El cisne negro (31 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

Búscate otro trabajo

Cuando pongo en entredicho el empeño de los previsores me enfrento a dos reacciones típicas: «¿Qué hay que hacer entonces? ¿Conoce usted alguna forma mejor de predecir?» y «Si tan inteligente es usted, muéstreme sus predicciones». En realidad, la segunda pregunta, que normalmente se hace de forma jactanciosa, pretende demostrar la superioridad del profesional y el emprendedor frente al filósofo, y la suelen formular sobre todo personas que no saben que fui operador de Bolsa. Si el hecho de haber ejercido la práctica diaria de la incertidumbre tiene alguna ventaja, es que uno no tiene que tragarse las estupideces de los burócratas.

Uno de mis clientes me preguntó cuáles eran mis predicciones. Cuando le dije que no tenía ninguna, se sintió ofendido y decidió prescindir de mis servicios. De hecho existe una rutina, un hábito nada introspectivo que hace que los negocios respondan cuestionarios y completen párrafos en los que se muestren sus «perspectivas». Nunca he tenido tales perspectivas y jamás he hecho predicciones profesionales; pero al menos sé que no sé predecir, y hay algunas personas (aquellas que me importan) que tienen eso por un activo.

Luego están aquellos que elaboran previsiones de forma acrítica. Cuando se les pregunta por qué predicen, responden: «Bueno, para eso nos pagan aquí».

Mi sugerencia: búscate otro trabajo.

Esta sugerencia no es demasiado exigente: a menos que uno sea un esclavo, presumo que dispone de cierto grado de control sobre la elección de su trabajo. De no ser así, estaríamos ante un problema de ética y, en este caso, un problema grave. Las personas que están atrapadas en sus empleos y que predicen porque «es su trabajo», cuando saben muy bien que su previsión es inútil, no son lo que yo llamaría éticas. Lo que hacen no se distingue de repetir mentiras porque «es su trabajo».

A cualquiera que cause daño por culpa de sus previsiones se le debería tratar como al loco o al mentiroso. Algunos previsores causan más daño a la sociedad que los delincuentes. Por favor, no conduzcamos un autobús escolar con los ojos vendados.

En JFK

En el aeropuerto JFK de Nueva York hay quioscos gigantescos con paredes repletas de revistas. Suelen ocuparse de ellos familias muy educadas del subcontinente indio (los padres, porque los hilos están en la Facultad de Medicina). Esas paredes le ofrecen a uno el corpus completo de lo que una persona «informada» necesita para «saber lo que pasa». Me pregunto cuánto tiempo requeriría leer cada una de esas revistas, excluidas las publicaciones periódicas sobre pesca y motociclismo (pero incluyendo las revistas del corazón; uno tiene derecho a reírse un rato). ¿Media vida? ¿Toda una vida?

Lamentablemente, todos esos conocimientos no ayudarían al lector a predecir lo que va a ocurrir mañana. En realidad, podrían disminuir su capacidad de previsión.

Hay otro aspecto del problema de la predicción: sus limitaciones inherentes, aquellas que tienen poco que ver con la naturaleza humana, pues surgen de la propia naturaleza de la información en sí misma. He dicho que el Cisne Negro tiene tres atributos: la impredecibilidad, las consecuencias y la explicabilidad retrospectiva. Examinemos eso de la impredecibilidad.
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La Buenaventura, de Caravaggio. Siempre hemos desconfiado de quienes nos leen el futuro. En este cuadro, la muchacha le roba el anillo a la víctima
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CÓMO BUSCAR CACA DE PÁJARO

Hemos visto que: a) tendemos tanto a tunelar como a pensar «estrechamente» (la arrogancia epistémica), y b) nuestro registro de la predicción está calculado de forma muy exagerada: muchas personas que creen que no saben predecir de hecho no son capaces de hacerlo.

Vamos a profundizar ahora un poco más en las limitaciones estructurales no anunciadas de nuestra capacidad para predecir. Estas limitaciones pueden surgir no de nosotros, sino de la propia naturaleza de la misma actividad, que es demasiado complicada, no sólo para nosotros, sino para cualquier herramienta de que dispongamos o que podamos concebir que vamos a obtener. Algunos Cisnes Negros seguirán siendo difíciles de aprehender, con lo cual se desbaratan nuestras predicciones.

Cómo buscar caca de pájaro

En el verano de 1998 trabajaba yo en una institución financiera de propiedad europea, una institución que quería distinguirse por su rigor y visión de futuro. La unidad encargada de la actividad comercial tenía cinco directores, todos de aspecto adusto (siempre con traje azul oscuro, incluso los viernes, en que se permitía vestir de manera más informal), que debían reunirse a lo largo del verano para «formular el plan quinquenal». Se suponía que iba a ser un documento enjundioso, una especie de manual del usuario para la empresa. ¿Un plan que abarque cinco años?

Para un tipo profundamente escéptico respecto al planificador central, la idea resultaba ridícula; el crecimiento dentro de la empresa había sido orgánico e impredecible, de abajo arriba, no de arriba abajo. Se sabía perfectamente que el departamento más lucrativo de la empresa fue fruto de una llamada inesperada de un cliente que pidió una transacción económica específica pero extraña. La empresa se dio cuenta por casualidad de que podía montar una unidad que se ocupara exclusivamente de estas transacciones, ya que eran muy rentables, y pronto llegó a dominar sus actividades.

Los directores se desplazaron por todo el mundo para reunirse con sus iguales; Barcelona, Hong Kong, etc. Muchísimos kilómetros para muchísima verborrea. Huelga decir que solían verse privados de las horas necesarias de sueño. Ser ejecutivo no exige tener unos lóbulos frontales muy desarrollados, sino más bien una combinación de carisma, capacidad para aguantar el aburrimiento y la habilidad para cumplir superficialmente unos programas agobiantes. Añádase a estas tareas la «obligación» de asistir a representaciones de ópera.

Naturalmente, en esas reuniones los directores se dedicaban a intercambiar ideas sobre el futuro a medio plazo: querían tener «visión». Pero luego se produjo un suceso que no figuraba en el anterior plan quinquenal: el Cisne Negro del impago de los rusos en 1998 y la consiguiente caída bursátil en los mercados de la deuda latinoamericanos. Tuvo tal efecto en la empresa que, pese a que ésta aplicaba una estricta política de empleo respecto a los directores, ninguno de ellos seguía trabajando allí después de haber esbozado el plan quinquenal de 1998.

Y, sin embargo, estoy seguro de que quienes los sustituyeron se siguen reuniendo hoy para trabajar en el próximo «plan quinquenal». No aprendemos nunca.

Descubrimientos inesperados

El descubrimiento de la arrogancia epistémica humana, como veíamos en el capítulo anterior, fue supuestamente inesperado. Pero también lo fueron muchos otros descubrimientos. Muchos más de los que pensamos.

El modelo clásico de descubrimiento es el siguiente: se busca lo que se conoce (por ejemplo, una nueva ruta para llegar a las Indias) y se encuentra algo cuya existencia se ignoraba (América).

Si cree el lector que los inventos que tenemos a nuestro alrededor proceden de alguien sentado en un cubículo que va mezclando elementos como nunca antes se habían mezclado y sigue un horario fijo, piense de nuevo: casi todo lo actual es fruto de la serendipidad, un hallazgo fortuito ocurrido mientras se iba en busca de otra cosa. El término «serendipidad» [serendipity] lo acuñó en una carta el escritor Hugh Walpole, quien a su vez 1o tomó de un cuento de hadas, «Los tres príncipes de Serendip». Estos príncipes «no dejaban de hacer descubrimientos, por azar o por su sagacidad, de cosas que no estaban buscando».

En otras palabras, encontramos algo que no estábamos buscando y que cambia el mundo; y una vez descubierto, nos preguntamos por qué «se tardó tanto» en llegar a algo tan evidente. Cuando se inventó la rueda no había ningún periodista presente, pero apuesto cualquier cosa a que las personas implicadas no se embarcaron en el proyecto de inventarla (ese gran motor del crecimiento) y luego fabricarla siguiendo un calendario, Y lo mismo ocurre con la mayoría de los inventos.

Sir Francis Bacon decía que los avances más importantes son los menos predecibles, aquellos que se sitúan «fuera del sendero de la imaginación». Bacon no fue el último intelectual en señalar tal idea, que sigue apareciendo, aunque para desvanecerse enseguida. Hace casi medio siglo, el novelista de grandes éxitos Arthur Koestler escribió todo un libro sobre ello, con el muy apropiado título de Los sonámbulos. Describe a los inventores como sonámbulos que tropiezan con los resultados y no se percatan de lo que tienen en las manos. Creemos que la importancia de los descubrimientos de Copérnico sobre los movimientos de los planetas era evidente para él y sus contemporáneos; pero llevaba muerto setenta y cinco años cuando las autoridades empezaron a sentirse molestas. Asimismo, pensamos que Galileo fue víctima de la misma ciencia; sin embargo, la Iglesia nunca lo tomó demasiado en serio. Al parecer fue el propio Galileo quien organizó el alboroto al levantar la perdiz. A finales del año en que Darwin y Wallace expusieron sus artículos sobre la evolución por selección natural que cambiaron nuestra visión del mundo, el presidente de la sociedad linneana, donde se presentaron los artículos, anunciaba que la sociedad no veía en ellos «ningún descubrimiento asombroso», nada concreto que pudiera revolucionar la ciencia.

Cuando nos llega el turno de predecir, nos olvidamos de la impredecibilidad. Por eso las personas que leen estas líneas e ideas semejantes, aunque estén completamente de acuerdo con ellas, son incapaces de tenerlas en cuenta cuando piensan sobre el futuro.

Tomemos un ejemplo espectacular de descubrimiento por serendipidad. Alexander Fleming estaba limpiando su laboratorio cuando observó que el moho de penicilio había contaminado uno de sus viejos experimentos. De ahí dedujo las propiedades antibacterianas de la penicilina, la razón de que muchos de nosotros sigamos vivos (incluido yo mismo, como decía en el capítulo 8, ya que la fiebre tifoidea suele ser fatal cuando no se trata). Es verdad que Fleming buscaba «algo», pero el descubrimiento en sí fue fruto de la serendipidad. Además, aunque desde la perspectiva que da la distancia su descubrimiento parece trascendental, pasó mucho tiempo hasta que los responsables de la sanidad se dieran cuenta de la importancia de lo que tenían entre manos. Hasta el propio Fleming perdió la fe en su idea antes de que fuera considerada de nuevo.

En 1965 dos radioastrónomos de Bell Labs de Nueva Jersey que estaban montando una gran antena se sintieron sorprendidos por un ruido de fondo, un siseo, como la interferencia que se oye cuando la recepción es mala. No podían eliminar el ruido, ni siquiera después de limpiar los excrementos de pájaro que había en la pantalla, pues estaban convencidos de que la caca de pájaro era la responsable del ruido. Tardaron un rato en averiguar que lo que estaban oyendo era el rastro del nacimiento del universo, la radiación cósmica de fondo de microondas. Este descubrimiento alentó de nuevo la teoría del big bang, una idea que antes habían postulado otros investigadores con escasa fortuna. En el sitio web de Bell Labs encontré los siguientes comentarios sobre cómo ese «descubrimiento» constituyó uno de los mayores avances del siglo:

Dan Stanzione, por entonces presidente de Bell Labs y oficial jefe de operaciones de Lucent cuando se jubiló Penzias [uno de los radioastrónomos implicados en el descubrimiento], dijo que Penzias «encarna la creatividad y la excelencia técnica que constituyen el sello distintivo de Bell Labs». Aseguró que era una figura del Renacimiento, un hombre que «amplió nuestra frágil comprensión de la creación y avanzó las fronteras de la ciencia en muchas áreas importantes».

¡Dichoso Renacimiento! Los dos tipos buscaban caca de pájaro. No sólo no buscaban nada remotamente parecido a la prueba del big bang sino que, como suele ocurrir en estos casos, no vieron de inmediato la importancia de su descubrimiento. Lamentablemente, al físico Ralph Alpher, la persona que inicialmente concibió la idea, en un artículo del que era coautor junto con los pesos pesados George Gamow y Hans Bethe, le sorprendió que The New York Times recogiera el descubrimiento, En realidad, en los lánguidos artículos en que se postulaba el nacimiento del universo, los científicos dudaban de si aquel tipo de radiación se podría medir en algún momento. Como tan a menudo ocurre en los descubrimientos, quienes buscaban pruebas no las encontraron; quienes no las buscaban las hallaron, y fueron aclamados como descubridores.

Nos encontramos ante una paradoja. No sólo ocurre que, en general, quienes predicen no han conseguido prever los cambios drásticos fruto de descubrimientos impredecibles, sino que el cambio incremental ha resultado ser en general más lento de lo que los previsores esperaban. Cuando aparece una nueva tecnología, o subestimamos burdamente su importancia o la sobreestimamos gravemente. Thomas Watson, fundador de IBM, predijo en cierta ocasión que sólo necesitaríamos un puñado de ordenadores.

El hecho de que el lector probablemente esté leyendo estas líneas no en una pantalla, sino en las páginas de este artilugio anacrónico, el libro, parecerá una aberración a ciertos expertos de la «revolución digital». Que las lea en un inglés, francés, español o swahili arcaicos, descuidados e incoherentes, y no en esperanto, desafía las predicciones de hace medio siglo de que el mundo pronto se comunicaría en una lingua franca lógica, no ambigua y de diseño platónico. Asimismo, no pasamos largos fines de semana en naves espaciales como se preveía universalmente hace treinta años. En un ejemplo de arrogancia empresarial, después del primer alunizaje, la hoy desaparecida compañía aérea Pan Am reservó pasajes para viajes de ¡da y vuelta entre la Tierra y la Luna. Bonita previsión, con la salvedad de que la compañía no supo prever que desaparecería como tal no mucho después.

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