El cisne negro (18 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

Estas relaciones no lineales son muy frecuentes en la vida. Las lineales son la excepción; sólo nos centramos en ellas en las aulas y los libros de texto porque son más fáciles de entender. Ayer por la tarde intenté observarme detenidamente para catalogar todo aquello que fuera lineal a lo largo del día. No pude encontrar nada, al igual que quien fuera a la caza de cuadrados o triángulos y buscara en la selva tropical, o, como veremos en la tercera parte, no más que quien busque la aleatoriedad de la curva de campana y crea poder encontrarla en los fenómenos socioeconómicos.

Uno juega al tenis todos los días sin mejorar un ápice, y luego, de reDente, empieza a ganarle al instructor.

Nada indica que nuestro hijo tenga problemas de aprendizaje, pero parece que no quiere hablar. La maestra nos presiona para que empecemos a considerar «otras opciones», concretamente la terapia. Discutimos con ella en vano (se supone que es la «especialista»). Luego, de súbito, el niño empieza a componer frases complejas, quizá demasiado complelas para su edad. Repito que la progresión lineal, una idea platónica, no es la norma.

Proceso sobre los resultados

Somos partidarios de lo sensacional y lo extremadamente visible. Esto afecta a cómo juzgamos a los héroes. En nuestra conciencia existe poco espacio para los héroes que no producen unos resultados visibles, o para aquellos que se centran en el proceso más que en los resultados.

Sin embargo, quienes proclaman que valoran el proceso más que el resultado no dicen toda la verdad, suponiendo, claro está, que sean miembros del género humano. A veces escuchamos esa mentira a medias de que los escritores no escriben para obtener gloria, que los artistas crean por amor al arte, porque el trabajo es «su propia recompensa». Es verdad, este tipo de actividades pueden generar un flujo constante de autosatisfacción. Pero ello no significa que los artistas no ansíen cierta forma de atención, ni que no les iría mejor si contaran con algo de publicidad; tampoco significa que los escritores no se levanten pronto el sábado para comprobar si The New York Times Book Review habla de su obra, aunque sea una probabilidad muy remota, ni que no revisen constantemente su buzón por si llega la tan esperada respuesta del New Yorker. Hasta un filósofo de la talla de Hume se pasaba varias semanas enfermo en la cama después de que algún crítico corto de miras —que, como él sabía, se equivocaba y no había entendido nada— despreciara su obra maestra (la cual fue después conocida como su versión del problema del Cisne Negro).

Lo que más duele es ver a uno de tus colegas, a quien desprecias, dirigirse a Estocolmo para recibir el Nobel.

La mayoría de las personas que van en pos de objetivos que yo denomino «concentrados» pasan la mayor parte del tiempo esperando el gran día, que (normalmente) nunca llega.

Es verdad que todo esto aleja a nuestra mente de las nimiedades de la vida: el capuchino que está demasiado caliente o demasiado frío, el camarero que va demasiado lento o se pasa de indiscreto, la comida que está muy o poco picante, la cara habitación del hotel que no se parece en nada a la que aparecía en la foto; todas estas consideraciones desaparecen porque tenemos el pensamiento en otras mejores y de mayor relevancia. Pero ello no significa que la persona aislada de los objetivos materialistas sea inmune a otros dolores, por ejemplo, aquellos que proceden de la falta de respeto. A menudo estos cazadores de Cisnes Negros se sienten avergonzados, o algo hace que se sientan así, por no cooperar. «Has traicionado a quienes habían puesto en ti muchas esperanzas», se les dice, lo cual aumenta su sentimiento de culpa. El problema de las compensaciones irregulares no está tanto en la falta de ingresos que conllevan como en el puesto que se ocupa en la jerarquía, en la pérdida de dignidad, en las sutiles humillaciones junto al refrigerador de agua.

Tengo la esperanza de que algún día la ciencia y quienes toman las decisiones redescubran lo que los antiguos siempre supieron, concretamente que la moneda de mayor valor es el respeto.

Incluso desde el punto de vista económico, los cazadores individuales de Cisnes Negros no son los que se hacen ricos. El investigador Thomas Astebro ha demostrado que las compensaciones por inventos individuales (contemos también con el cementerio) son mucho menores que las del capital de riesgo. Para que los emprendedores funcionen es preciso que tengan cierta ceguera ante las probabilidades o una obsesión por sus propios Cisnes Negros positivos. El capitalista de riesgo es quien se lleva el dinero. El economista William Baumol llama a esto «un toque de locura». No hay duda de que tal dinámica se podría aplicar a todo negocio concentrado: si nos fijamos en los antecedentes empíricos, no sólo vemos que a los capitalistas de riesgo les va mejor que a los emprendedores, sino que a los editores les va mejor que a los escritores, a los representantes mejor que a sus artistas, y que a la ciencia le va mejor que a los científicos (alrededor del 50% de los artículos científicos y académicos, que implican meses, y hasta años, de esfuerzo, nunca se leen de verdad). A la persona implicada en este tipo de juegos se le paga con una moneda que no es el éxito material: la esperanza.

La naturaleza humana, la felicidad y las recompensas desiguales

Permítame el lector que extraiga la idea principal que oculta lo que los investigadores llaman felicidad hedonista.

Ganar un millón de dólares en un año, pero nada en los nueve años anteriores, no produce el mismo placer que tener el total distribuido en partes iguales a lo largo del mismo período, es decir, cien mil dólares al año durante diez años consecutivos. Lo mismo cabe decir del orden inverso: forrarse el primer año, y no obtener nada en lo que queda de ese período. En cierto modo, nuestro sistema de placer se saturaría muy deprisa, y no conllevaría el equilibrio hedonista como lo hace una devolución en la declaración de la renta. De hecho, nuestra felicidad depende mucho más del número de casos de sentimientos positivos, es decir, de lo que los psicólogos llaman «afecto positivo», que de su intensidad. En otras palabras, una buena noticia es, ante todo, una buena noticia; cuán buena sea importa relativamente poco. De modo que para tener una vida placentera deberíamos extender estos pequeños «afectos» a lo largo del tiempo de la forma más uniforme posible. Tener muchas noticias medianamente buenas es preferible a una única noticia fantástica.

Lamentablemente, puede ser incluso peor ganar diez millones para luego perder nueve que no ganar nada. Es verdad que nos queda un millón (frente a nada), pero pudiera ser mejor que no hubiésemos ganado ni cinco. (Todo esto supone, claro está, que nos preocupan las recompensas económicas.)

Así pues, desde el punto de vista de una contabilidad definida estrictamente, que aquí podría llamar «cálculo hedonista», no compensa proponerse obtener grandes ganancias. La madre naturaleza nos concibió para que gocemos del flujo constante de recompensas pequeñas pero frecuentes. Como decía antes, las recompensas no tienen que ser grandes, sólo frecuentes: un poco de aquí, un poco de allá. Pensemos que nuestra principal satisfacción durante miles de años nos llegaba en forma de comida y agua (y alguna otra cosa más íntima), y aunque necesitemos todo esto constantemente, nos hartamos de ello muy deprisa.

El problema, evidentemente, es que no vivimos en un entorno donde los resultados se produzcan de forma constante: los Cisnes Negros dominan gran parte de la historia humana. Es una pena que la estrategia correcta para nuestro entorno actual posiblemente no ofrezca recompensas internas ni una retroalimentación positiva.

La misma propiedad pero al revés se aplica a nuestra felicidad: es mejor sufrir todo el dolor en un período breve que padecerlo a lo largo de un período mayor.

Sin embargo, algunas personas creen que es posible superar la asimetría de las penas y las alegrías, escapar del déficit hedonista, mantenerse al margen del juego y además vivir con esperanza. Como veremos a continuación, hay algunas noticias buenas.

La antecámara de la esperanza

Según Yevguenia Krasnova, a algunas personas les puede encantar un libro, aunque son sólo unos pocos, en el mejor de los casos (más allá de esto sería una forma de promiscuidad). Quienes hablan de los libros como si de mercancías se tratara no son realistas, del mismo modo que quienes coleccionan personas conocidas tienen amistades superficiales. Esa novela que nos gusta se parece a un amigo. La leemos y la volvemos a leer, y la vamos conociendo mejor. Al igual que a un amigo, la aceptamos tal como es; no la juzgamos. En cierta ocasión le preguntaron a Montaigne «por qué» había sido amigo del escritor Etienne de la Boétie, el tipo de pregunta que la gente te hace en los cócteles como si supieras la respuesta, o como si hubiera una respuesta que saber. Montaigne contestó con su característico estilo: «Parce que c'était lui, parce que cétait moi» (porque él era él y yo era yo). De modo parecido, Yevguenia sostiene que a ella le gusta ese libro determinado «porque él es él y yo soy yo». Un día, Yevguenia dejó plantado a un maestro porque analizaba aquel libro, con lo que violaba la norma de Yevguenia. Uno no se sienta sin más a escuchar a la gente cómo desmenuza análisis sobre sus amigos. Yevguenia fue una alumna muy testaruda.

El libro que Yevguenia tiene como amigo es II deserto de tartari, de Dinio Buzzati, una novela que en su infancia era muy conocida en Italia y Francia, pero que, por extraño que parezca, ninguno de los conocidos estadounidenses de Yevguenia conoce. En inglés se tradujo con un título erróneo: The Tartar Steppe («La estepa tártara», en vez de «El desierto de los tártaros»).

Yevguenia descubrió II deserto cuando contaba trece años, en la residencia de fin de semana que sus padres tenían en un pequeño pueblo situado a doscientos kilómetros de París, donde los libros rusos y franceses se multiplicaban sin las limitaciones de su abarrotado apartamento parisino. Yevguenia se aburría tanto en el campo que ni siquiera era capaz de leer. Sin embargo, una tarde, abrió el Libro y quedó absorta.

Ebrio de esperanza

Giovanni Drogo es un hombre que promete. Acaba de salir de la academia militar como joven oficial, y se encuentra en el inicio de una vida activa. Pero las cosas no van como había previsto: su primer destino, donde deberá permanecer cuatro años, es un remoto puesto fronterizo, la fortaleza Bastiani, que protege el país de la posible invasión de los tártaros desde el desierto, un puesto no muy deseable. La fortaleza se encuentra a unos días a caballo de la ciudad; alrededor se extiende un amplio yermo; nada hay del ambiente social que un joven de su edad podría esperar. Drogo cree que aquel destino es temporal, una forma de pagar lo que le corresponde antes de que se le presenten puestos más atractivos. Más adelante, cuando regrese a la ciudad, con su uniforme planchado e impecable y su complexión atlética, pocas señoritas podrán resistírsele.

¿Qué va a hacer Drogo en ese agujero? Al fin atisba una vía de escape, una forma de que lo trasladen dentro de cuatro meses, y decide usar tal vía.

Sin embargo, en el último segundo, mira el desierto desde la ventana del consultorio médico y decide prolongar su estancia. Hay algo en los muros de la fortaleza y del silencioso paisaje que lo atrapa. El atractivo del fuerte y la espera de los atacantes, la gran batalla con los feroces tártaros, se convierten en su única razón de vivir. En el fuerte están siempre expectantes. Los demás hombres pasan el tiempo mirando el horizonte y esperando el ataque enemigo. Están tan concentrados que rara vez detectan el pequeño animal perdido que se vislumbra en el horizonte del desierto, y acaban confundiéndolo con el enemigo que acude a atacarles.

Y así, Drogo pasa el resto de su vida prolongando su estancia, retrasando el inicio de su vida en la ciudad: treinta y cinco años de pura esperanza, agarrado a la idea de que un día, desde aquellas remotas colinas que ningún ser humano ha cruzado, al final aparecerá el enemigo y lo ayudará a estar a la altura de las circunstancias.

Al final de la novela, Drogo muere en una taberna situada al borde de un camino, justo en el instante en que se produce el suceso que había estado esperando toda su vida. Se lo ha perdido.

La dulce trampa de la expectativa

Yevguenia leyó Il deserto muchas veces; incluso llegó a aprender italiano (y quizá por eso se casó con un italiano) para poder leerlo en versión original. Pero nunca pudo volver a leer el doloroso final.

He presentado el Cisne Negro como una rareza, el suceso importante que no se espera que ocurra. Pero pensemos que es lo contrario: el suceso inesperado que deseamos desesperadamente que ocurra. Drogo está obsesionado y cegado por la posibilidad de un suceso improbable; esta rara ocurrencia es su razón de ser. A sus trece años, cuando dio con el libro, poco se imaginaba Yevguenia que iba a dedicar toda su vida a representar el panel de Giovanni Drogo en la antecámara de la esperanza, aguardando el gran suceso, sacrificándose por él, y rechazando los pasos intermedios, los premios de consolación.

No le importaba la dulce trampa de la expectativa: para ella se trataba de una vida que merecía vivirse con la sencillez catártica de un único objetivo. En efecto, hay que tener «cuidado con lo que se desea»: es posible rué hubiera sido más feliz antes del Cisne Negro de su éxito que después.

Uno de los atributos del Cisne Negro es la asimetría de las consecuentes, sean positivas o negativas. Para Drogo, las consecuencias fueron treinta y cinco años dedicados a aguardar, en la antecámara de la esperanza, unas cuantas horas de gloria distribuidas al azar, pero acabó perdiéndoselas.

Cuando necesitamos la fortaleza Bastiani

Observemos que en la red social que rodeaba a Drogo no había ningún cuñado. Tenía la suerte de contar con varios compaNeros en su misión. Era miembro de una comunidad enclavada a las puertas del desierto, en la que todos tenían la mirada puesta en el horizonte. Drogo tenía la ventaja de la asociación con sus iguales y la ausencia de contacto social con personas ajenas a la comunidad. Los seres humanos somos animales locales, interesados en nuestra vecindad inmediata, aunque algunos nos consideren unos completos idiotas. Estos homo sapiens son abstractos y remotos, y no nos preocupan, porque no corremos con ellos hacia el ascensor ni establecemos con ellos contacto visual. Algunas veces nuestra superficialidad puede actuar en nuestro favor.

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