con el juego. En un casino, pensaría uno, los riesgos incluyen al afortunado jugador que hace saltar la banca con una serie de grandes ganancias, y a los tramposos que se llevan el dinero con sus artimañas. No sólo pensará esto el público general, sino también la dirección del casino. En consecuencia, el casino tenía un sistema de vigilancia de alta tecnología que examinaba a los tramposos —el cual contaba el número de apariciones de las diversas cartas y luego calculaba las probabilidades de sucesivas apariciones—, así como a otras personas que intentan aprovecharse del lugar.

Cada uno de los participantes exponía su ponencia y escuchaba la de los demás. Yo hablé de los Cisnes Negros, e intenté explicar que lo único que sé es que sabemos muy poco sobre ellos, pero que una de sus propiedades es que aparecen de modo subrepticio, y que el intento de platonizados conduce a mayores confusiones. Los militares entienden este tipo de cosas, y además esa idea se extendió hace poco en los círculos militares con la descripción de lo desconocido desconocido (en oposición a lo desconocido conocido). Pero yo había preparado mi charla (en cinco servilletas de papel, algunas manchadas) y estaba decidido a hablar de una nueva expresión que había acuñado para la ocasión: falacia lúdica. Trataba de decir al público que no tendría que estar hablando en un casino porque esa falacia nada tenía que ver con la incertidumbre.

La incertidumbre del estudioso obsesivo

;Qué es la falacia lúdici?. «Lúdico» procede del latín ludus, que significa «juego».

Albergaba la esperanza de que los representantes del casino hablarían antes que yo, de modo que pudiera empezar por hostigarlos demostrando (con educación) que un casino era precisamente el sitio que no había que escoger para un debate como aquel, ya que la clase de riesgos a los que se enfrentan los casinos son muy insignificantes fuera del edificio, y su estudio no se puede transferir fácilmente. Mi idea es que el juego está esterilizado y domestica la incertidumbre. En el casino uno conoce las reglas, puede calcular las probabilidades, y el tipo de incertidumbre que tiene ante sí, como veremos más adelante, es suave, pues pertenece a Mediocristán. La declaración que había preparado es la siguiente: «El casino es el único entorno humano que conozco en el que las probabilidades son conocidas, de tipo gaussiano (la curva de campana) y casi computables». No se puede esperar que el casino pague apuestas a un millón por uno, ni que cambie repentinamente las reglas durante la partida; no hay ningún día en que salga el «36 negro» más del 95 % de las veces.
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En la vida real uno desconoce las probabilidades; tiene que descubrirlas, pero las fuentes de la incertidumbre no están definidas. Los economistas, que consideran que los descubrimientos de los no economistas no tienen ningún valor, establecen una distinción artificial entre los riesgos knightianos (que se pueden computar) y la incertidumbre knightiana (que no se puede computar), los cuales deben su nombre a Frank Knight, quien redescubrió la idea de incertidumbre conocida, a la que le dio muchas vueltas, aunque puede que nunca asumiera ningún riesgo, o tal vez vivió junto a un casino. De haber corrido riesgos económicos o financieros, se habría dado cuenta de que estos riesgos «computables» están ausentes en gran medida de la vida real. Son artilugios de laboratorio.

Sin embargo, de forma automática y espontánea, asociamos la casualidad a estos juegos platónicos. Me irrita escuchar a las personas que, cuando se enteran de que estoy especializado en problemas del azar, enseguida me acosan con sus referencias a los dados. Dos ilustradores de una edición de bolsillo de uno de mis libros colocaron, espontánea e independientemente, un dado en la cubierta y al final de cada capítulo, lo cual me encolerizó. El editor, que conocía mi forma de pensar, les advirtió de que «evitaran la falacia lúdica», como si fuera una conocida violación intelectual. Lo sorprendente es que ambos reaccionaron diciendo: «Lo sentimos, pero no lo sabíamos».

Quienes pasan excesivo tiempo con la nariz pegada a los mapas tenderán a confundir el mapa con el territorio. Compremos una historia reciente de la probabilidad y del pensamiento probabilístico: nos encontraremos con montones de nombres de supuestos «pensadores de la probabilidad», que en su totalidad basan sus ideas en estos constructos esterilizados. Hace poco observé qué era lo que se enseñaba a los universitarios en la asignatura de probabilidad, y me quedé horrorizado: les lavaban el cerebro con esa falacia lúdica y la descabellada curva de campana. Lo mismo ocurre con quienes se doctoran en el campo de la teoría de la probabilidad. Recuerdo un libro reciente de un reflexivo matemático, Amir Aczel, titulado Chance. Un libro excelente quizá, pero, al igual que todos los demás libros modernos, se basa en la falacia lúdica. Además, suponiendo que la casualidad nada tenga que ver con las matemáticas, la poca matematización que podemos hacer en el mundo real no adopta la suave aleatoriedad que representa la curva de campana, sino la salvaje aleatoriedad escalable. Lo que se puede matematizar normalmente es no gaussiano, sino mandelbrotiano.

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