El cisne negro (35 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

El pasado no sólo puede ser engañoso, sino que también hay muchos grados de libertad en la interpretación que hacemos de los sucesos pasados.

Para la versión técnica de esta idea, imaginemos una serie de puntos sobre un papel que representen un número a lo largo del tiempo; la gráfica se parecería a la figura 1 y mostraría los primeros mil días del capítulo 4. Supongamos que el profesor del instituto nos dice que prolonguemos la serie de puntos. Con un modelo lineal, es decir, utilizando una regla, sólo podemos ir en línea recta, una única línea recta desde el pasado al futuro. El modelo lineal es único. Hay una y sólo una línea recta que se pueda proyectar a partir de una serie de puntos. Pero se puede poner más difícil. Si no nos limitamos a una línea recta, nos encontramos con que hay una inmensa familia de curvas que pueden cumplir la tarea de unir los puntos. Si proyectamos desde el futuro en línea recta, seguimos una tendencia. Pero las futuras desviaciones posibles del camino que viene del pasado son infinitas.

Esto es lo que el filósofo Nelson Goodman llamaba el misterio de la inducción: proyectamos una línea recta sólo porque tenemos en la cabeza un modelo lineal; el hecho de que un número haya aumentado sistemáticamente a lo largo de mil días nos debería dar mayor seguridad de que va a aumentar en el futuro. Pero si pensamos en un modelo no lineal, éste podría confirmar que el número debería disminuir el día mil uno.

Supongamos que observamos una esmeralda. Ayer y anteayer era verde. Hoy sigue siendo verde. Normalmente esto confirmaría la propiedad «verde»: podemos presumir que la esmeralda será verde mañana. Pero para Goodman, la historia del color de la esmeralda podría confirmar igualmente la propiedad «verdazul», ¿Qué es la propiedad llamada verdazul? La propiedad verdazul de la esmeralda es ser verde hasta una determinada fecha, por ejemplo, el 31 de diciembre de 2006, y que a partir de entonces sea azul.

El misterio de la inducción es otra versión de la falacia narrativa: nos enfrentamos a una infinidad de «historias» que explican lo que hemos visto. La gravedad del misterio de la inducción de Goodman está en lo que sigue: si ya no existe ni una sola forma de «generalizar» a partir de lo que vemos, de hacer una inferencia sobre lo desconocido, entonces ¿cómo debemos operar? La respuesta, evidentemente, será que debemos emplear el «sentido común», pero es posible que nuestro sentido común no esté tan bien desarrollado con respecto a algunas variables de Extremistán.

Figura 3. Una serie de una población bacterial al parecer creciente (o de récords de ventas, o de cualquier variable observada a lo largo del tiempo, por ejemplo, la cantidad total de alimento que recibe el pavo del capítulo 4).

Figura 4. Facilidad para seguir la tendencia: hay un modelo lineal y sólo uno que se ajusta a los datos. Podemos proyectar una continuación hacia el futuro.

Figura 5. Nos fijamos en una escala más amplia. Otros modelos también encajan muy bien.

Figura 6. El auténtico «proceso generador» es extremadamente simple, pero no tenía nada que ver con un modelo lineal. Algunas de sus partes parecen ser lineales, pero nos engaña la extrapolación en una línea directa.
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Esa gran máquina de la predicción

El lector tiene todo el derecho a preguntar: «Entonces, NNT, ¿por qué demonios planificamos?». Algunos lo hacen para obtener ganancias económicas, otros porque es «su trabajo». Pero también nosotros lo hacemos con estas intenciones, y además espontáneamente.

¿Por qué? La respuesta tiene que ver con la naturaleza humana. Es posible que la planificación figure entre el conjunto de elementos que nos hace humanos, concretamente, nuestra conciencia.

Se supone que en nuestra tendencia a proyectar las cosas hacia el futuro hay una necesidad evolutiva, que rápidamente voy a resumir aquí, pues puede tratarse de una excelente candidata a la explicación, una magnífica conjetura, aunque, dado que está vinculada a la evolución, voy a ser cauto.

La idea, tal como la expuso el filósofo Daniel Dennett, sería como sigue: ¿cuál es el uso más potente de nuestro cerebro? Es precisamente la capacidad de proyectar conjeturas hacia el futuro y practicar el juego contrafactual: «Si le doy a alguien un puñetazo en la nariz, me lo devolverá enseguida o, lo que es peor, llamará a su abogado de Nueva York». Una de las ventajas de hacerlo es que podemos dejar que sean nuestras conjeturas las que mueran en nuestro lugar. Usada correctamente y en lugar de reacciones más viscerales, la capacidad de proyectar con eficacia nos libera de la selección natural inmediata y de primer orden, a diferencia de otros organismos más primitivos que eran vulnerables a la muerte y sólo crecieron por la mejora de la dotación genética mediante la selección de los mejores. En cierto sentido, el hecho de proyectar nos permite engañar a la evolución; ahora se produce en nuestra cabeza, como una serie de proyecciones v de escenarios contrafactuales.

Se supone que esta misma capacidad para jugar mentalmente con conjeturas, aun en el caso de que nos libere de las leyes de la evolución, es producto de ésta; es como si la evolución nos hubiera colocado una larga correa, mientras que el resto de los animales viven atados cortos y quedan reducidos a la dependencia de su entorno. Para Dennett, nuestros cerebros son «máquinas de previsión»; la mente y la conciencia humanas son propiedades emergentes, aquellas propiedades que son necesarias para nuestro desarrollo acelerado.

¿Por qué escuchamos a los expertos y sus predicciones? Una posible explicación es que la sociedad descansa sobre la especialización, la efectiva división de los conocimientos. Uno no acude a la Facultad de Medicina en el momento en que se encuentra con un grave problema de salud; es más económico (y desde luego más seguro) consultar a alguien que ya lo haya hecho. Los médicos escuchan a los mecánicos (no por cuestiones de salud, sino cuando tienen problemas con el coche); los mecánicos escuchan a los médicos. Tenemos una tendencia natural a escuchar al experto, incluso en campos en los que es posible que éstos no existan.

LA EPISTEMOCRACIA, UN SUEÑO

Alguien que tenga un elevado grado de arrogancia epistémica no es demasiado visible, como el tímido en un cóctel. No estamos predispuestos a respetar a los humildes, aquellos que tratan de suspender el juicio. Hoy en día existe la llamada humildad epistémica. Pensemos en alguien que sea muy introspectivo y al que le torture la conciencia de su propia ignorancia. Carece del coraje del idiota, pero tiene las raras agallas para decir: «No lo sé'». No le importa parecer loco ni, peor aún, ignorante. Duda, no se compromete, y le preocupan las consecuencias de estar equivocado. Introspecciona, introspecciona e introspecciona, hasta llegar al agotamiento físico y nervioso.

Esto no significa necesariamente que no tenga confianza, sólo que piensa que sus conocimientos son sospechosos. A ese individuo lo denominaré epistémico; a la provincia en que las leyes se estructuran teniendo en mente este tipo de falibilidad humana la llamaré epistemocracia. El principal epistemócrata moderno es Montaigne.

Monsieur de Montaigne, epistemócrata

A los treinta y ocho años, Michel Eyquem de Montaigne se retiró a su finca campestre, en el suroeste de Francia. Montaigne, que en francés antiguo significa «montaña», era el nombre de la propiedad. La zona es conocida hoy día por los vinos de Burdeos, pero en los tiempos de Montaigne pocas personas invertían su energía mental y su sofisticación en el vino. Montaigne tenía tendencias estoicas, aunque no se sentía arrastrado con fuerza hacia esas ideas. Lo que pretendía era escribir una modesta serie de «intentos», es decir, ensayos. La propia palabra ensayo transmite la idea de algo provisional, especulativo y no definitivo. Montaigne conocía bien a los clásicos y deseaba meditar sobre la vida, la muerte, la educación, el conocimiento y algunos de los aspectos más interesantes de la naturaleza humana (se preguntaba, por ejemplo, si los tullidos tenían más libido debido a la mejor circulación de la sangre en sus órganos sexuales).

La torre que se convirtió en su estudio estaba repleta de inscripciones de máximas latinas y griegas, casi todas referentes a la vulnerabilidad del conocimiento humano. A través de sus ventanas se gozaba de una amplia vista de las colinas de los alrededores.

El tema de Montaigne era, oficialmente, él mismo, pero esto era en su mayor parte una forma de facilitar el debate; no era como esos ejecutivos de empresa que escriben biografías para dar jactanciosa muestra de sus méritos y logros. Le interesaba principalmente descubrir cosas sobre sí mismo, hacer que descubriéramos cosas sobre él mismo, y exponer cuestiones que se pudieran generalizar a todo el género humano. Entre las inscripciones que figuraban en su estudio había una observación del poeta latino Terencio: Homo sum, humani a me nilalienum puto («Hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno»).

La lectura de Montaigne resulta refrescante después de las variantes de la educación moderna, ya que aceptaba por completo la debilidad humana y comprendía que ninguna filosofía podía ser efectiva a menos que tuviera en cuenta las imperfecciones humanas profundamente arraigadas, los límites de nuestra racionalidad, los fallos que nos hacen humanos. No es que fuera por delante de su tiempo; más acertado sería decir que los últimos eruditos (que abogaban por la racionalidad) iban por detrás.

Era un tipo inteligente y reflexivo cuyas ideas no surgían en su tranquilo estudio, sino mientras montaba a caballo. Hacía largas excursiones y regresaba con ideas. Montaigne no fue ni un académico de la Sorbona ni un hombre de letras profesional, y no fue ninguna de las dos cosas en dos planos. En primer lugar, era una persona emprendedora; había sido funcionario autorizado para resolver pleitos y demandas antes de que llegaran a los tribunales, hombre de negocios y alcalde de Burdeos antes de retirarse a meditar sobre su vida y, ante todo, sobre sus propios conocimientos. En segundo lugar, era antidogmático: un escéptico con encanto, un escritor falible, evasivo, personal e introspectivo, y, principalmente, alguien que, siguiendo la gran tradición clásica, deseaba ser un hombre. De haber vivido en otra época, hubiera sido un escéptico empírico: tenía tendencia escépticas de la variedad pirroniana, del tipo antidogmático, como Sexto Empírico, particularmente en su conciencia de la necesidad de suspender el juicio.

La epistemocracia

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