El cisne negro (11 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

No es un hecho muy conocido que, hasta hace poco, la exposición más completa acerca del escepticismo era obra de un poderoso obispo católico que fue miembro de la Academia Francesa. Pierre-Daniel Huet escribió su Tratado filosófico sobre la debilidad de la mente humana en 1690, un libro notable que rompe los dogmas y cuestiona la percepción humana. Huet expone argumentos de poderosa fuerza contra la causalidad: afirma, por ejemplo, que cualquier suceso puede tener una infinidad de causas posibles.

Tanto Huet como Bayle eran eruditos y dedicaron su vida a la lectura. Huet, que llegó a cumplir noventa años, tenía un criado que le seguía con un libro y le leía durante las comidas y los recesos, con lo que evitaba la pérdida de tiempo. Se decía que era la persona más leída de su tiempo. Permítame el lector que insista en que para mí la erudición es muy importante. Es signo de una genuina curiosidad intelectual. Es compañera de la actitud abierta y del deseo de valorar las ideas de los demás. Ante todo, el erudito sabe sentirse insatisfecho de sus propios conocimientos, una insatisfacción que a la postre constituye un magnífico escudo contra la platonicidad, las simplificaciones del gestor de cinco minutos, o contra el filisteísmo del estudioso exageradamente especializado. No hay duda de que estudio que no va acompañado de erudición puede llevar al desastre.

No quiero ser pavo

Pero alentar el escepticismo filosófico no es exactamente lo que este libro s: propone. Dado que la conciencia del Cisne Negro nos puede conducir al retraimiento y al escepticismo extremo, voy a tomar aquí el sentido opuesto. Mi interés reside en las acciones y el empirismo auténtico. Por

este libro no es obra de un sufí místico, ni de un escéptico en el sentido antiguo o medieval, ni siquiera (como veremos) en un sentido filosófico, sino de un profesional cuyo objetivo principal es no ser imbécil en cosas que importan, y punto.

Hume era radicalmente escéptico de puertas adentro, pero abandonaba tales ideas cuando salía al exterior, ya que no las podía mantener. Yo hago aquí exactamente lo contrario: soy escéptico en asuntos que tienen implicaciones para la vida diaria. En cierto sentido, todo lo que me preocupa es tomar decisiones sin ser un pavo.

En los últimos veinte años, muchas personas medianamente cultivadas me han preguntado: «¿Cómo es posible que usted, señor Taleb, cruce la calle dada su extrema conciencia del riesgo?»; o han manifestado algo más insensato: «Nos pide que no corramos riesgos». Naturalmente, no abogo por la fobia total al riesgo (luego veremos que estoy a favor de una forma agresiva de asumir riesgos): lo que voy a mostrar en este libro es cómo evitar cruzar la calle con los ojos vendados.

Quieren vivir en Mediocristán

Acabo de exponer el problema del Cisne Negro en su forma histórica: la dificultad fundamental de generalizar a partir de la información disponible, o de aprender del pasado, de lo desconocido y de lo visto. También he expuesto la lista de aquellos que, en mi opinión, constituyen las figuras históricas más relevantes.

Observará el lector que nos es extremadamente conveniente asumir que vivimos en Mediocristán. ¿Por qué? Porque nos permite descartar las sorpresas del Cisne Negro. Si se vive en Mediocristán, el Cisne Negro o no existe o tiene escasas consecuencias.

Este supuesto aleja mágicamente el problema de la inducción, que desde Sexto Empírico ha asolado la historia del pensamiento. El estadístico puede eliminar la epistemología.

¡No nos hagamos ilusiones! No vivimos en Mediocristán, de modo que el Cisne Negro necesita una mentalidad distinta. Como no podemos ocultar el problema debajo de la alfombra, tendremos que profundizar en él. No es ésta una dificultad irresoluble, y hasta nos podemos beneficiar de ella.

Pero hay otros problemas que surgen de nuestra ceguera ante el Cisne Negro:

a) Nos centramos en segmentos preseleccionados de lo visto, y a partir de ahí generalizamos en lo no visto: el error de la confirmación.

b) Nos engañamos con historias que sacian nuestra sed platónica de modelos distintos: la falacia narrativa.

c) Nos comportamos como si el Cisne Negro no existiera: la naturaleza humana no está programada para los Cisnes Negros.

d) Lo que vemos no es necesariamente todo lo que existe. La historia nos oculta los Cisnes Negros y nos da una idea falsa sobre las probabilidades de esos sucesos: es la distorsión de las pruebas silenciosas.

e) «Tunelamos»: es decir, nos centramos en unas cuantas fuentes bien definidas de la incertidumbre, en una lista demasiado específica de Cisnes Negros (a expensas de aquellos que no nos vienen a la mente con facilidad).

En los siguientes cinco capítulos me ocuparé de cada uno de estos puntos. Luego, en la conclusión de la primera parte, mostraré que, en realidad, son el mismo tema.

LA CONFIRMACIÓN, LA DICHOSA CONFIRMACIÓN

La confirmación, por muy arraigada que esté en nuestros hábitos y nuestra sabiduría convencional, puede ser un error peligroso.

Supongamos que dijera al lector que tengo pruebas de que el jugador de fútbol americano O. J. Simpson (que fue acusado de asesinar a su esposa en la década de 1990) no era un criminal. Fíjese, el otro día desayuné con él y no mató a nadie. Lo digo en serio, no vi que matara a nadie. ¿No confirmaría esto su inocencia? Si dijera tal cosa, no hay duda de que el lector llamaría al manicomio, a una ambulancia o hasta a la policía, ya que podría pensar que paso demasiado tiempo en despachos de operadores bursátiles o en cafeterías pensando en el tema del Cisne Negro, y que mi lógica puede representar para la sociedad un peligro tan inmediato que es preciso que me encierren enseguida.

La misma reacción tendría el lector si le dijera que el otro día me eché una siestecita sobre las vías del tren en New Rochelle, Nueva York, y no resulté muerto. Oiga, míreme, estoy vivo, diría, y esto es demuestra que acostarse sobre las vías del tren no supone ningún riesgo. Pero consideremos lo siguiente. Fijémonos de nuevo en la figura 1 del capítulo 4; alguien que hubiera observado los primeros mil días del pavo (pero no el impacto del día mil uno) diría, con toda razón, que no hay ninguna prueba sobre la posibilidad de los grandes sucesos, es decir, de los Cisnes Negros. Sin embargo, es probable que el lector confunda esta afirmación, sobre todo si no presta mucha atención, con la afirmación de que existen pruebas de no posibles Cisnes Negros. La distancia entre las dos aserciones, aunque de hecho es muy grande, parecerá muy corta a la mente del lector, hasta el punto de que una puede sustituir fácilmente a la otra. Dentro de diez días, si el lector consigue acordarse de la primera afirmación, es probable que retenga la segunda versión, mucho más imprecisa: la de que hay pruebas de no Cisnes Negros. A esta confusión la llamo falacia del viaje de ida y vuelta, ya que esas afirmaciones no son intercambiables.

Tal confusión entre ambas afirmaciones forma parte de un error lógico trivial, muy trivial (pero fundamental): no somos inmunes a los errores lógicos triviales, ya que no somos profesores ni pensadores particularmente inmunes a ellos (las ecuaciones complicadas no tienden a cohabitar felizmente con la claridad de mente). A menos que nos concentremos mucho, es probable que, sin ser conscientes de ello, simplifiquemos el problema, porque así lo suele hacer nuestra mente, sólo que no nos damos cuenta.

Merece la pena profundizar un poco en este punto.

Muchas personas confunden la afirmación «casi todos los terroristas son musulmanes» con la de «casi todos los musulmanes son terroristas». Supongamos que la primera afirmación sea cierta, es decir, que el 99% de los terroristas sean musulmanes. Esto significaría que alrededor del 0,001 % de los musulmanes son terroristas, ya que hay más de mil millones de musulmanes y sólo, digamos, diez mil terroristas, uno por cada cien mil. Así que el error lógico nos hace sobreestimar (inconscientemente) en cerca de cincuenta mil veces la probabilidad de que un musulmán escogido al azar (supongamos que de entre quince y cincuenta años) sea un terrorista.

El lector podrá observar en esta falacia del viaje de ida y vuelta la injusticia de los estereotipos; las minorías de las zonas urbanas de Estados Unidos han sufrido la misma confusión: aun en el caso de que la mayor parte de los delincuentes procedieran de su subgrupo étnico, la mayoría de las personas pertenecientes a su subgrupo étnico no serían delincuentes, pero, pese a ello, son discriminados por parte de personas que deberían informarse mejor.

«Nunca quise decir que los conservadores en general sean estúpidos. Me refería a que la gente conservadora normalmente es estúpida», se quejaba en cierta ocasión John Stuart Mili. Este problema es crónico: si decimos a las personas que la clave del éxito no siempre está en las destrezas, pensarán que les estamos diciendo que nunca está en las destrezas, que siempre está en la suerte.

Nuestra maquinaria deductiva, esa que empleamos en la vida cotidiana, no está hecha para un entorno complicado en el que una afirmación cambie de forma notable cuando su formulación en palabras se modifica ligeramente. Pensemos que en un entorno primitivo no existe ninguna diferencia trascendental entre las afirmaciones «la mayoría de los asesinos son animales salvajes» y «la mayoría de los animales salvajes son asesinos». Aquí hay un error, pero apenas tiene consecuencias. Nuestras intuiciones estadísticas no han evolucionado en el seno de un hábitat en que las sutilezas de este tipo puedan marcar una gran diferencia.

No todos los zoogles son boogles

«Todos los zoogles son boogles. Has visto un boogle. ¿Es un zoogle?» No necesariamente, «ya que no todos los boogles son zoogles». Los jóvenes que responden mal este tipo de preguntas en su SAT (Scholastic Aptitude Test, «prueba de aptitud académica») es posible que no puedan acceder a la universidad. Sin embargo, otra persona puede obtener una nota muy alta en los SAT y no obstante sentir miedo cuando alguien de aspecto sospechoso entra con ella en el ascensor. Esta incapacidad para transferir de forma automática el conocimiento o la complejidad de una situación a otra, o de la teoría a la práctica, es un atributo muy inquietante de la naturaleza humana.

Vamos a llamarlo la especificidad del dominio de nuestras reacciones. Cuando digo que es «específico del dominio» me refiero a que nuestras reacciones, nuestro modo de pensar, nuestras intuiciones dependen del contexto en que se presenta el asunto, lo que los psicólogos evolucionistas denominan el «dominio» del objeto o del suceso. La clase es un dominio; la vida real, otro. Reaccionamos ante una información no por su lógica impecable, sino basándonos en la estructura que la rodea, y en cómo se inscribe dentro de nuestro sistema social y emocional. Los problemas lógicos que en el aula se pueden abordar de una determinada forma, pueden ser tratados de modo diferente en la vida cotidiana. Y de hecho se tratan de modo diferente en la vida cotidiana.

El conocimiento, incluso cuando es exacto, no suele conducir a las acciones adecuadas, porque tendemos a olvidar lo que sabemos, o a olvidar cómo procesarlo adecuadamente si no prestamos atención, aun en el caso de que seamos expertos. Se ha demostrado que los estadísticos suelen dejarse el cerebro en el aula y caen en los errores de inferencia más triviales cuando salen a la calle. En 1971, los psicólogos Danny Kahneman y Amos Tversky plantearon a profesores de estadística preguntas formuladas como cuestiones no estadísticas. Una era similar a la siguiente (he cambiado un tanto el ejemplo para mayor claridad): supongamos que vivimos en una ciudad que dispone de dos hospitales, uno grande y otro pequeño. Cierto día, el 60% de los bebés nacidos en uno de los dos hospitales son niños. ¿En qué hospital es más probable que haya ocurrido? Muchos estadísticos cometieron el error (como en una conversación informal) de escoger el hospital más grande, cuando de hecho la estadística se basa en que las muestras grandes son más estables y deberían fluctuar menos respecto al promedio a largo plazo —aquí, el 50% para cada sexo— que las muestras más pequeñas. Esos estadísticos hubieran suspendido sus propios exámenes. Durante mis tiempos de quant me encontré con centenares de errores deductivos graves cometidos por estadísticos que olvidaban que lo eran.

Para ver otro ejemplo de cómo podemos ser ridículamente específicos en el dominio de la vida cotidiana, vayamos al lujoso Reebok Sports Club de Nueva York, y fijémonos en el número de personas que, después de subir varios pisos en el ascensor, se dirigen enseguida al aparato que simula las escaleras.

Esta especificidad del dominio de nuestras inferencias y reacciones funciona en ambos sentidos: algunos problemas podemos entenderlos en sus aplicaciones pero no en los libros de texto; otros los captamos mejor en los libros de texto que en su aplicación práctica. Las personas pueden conseguir solucionar sin esfuerzo un problema en una situación social, pero devanarse los sesos cuando se presenta como un problema lógico abstracto. Tendemos a emplear una maquinaria mental diferente —los llamados módulos— en situaciones diferentes: nuestro cerebro carece de un ordenador central multiusos que arranque con unas regías lógicas y las aplique por igual a todas las situaciones posibles.

Y, como he dicho, podemos cometer un error lógico en la realidad pero no en el aula. Esta asimetría se ve mejor en la detección del cáncer. Pensemos en los médicos que examinan a un paciente en busca de indicios de la existencia de cáncer; lo típico es que los análisis se realicen a pacientes que quieren saber si están curados o si hay una «reaparición». (En realidad, reaparición es un nombre poco adecuado; significa simplemente que el tratamiento no mató todas las células cancerígenas y que estas células malignas no detectadas han empezado a multiplicarse sin control.) En el estado actual de la tecnología, no es posible analizar todas las células del paciente para ver si alguna de ellas es maligna, de ahí que el médico tome una muestra escaneando el cuerpo con la máxima precisión posible. Luego establece un supuesto sobre lo que no observó. En cierta ocasión, me quedé desconcertado cuando un médico me dijo, después de un chequeo rutinario para detectar la posible existencia de un cáncer: «Deje de preocuparse, tenemos pruebas de que está curado». «¿Por qué?», pregunté. «Hay pruebas de que no tiene ningún cáncer», fue su respuesta. «¿Cómo lo sabe?», pregunté. El médico contestó: «El escanograma es negativo». ¡Y aún sigue haciéndose llamar médico!

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