El cisne negro (32 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

Una solución a la espera de un problema

Los ingenieros tienden a desarrollar herramientas por el placer de desarrollarlas, no para inducir a la naturaleza a que desvele sus secretos. Ocurre también que algunas de estas herramientas nos traen más conocimientos; debido al efecto de las pruebas silenciosas, nos olvidamos de las herramientas que tan sólo consiguieron que los ingenieros no vagaran por las calles. Las herramientas llevan a descubrimientos inesperados, los cuales llevan a su vez a otros descubrimientos inesperados. Pero rara vez parece que nuestras herramientas funcionen como se esperaba que lo hicieran, sino que es el gusto y el placer del ingeniero por construir juguetes y máquinas lo que contribuye al incremento de nuestros conocimientos. El conocimiento no progresa a partir de las herramientas diseñadas para verificar o respaldar teorías, sino todo lo contrario. No se construyó el ordenador para que nos permitiera desarrollar unas matemáticas nuevas, visuales y geométricas, sino con algún otro objetivo. Resultó que nos permite descubrir objetos matemáticos que pocas personas se preocupaban de buscar. Tampoco se inventó para poder chatear con nuestros amigos de Siberia, pero ha hecho que nazcan relaciones a larga distancia. Como ensayista, puedo garantizar que Internet me ha ayudado a extender mis ideas sorteando a los periodistas. Pero éste no era el propósito que dijo tener su diseñador militar.

El láser es un ejemplo perfecto de herramienta fabricada con un propósito concreto (en realidad, sin propósito alguno), que luego encontró aplicaciones en las que en su momento ni siquiera se soñó. Era la típica «solución que busca un problema». Entre sus primeras aplicaciones estuvo la de coser las retinas desprendidas. Medio siglo después, The Economist preguntaba a Charles Townes, presunto inventor del láser, si había pensado en las retinas. No lo había hecho. Estaba cumpliendo su deseo de separar los haces de luz, y eso fue todo. De hecho, sus colegas se burlaron un poco por la irrelevancia de su descubrimiento. Pero consideremos ahora los efectos del rayo láser en el mundo que nos rodea: discos compactos, correcciones oculares, microcirugía, almacenamiento y disposición de datos, todas ellas aplicaciones imprevistas de la tecnología.
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Construimos juguetes. Algunos de ellos cambian el mundo.

Seguir investigando

En el verano de 2005, estaba yo invitado por una empresa de biotecnología de California que se había encontrado con un éxito desmedido. Fui recibido con camisetas y pins en los que aparecía una imponente curva de campana y el anuncio de la formación del Club de las Colas Gruesas («cola gruesa» es el término técnico que equivale a Cisnes Negros). Era mi primer encuentro con una empresa que vivía a costa de los Cisnes Negros de tipo positivo. Me dijeron que dirigía la empresa un científico, quien, como tal, tenía el instinto de dejar que los científicos buscaran por donde su instinto los llevara. La comercialización venía después. Mis anfitriones, científicos en el fondo, entendían que la investigación implica un elevado grado de serendipidad, la cual puede compensar mucho, siempre que uno sepa hasta qué punto se puede basar el negocio en la serendipidad y estructurarlo en torno a este hecho. El Viagra, que cambió las perspectivas mentales y las costumbres sociales de los varones jubilados, se concibió como fármaco contra la hipertensión. Otro fármaco contra la hipertensión se tradujo en un medicamento para estimular el crecimiento del cabello. Mi amigo Bruce Goldberg, que sabe de aleatoriedad, llama «esquinas» a estas aplicaciones secundarias no intencionadas. Mientras muchos se preocupan por las consecuencias no previstas, éstas son lo que mejor sienta a los aventureros de la tecnología.

Aquella empresa parecía seguir implícita, aunque no explícitamente, el dicho de Louis Pasteur sobre la creación de la suerte mediante la simple exposición. «La suerte sonríe a los dispuestos», dijo Pasteur; y al igual que todos los grandes descubridores, él sabía bastante sobre los descubrimientos accidentales. La mejor forma de conseguir una exposición máxima es seguir investigando, reunir oportunidades (hablaré de ello más adelante).

Prever la divulgación de una tecnología implica prever un elevado grado de modas pasajeras y de contagio social, que se sitúan fuera de la utilidad objetiva de la propia tecnología (suponiendo que exista algo que se pueda denominar utilidad objetiva). ¡Cuántas ideas sumamente útiles han acabado en el cementerio, por ejemplo la de la Segway, una motocicleta que, según se profetizó, iba a cambiar la morfología de las ciudades! Mientras rumiaba estas líneas, en el quiosco de un aeropuerto observé la cubierta de la revista Time, en la que se anunciaban los «inventos significativos» del año. Parecía que esos inventos eran significativos para la fecha en que fue editada la revista, o tal vez para un par de semanas después. Los periodistas pueden enseñarnos a no aprender.

Cómo predecir nuestras predicciones

Esto nos lleva al ataque de sir Doktor Karl Raimund Popper al historicismo. Como decía en el capítulo 5, ésta fue su idea más importante, pero sigue siendo la más desconocida. La gente que no conoce su obra tiende a centrarse en la falsación popperiana, que trata de la verificación o no verificación de las afirmaciones. Este hecho oscurece la que era la idea central del filósofo: hizo del escepticismo un método, hizo del escéptico alguien constructivo.

Del mismo modo que Karl Marx escribió, con gran irritación, una diatriba llamada La miseria de la filosofía como respuesta a La filosofía de la miseria de Proudhon, Popper, irritado por algunos de los filósofos de su tiempo que creían en la interpretación científica de la historia, escribió, siguiendo con los juegos de palabras, La miseria del historicismo (que en inglés se tradujo como La pobreza del historicismo)
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La teoría de Popper se refiere a las limitaciones en la previsión de los acontecimientos históricos y a la necesidad de rebajar disciplinas «blandas» como la historia y la ciencia social a un nivel levemente por encima de la estética y el entretenimiento, como el coleccionismo de mariposas o monedas. (Popper, que había recibido una educación vienesa clásica, no llegó tan lelos; yo sí. Soy de Amioun.) Lo que aquí llamamos ciencias históricas blandas son los estudios dependientes de la narrativa.

La tesis central de Popper es que, para predecir los sucesos históricos, es necesario predecir la innovación tecnológica, algo en sí mismo fundamentalmente impredecible.

¿«Fundamentalmente» impredecible? Explicaré a qué se refiere empleando un esquema moderno. Consideremos la siguiente propiedad del conocimiento: si esperamos saber con certeza mañana que nuestro novio nos ha estado engañando, entonces hoy sabemos con certeza que nuestro novio nos está engañando y pasaremos a la acción hoy y, por ejemplo, con un par de tijeras y con todo el enfado posible le cortaremos por la mitad todas sus corbatas de Ferragamo. No nos diremos: «Esto es lo que averiguaré mañana, pero hoy es distinto, de modo que voy a ignorar la información y disfrutar de la cena». Esta idea se puede generalizar a todas las formas de conocimiento. De hecho, en estadística hay una ley llamada la ley de expectativas iteradas, que aquí esbozo en su forma más fuerte: si espero esperar algo en una fecha futura, entonces ya espero algo ahora.

Pensemos de nuevo en la rueda. Si somos un pensador histórico de la Edad de Piedra al que se le pide que prediga el futuro en un informe exhaustivo para el planificador jefe tribal, debemos proyectar el invento de la rueda, de lo contrario nos perderemos prácticamente toda la acción. Ahora bien, si podemos profetizar la invención de la rueda, ya sabemos qué aspecto tiene ésta y, por consiguiente, sabemos cómo construirla, así que ya estamos en el buen camino. Al Cisne Negro hay que preverlo.

Pero existe una forma más débil de esta ley del conocimiento iterado. Se puede formular como sigue: para entender el futuro hasta el punto de ser capaz de predecirlo, uno necesita incorporar elementos de ese mismo futuro. Si sabemos del descubrimiento que vamos a realizar en el futuro, entonces ya casi lo hemos hecho. Supongamos que somos un reputado estudioso del Departamento de Predicciones de la Universidad Medieval, especialista en la proyección de la historia futura (en nuestro caso, el remoto siglo xx). Deberíamos dar con la invención de la máquina de vapor, la electricidad, la bomba atómica e Internet, además de con la introducción del masaje en los aviones y esa extraña actividad llamada reunión de negocios, en la que unos hombres bien alimentados, pero sedentarios, dificultan voluntariamente su circulación sanguínea con un caro artilugio al que llaman corbata.

Esta incapacidad no es trivial. El mero conocimiento de que se ha inventado algo a menudo conduce a una serie de inventos de naturaleza similar, pese a que no se haya divulgado ni el menor detalle del primer invento (no hay necesidad de encontrar a los espías para colgarlos en la plaza pública). En matemáticas, una vez que se anuncia la demostración de algún teorema arcano, frecuentemente somos testigos de la proliferación de demostraciones similares salidas de ninguna parte, con alguna que otra acusación de filtraciones y plagio. Es posible que no exista plagio: la información de que existe la solución es en sí misma gran parte de la solución.

Por la misma lógica, no nos es fácil concebir los inventos futuros (si lo fuera, ya se habrían inventado). El día en que seamos capaces de prever los inventos, viviremos en un estado en el que todo lo concebible se habrá inventado. Esta situación nos trae a la memoria esa historia apócrifa de 1899 según la cual el presidente de la oficina de patentes de Estados Unidos dimitió porque consideró que ya no quedaba nada por descubrir, excepto que en aquel día la dimisión estaría justificada.
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Popper no fue el primero en buscar los límites de nuestro conocimiento. En Alemania, en los últimos años del siglo xix, Emil du Bois-Reymond sostenía que ignoramus et ignorabimus, somos ignorantes y lo seguiremos siendo. De un modo u otro, sus ideas cayeron en el olvido. Pero no antes de provocar una reacción: el matemático David Hilbert se dispuso a desafiarle con la elaboración de un listado de problemas que los matemáticos tendrían que resolver a lo largo del siglo siguiente.

También Du Bois-Reymond estaba equivocado. Ni siquiera sabemos comprender bien lo no conocible. Pensemos en las afirmaciones que hacemos sobre cosas que nunca llegaremos a saber: con toda seguridad subestimamos qué conocimientos es posible que adquiramos en el futuro. Auguste Comte, fundador de la escuela positivista, a la que (injustamente) se acusa de pretender convertir en ciencia todo lo que está a la vista, declaró que la humanidad ignoraría siempre la composición química de las estrellas fijas. Pero, como señala Charles Sanders Pierce, «apenas se había secado la tinta en el papel impreso cuando se descubrió el espectroscopio, y ocurrió que aquello que él consideraba absolutamente imposible de conocer estaba a punto de formularse con certeza». Paradójicamente, otras proyecciones de Comte referentes a lo que llegaríamos a descubrir sobre el funcionamiento de la sociedad eran burda, y peligrosamente, exageradas. Suponía que la sociedad era como un reloj que nos desvelaría sus secretos.

Resumiré mis ideas en este punto: la predicción exige saber de las tecnologías que se descubrirán en el futuro. Pero este mismo conocimiento nos permitiría, casi de forma automática, empezar a desarrollar directamente esas tecnologías. Ergo, no sabemos lo que sabremos.

Algunos podrían decir que, tal como está formulada, la argumentación parece obvia, que siempre pensamos que hemos alcanzado el conocimiento definitivo; pero no nos damos cuenta de que esas sociedades pasadas de las que nos reímos pensaban lo mismo. Mi razonamiento es trivial, entonces ¿por qué no lo tenemos en cuenta? La respuesta está en una patología de la naturaleza humana. ¿Recuerda el lector los debates psicológicos sobre las asimetrías en la percepción de las destrezas que expuse en el capítulo anterior? Vemos los fallos en los demás, pero no los nuestros. Una vez más parece que funcionamos a la perfección como máquinas del autoengaño.

La enésima bola de billar

Generalmente se considera que Henri Poincaré, pese a su fama, fue un pensador científico infravalorado, debido a que pasó casi un siglo hasta que sus ideas fueron apreciadas. Tal vez fuera el último gran matemático pensador (o posiblemente al revés, un pensador matemático). Cuando veo una camiseta con el icono moderno de Albert Einstein, no puedo evitar pensar en Poincaré: Einstein es merecedor de nuestra reverencia, pero ha desplazado a muchos otros que también la merecen. Hay poco espacio en nuestra
conciencia;
estamos
siempre
ante
lo de «el ganador
se
lo lleva Lodo».

Decoro al estilo Tercera República

Una vez más, Poincaré ocupa su propio lugar en la historia. Recuerdo que mi padre me recomendaba sus ensayos, no sólo por su contenido científico, sino por la extraordinaria calidad de su prosa. El gran maestro escribió esas maravillas como artículos en serie y las compuso como discursos extemporáneos. Como ocurre con toda obra maestra, hay en ellas una mezcla de repeticiones, digresiones y técnicas que un editor del estilo «yo también» y de mente predispuesta condenaría; pero todo ello hace que su texto sea aún más legible, gracias a su férrea coherencia de pensamiento.

A sus treinta y tantos años, Poincaré se convirtió en un prolífico ensayista. Parecía tener prisa: de hecho murió prematuramente, a los cincuenta y ocho años. Era tal la urgencia que Ío acosaba que ni se preocupaba de corregir los errores tipográficos y gramaticales de sus textos, ni siquiera cuando los veía, pues consideraba que hacerlo era un flagrante desperdicio de su tiempo. Ya no existen genios de ese tipo, o ya no les dejan escribir a su manera.

La reputación de Poincaré como pensador menguó rápidamente después de su muerte. La idea que nos ocupa tardó casi un siglo en resurgir, aunque presentada de otra forma. Sin duda cometí un gran error al no leer sus ensayos con detenimiento cuando era joven, pues en su magistral La science et l'hypothese, que descubrí más tarde, menosprecia airadamente el uso de la curva de campana.

Repetiré que Poincaré fue un auténtico filósofo de la ciencia: su actitud filosofante provenía del hecho de haber sido testigo de los límites de dicha materia, que es de lo que se ocupa la filosofía. Me encanta fastidiar a los intelectuales franceses diciéndoles que Poincaré es el filósofo francés que prefiero. «¿Filósofo él? ¿A qué se refiere, monsieur» Siempre resulta frustrante explicar a la gente que los pensadores a los que colocan sobre el pedestal, como Henri Bergson o Jean-Paul Sartre, son en gran medida resultado de las modas, y que no se pueden comparar a Poincaré en lo que se refiere a la auténtica influencia que perdurará en los siglos venideros. De hecho, hay aquí un escándalo de predicción, ya que es el Ministerio de Educación Nacional francés quien decide quién es filósofo y qué filósofos hay que estudiar.

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