El cisne negro (26 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

De Yogi Berra a Henri Poincaré

El gran entrenador de béisbol Yogi Berra tiene su dicho particular: «Es difícil hacer predicciones, en especial sobre el futuro». Aunque no escribiera las obras que le permitirían ser considerado un filósofo, a pesar de su sabiduría y sus habilidades intelectuales, Berra puede afirmar que algo sabe sobre la aleatoriedad. Fue profesional de la incertidumbre, y, como jugador y entrenador de béisbol, se enfrentó a menudo a resultados aleatorios, unos resultados que no tenía más remedio que asumir.

De hecho, Yogi Berra no es el único pensador que reflexionó sobre cuánta parte del futuro escapa a nuestras habilidades. Muchos pensadores menos populares y menos expresivos, pero no menos competentes que él, han analizado nuestras limitaciones inherentes en este sentido, desde los filósofos Jacques Hadamard y Henri Poincaré (llamados normalmente matemáticos) hasta el filósofo Friedrich von Hayek (en general llamado, lamentablemente, economista) y el filósofo Karl Popper (conocido normalmente como filósofo). Podemos llamar a esto sin temor a equivocarnos la conjetura de Berra, Hadamard, Poincaré, Hayek y Popper, la cual impone unos límites estructurales e integrados al empeño de predecir.

«El futuro no es lo que solía ser», dijo Berra más adelante.
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;Parece que tuvo razón: las ganancias en nuestra capacidad para modelar (y predecir) el mundo pueden parecer pequeñas ante el incremento de la complejidad de éste, la cual implica un papel cada vez más importante de lo imprevisto. Cuanto mayor sea el papel que desempeñe el Cisne Negro, más difícil nos será preverlo. Lo siento.

Antes de pasar a los límites de la predicción, hablaremos de los logros de ésta y de la relación entre las ganancias en conocimientos y las consiguientes ganancias en confianza.

EL ESCÁNDALO DE LA PREDICCIÓN

Una tarde de marzo, unos cuantos hombres y mujeres estaban en la explanada que da a la bahía en el exterior de la Opera House de Sidney. Era casi el final del verano pero, pese al calor, los caballeros llevaban chaqueta. En este sentido, las mujeres iban más cómodas, aunque tenían que sufrir los problemas de movilidad que los altos tacones imponían.

Todos habían acudido a pagar el precio de la sofisticación. Pronto iban a escuchar durante varias horas a una serie de hombres y mujeres de corpulencia mayor de lo habitual cantar en ruso de forma interminable. Muchas de las personas aficionadas a la ópera tenían el aspecto de trabajar en las sucursales de J. P. Morgan, o en alguna otra institución financiera cuyos empleados experimentan una riqueza diferencial de la del resto de la población local, con las consiguientes presiones para que vivan siguiendo un complejo guión (vino y ópera). Pero yo 110 me encontraba allí para echar una miradilla a aquellos sofisticados de nuevo cuño. Había ido a ver la Opera House de Sidney, un edificio que ilustra todos los folletos turísticos sobre Australia. Es, en efecto, impresionante, aunque parece ese tipo de edificio que los arquitectos crean para impresionar a los demás arquitectos.

Aquel paseo vespertino por la muy placentera zona de Sidney llamada The Rocks fue un peregrinaje. Los australianos vivían con la ilusión de haber construido un monumento que perfilara su horizonte, pero lo que realmente habían hecho era construir un monumento a nuestra incapacidad para predecir, planificar y arreglárnoslas con nuestro desconocimiento del futuro: nuestra sistemática infravaloración de lo que el futuro nos tiene reservado.

En realidad, los australianos habían construido un símbolo de la arrogancia epistémica del género humano. La historia es la siguiente. La inauguración de la Opera House de Sidney estaba prevista para principios de 1963, con un coste de 7 millones de dólares australianos. Al final, abrió sus puertas más de diez años después y, aunque era una versión menos ambiciosa de lo que en un principio se había concebido, acabó por costar en torno a 104 millones de dólares australianos. Hay casos aún peores de fracasos en la planificación (concretamente el de la Unión Soviética), o de fracasos en la predicción (todos los acontecimientos históricos importantes); pero la Opera House de Sidney constituye un ejemplo estético (en principio, al menos) de las dificultades. La historia de esta ópera es la más suave de todas las distorsiones de que hablaremos en este apartado (no fue más que cuestión de dinero, y no supuso ningún derramamiento de sangre inocente). Pese a todo, es un caso emblemático.

Este capítulo se ocupa de dos temas. Primero, somos ostensiblemente arrogantes en lo que creemos que sabemos. Desde luego sabemos muchas cosas, pero tenemos una tendencia innata a pensar que sabemos un poco más de lo que realmente sabemos, lo bastante de ese poco más para que de vez en cuando nos encontremos con problemas. Veremos cómo podemos verificar, y hasta medir, esa arrogancia en nuestra propia sala de estar.

Segundo, veremos las implicaciones que esta arrogancia tiene para todas las actividades que tengan que ver con la predicción.

¿Por qué demonios predecimos tanto? Peor aún, y más interesante: ¿por qué no hablamos de la historia de nuestras predicciones? ¿Por qué no vemos que (casi) siempre nos perdemos los grandes acontecimientos? A esto lo llamo el escándalo de la predicción.

De la vaguedad del recuento de amantes de Catalina

Analicemos lo que denomino arrogancia epistémica, literalmente nuestro orgullo desmedido en lo que se refiere a los límites de nuestro conocimiento. Epistémé es una palabra griega que designa el conocimiento (poner un nombre griego a un concepto abstracto hace que suene importante). Es verdad, nuestro conocimiento crece, pero está amenazado por el mayor crecimiento de la confianza, que hace que nuestro crecimiento en el conocimiento sea al mismo tiempo un crecimiento en la confusión, la ignorancia y el engreimiento.

Imaginemos una habitación llena de gente y escojamos un número al azar. El número podría referirse a cualquier cosa: la proporción de corredores de Bolsa psicópatas de Ucrania occidental, las ventas de este libro durante los meses que contienen la letra r, el coeficiente intelectual medio de los editores de libros (o de quienes escriben sobre negocios), el número de amantes de Catalina II de Rusia, etc. Pidamos a cada una de las personas de la habitación que calcule de forma independiente un rango de posibles valores para ese número, dispuestos de tal forma que piensen que tienen el 98 % de probabilidades de acertar y menos del 2 % de probabilidades de equivocarse. En otras palabras, sea lo que sea lo que imaginen, hay un 2% de probabilidades de que quede fuera del rango que han imaginado. Por ejemplo:

«Estoy seguro en un 98 % de que la población de Rajastán está entre 15 y 23 millones.»

«Estoy seguro en un 98% de que Catalina de Rusia tuvo entre 34 y 63 amantes.»

Podemos hacer inferencias sobre la naturaleza humana contando para ello cuántas personas de nuestra muestra erraron en su cálculo; posiblemente no serán más del 2% de los participantes. Observemos que los sujetos (nuestras víctimas) son libres para establecer la amplitud de su rango como quieran: no intentamos valorar sus conocimientos, sino ¿a evaluación que hacen de sus propios conocimientos.

Y ahora, los resultados. Como ocurre con muchas cosas de la vida, el descubrimiento no estaba planeado; fue casual, sorprendente y llevó su tiempo digerirlo. Dice la leyenda que Albert y Raiffa, los investigadores que lo observaron, en realidad estaban buscando algo muy distinto, y más aburrido: cómo calculan los seres humanos las probabilidades en su toma de decisiones cuando interviene la incertidumbre (aquello que los doctos denominan calibrar). Los investigadores terminaron aturdidos. El índice de error del 2 % resultó ser de cerca del 45 % en la población analizada. Es muy revelador que la primera muestra la compusieran alumnos de la Harvard Business School, un género famoso no precisamente por su humildad ni su orientación introspectiva. Los másteres en administración de empresas son especialmente desagradables en este sentido, lo cual pudiera explicar el éxito que tienen en los negocios. Estudios posteriores hablan de mayor humildad o, mejor, de un menor grado de arrogancia, en otras poblaciones. Los conserjes y los taxistas suelen ser humildes. Los políticos y los ejecutivos de grandes empresas, bueno... lo dejaremos para más adelante.

¿Nos sentimos veinte veces demasiado cómodos con lo que sabemos? Eso parece.

Este experimento se ha repetido muchísimas veces, con diversas poblaciones, profesiones y culturas, y prácticamente todo psicólogo empírico y teórico de la decisión lo ha intentado en su clase, para demostrar a sus alumnos el gran problema de la humanidad: simplemente no somos lo bastante sabios para que se nos confíe el conocimiento. El pretendido índice de error del 2 % normalmente resulta ser de entre el 15 y el 30 %, dependiendo de la población y de la materia en cuestión.

Yo mismo he hecho la prueba y, evidentemente, fracasé, pese a que trataba a conciencia de ser humilde y establecer para ello un rango amplio; y sin embargo, esta infravaloración es, como veremos, el núcleo de mis actividades profesionales. Parece que este sesgo se presenta en todas las culturas, incluso en aquellas que favorecen la humildad; es posible que no exista una diferencia trascendental entre el centro de Kuala Lumpur y el antiguo asentamiento de Amioun, (hoy) en Líbano. Ayer por la tarde, dirigí un taller en Londres, y de camino a él había estado escribiendo mentalmente porque el taxista tenía una habilidad superior a la normal para «encontrar tráfico». Decidí hacer un pequeño experimento durante mi charla.

Pedí a los participantes que intentaran dar una cifra que representara el número de libros de la biblioteca de Umberto Eco, que, como sabemos de la introducción a la primera parte, contiene 30.000 volúmenes. De las sesenta personas presentes, ninguna estableció un rango lo bastante amplio para que incluyera ese número (el índice de error del 2 % se convirtió en el 100%). Es posible que este caso sea anómalo, pero la distorsión se agrava con las cantidades que se salen de lo habitual. Resulta interesante que mis oyentes se equivocaran muy por encima o muy por debajo: unos fijaron sus rangos entre 2.000 y 4.000; otros, entre 300.000 y 600.000.

Como alguien señaló, es verdad que la naturaleza del test puede jugar sobre seguro, y para ello establecer el rango entre cero e infinito; pero esto ya no sería «calibrar»: esa persona no transmitiría ninguna información y, por tanto, no podría producir una decisión informada. En este caso es más honrado decir: «No quiero hacer trampas; no tengo pistas».

No es raro dar con contraejemplos, personas que se pasan en el sentido contrario y realmente sobreestiman el índice de error: tal vez tengamos un primo que pone especial cuidado en lo que dice, o quizá recordemos a aquel profesor de biología de la universidad que mostraba una humildad patológica; la tendencia de la que hablo aquí se refiere al promedio de la población, no a cada individuo concreto. Existen suficientes variaciones en torno al promedio como para garantizar algún que otro contraejemplo. Esas personas forman una minoría, y, lamentablemente, dado que no consiguen destacar con facilidad, no parece que desempeñen un papel demasiado influyente en la sociedad.

La arrogancia epistémica produce un efecto doble: sobreestimamos lo que sabemos e infravaloramos la incertidumbre, comprimiendo así la variedad de posibles estados inciertos (es decir, reduciendo el espacio de lo desconocido).

Las aplicaciones de esta distorsión se extienden más allá de la simple búsqueda del conocimiento: basta con que nos fijemos en la vida de quienes nos rodean. De hecho, lo más probable es que ello afecte a cualquier decisión referente al futuro. El género humano padece de una infravaloración crónica de la posibilidad de que el futuro se salga del camino inicialmente previsto (además de otros sesgos que a veces producen un efecto acrecentador). Para poner un ejemplo obvio, pensemos en cuántas personas se divorcian. Casi todas ellas saben que entre el 30 y el 50 % de los matrimonios fracasan, algo que las partes implicadas no preveían mientras sellaban su vínculo matrimonial. Por supuesto que no va a ser éste «nuestro» caso porque «nos entendemos muy bien» (como si los demás cónyuges no se entendieran de ningún modo).

Recuerdo al lector que no estoy comprobando cuánto saben las personas, sino evaluando la diferencia entre lo que realmente saben y cuánto creen que saben. Recuerdo una medida que mi madre se inventó, para gastarme una broma, cuando decidí dedicarme a los negocios. Ella se mostraba irónica sobre mi (evidente) confianza, aunque no necesariamente dudaba de mi capacidad, y me encontró una forma de forrarme. ;Cómo? Quien calculara cómo comprarme al precio que realmente valgo y me vendiera al que yo creo que valgo, se embolsaría una gran diferencia. Aunque sigo intentando convencerla de mi humildad e inseguridad interiores, ocultas tras una aparente confianza, y aunque sigo diciéndole que soy introspectivo, ella no abandona su escepticismo. Qué introspectivo ni qué niño muerto, todavía se burla mientras escribo estas líneas de que siempre voy un poco por delante de mí mismo.

Recuperación de la ceguera del Cisne Negro

La sencilla prueba de la que acabamos de hablar indica la presencia en los seres humanos de una tendencia innata a subestimar las rarezas, o Cisnes Negros. Abandonados a nuestros propios recursos, solemos pensar que lo que ocurre cada diez años en realidad sólo ocurre una vez cada cien, y que, además, sabemos lo que pasa.

Este problema de cálculo erróneo es un poco más sutil. La realidad es que las rarezas no son tan sensibles a la infravaloración ya que son frágiles ante los errores de cálculo, lo cual puede actuar en ambos sentidos. Como veíamos en el capítulo 6, hay situaciones en las que las personas sobreestiman lo inusual o algún suceso inusual concreto (por ejemplo, cuando les llegan a la mente imágenes sensacionales); y como hemos visto, así es como prosperan las compañías aseguradoras. De modo que mi idea general es que estos sucesos son muy frágiles ante el cálculo erróneo, con una grave infravaloración general mezclada con alguna que otra sobreestimación grave.

Los errores empeoran en función de la distancia del suceso. Hasta ahora, sólo hemos considerado un índice de error del 2% en el juego que veíamos antes; pero si nos fijamos, por ejemplo, en situaciones en las que las probabilidades son de una entre cien, una entre mil o una entre un millón, entonces los errores son enormes. Cuantas más probabilidades haya, mayor será la arrogancia epistémica.

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