El club de la lucha (12 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Intriga

Bob el grandullón me pregunta:

—¿Lo conoces?

»Yo tampoco lo he visto jamás —dice Bob el grandullón—, pero el tío se llama Tyler Durden.

La Compañía Jabonera de Paper Street.

¿Lo conozco?

—No sé —le contesto.

Tal vez.

Trece

Al llegar al hotel Regent, Marla está en el vestíbulo vestida con un albornoz. Marla me llamó al trabajo y me pidió que pasase del gimnasio, la biblioteca, la lavandería o lo que hubiera planeado para después del trabajo y que fuese a verla.

Por eso me llamó Marla, porque me odia.

No dice nada sobre sus reservas de colágeno.

Me pregunta si podría hacerle un favor. Marla se ha quedado esta tarde en la cama. Marla vive de los platos cocinados que el servicio de Comidas sobre Ruedas manda a sus vecinos fallecidos y que ella recoge con la excusa de que están durmiendo. En resumidas cuentas, Marla se ha quedado esta tarde en la cama esperando la llegada, entre las doce y las dos, del envío de Comidas sobre Ruedas. Hace dos años que Marla no tiene un seguro médico, por lo que dejó de hacerse revisiones; sin embargo, esta mañana se descubrió en un pecho una especie de bulto y los nódulos que tiene bajo el brazo y cerca del bulto estaban a la vez blandos y duros al tacto, y no podía decírselo a ninguna de las personas que quiere para no asustarlas, y tampoco podía permitirse pagar a un médico si no era nada, pero necesitaba hablar con alguien y que ese alguien la examinase.

El color de los ojos castaños de Marla es como el de un animal al que hubieran metido en un horno y luego sumergido en agua fría. Se llama vulcanización, galvanización o temple.

Marla promete olvidar el asunto del colágeno si la ayudo y la examino.

Me figuro que no llama a Tyler porque no quiere asustarlo. A su entender, yo soy neutral; se lo agradezco.

Subimos a su habitación y Marla me cuenta que en la naturaleza no se ven animales viejos porque mueren tan pronto como envejecen. Si enferman o pierden rapidez, los mata un animal más fuerte. Los animales no están hechos para llegar a viejos.

Marla se echa en la cama, se desata el cinturón del albornoz y me dice que nuestra civilización ha convertido la muerte en algo negativo. Los animales viejos deberían ser una excepción antinatural.

Monstruos.

Marla está fría y suda mientras le cuento que en la universidad una vez tuve una verruga. En el pene, aunque digo «polla». Fui a la Facultad de Medicina a que me la quitaran. La verruga. Después se lo conté a mi padre. Eso fue años más tarde, y mi papá se rió y me dijo que era tonto porque verrugas como ésa son un regalo de la naturaleza. Las mujeres las adoran y Dios me había hecho un favor.

Me arrodillo junto a la cama de Marla con las manos aún frías de la calle; palpo poco a poco la piel fría de Marla; pellizco un poco de la piel de Marla cada varios centímetros. Marla me dice que esas verrugas, ese regalo de Dios, provocan a las mujeres cáncer en el cuello del útero.

Así que estaba sentado sobre una toalla de papel en la sala de reconocimiento de la Facultad de Medicina mientras un estudiante me rociaba la polla con un bote de nitrógeno líquido y otros ocho estudiantes observaban. Es ahí donde acabas si no tienes seguro médico. Sólo que no la llaman polla, sino pene, y —la llames como la llames— te la rocían con nitrógeno líquido. Si te la quemaran con lejía dolería igual.

Marla se ríe hasta que se da cuenta de que mis dedos se han detenido. Como si hubiera encontrado algo.

Marla deja de respirar; su estómago parece un tambor y el corazón es como un puño que golpea por dentro el cuero tenso del tambor. Pero no, si me detengo es porque estoy hablando y porque, por un instante, ninguno de los dos estaba en el dormitorio de Marla. Estábamos en la Facultad de Medicina, años atrás, y yo sentado sobre un papel pegajoso y con la polla ardiéndome por el nitrógeno líquido, hasta que uno de los estudiantes vio mis pies descalzos y abandonó la habitación en dos zancadas. El estudiante volvió precedido por tres médicos de verdad, que de un codazo echaron a un lado al tío del bote de nitrógeno líquido.

Uno de los médicos de verdad me levantó el pie derecho y lo plantó ante la cara de los otros médicos de verdad. Los tres lo hicieron girar, lo palparon y sacaron fotos con una Polaroid, y fue como si el resto de mi persona, a medio vestir y con aquel don de Dios medio congelado, ya no existiese. Sólo el pie. El resto de los estudiantes se empujaba para poder mirar.

—¿Cuánto hace que tiene esa mancha roja en el pie? —me preguntó uno de los médicos.

El médico se refería a mi marca de nacimiento. Una marca de nacimiento que tengo en el pie derecho y con la que mi padre bromea y que parece un mapa granate de Australia con una Nueva Zelanda diminuta junto a ella. Esto es lo que les dije y las cosas se aclararon. Mi polla se estaba derritiendo. Se marcharon todos menos el estudiante del nitrógeno y creo que también se habría ido; estaba tan decepcionado que no me miró a los ojos mientras cogía el glande y lo estiraba hacia él. Volvió a rociar lo que quedaba de la verruga con el pulverizador. La sensación era de que aunque cerrara los ojos y me imaginara que la polla estaba a cientos de kilómetros, seguiría doliéndome.

Marla me mira la mano y ve la cicatriz del beso de Tyler.

Le dije al estudiante de medicina que no debían de ver muchas marcas de nacimiento.

No era eso. El estudiante me dijo que todos creían que la marca de nacimiento era un cáncer. Había una nueva clase de cáncer que padecían los hombres jóvenes. Se despertaban con un punto rojo en los pies o en los tobillos. Los puntos no desaparecen, se extienden hasta cubrirte y te matan.

El estudiante me dijo que los médicos y el resto de estudiantes estaban tan emocionados porque pensaban que tenía ese nuevo cáncer. Muy pocas personas lo tenían, aunque se iba extendiendo.

Esto fue hace muchos, muchos años.

Con el cáncer pasan estas cosas, le digo a Marla. Cometen errores y tal vez la clave sea no olvidarse del resto de uno mismo cuando alguna parte enferma.

—Es posible —dice Marla.

El estudiante del nitrógeno líquido terminó la faena y me dijo que la verruga se caería en un par de días. Sobre el papel pegajoso, al lado de mi culo desnudo, había una fotografía de mi pie que nadie quería. Le pregunté si podía quedarme la foto.

Aún conservo la fotografía en mi habitación, en una esquina del marco del espejo. Todas las mañanas me peino delante de ese espejo antes de ir a trabajar y pienso que hubo una vez en que, durante diez minutos, tuve cáncer o algo peor que cáncer.

Le digo a Marla que éste era el primer año en que el Día de Acción de Gracias mi abuelo y yo no íbamos a patinar aunque el hielo tenía un espesor casi de quince centímetros. Mi abuela siempre lleva en la frente o en los brazos esos emplastos redondos sobre unos lunares que tuvo toda la vida y que no tienen buen aspecto. Se extienden por los bordes y su color marrón se vuelve azul o negro.

Cuando mi abuela salió del hospital la última vez, mi abuelo le llevaba la maleta, y era tan pesada que se quejaba de que se sentía desequilibrado. Mi abuela era una mujer francocanadiense tan recatada que nunca se había puesto un traje de baño en público y siempre dejaba abierto el grifo del lavabo para disimular cualquier ruido que pudiera hacer en el cuarto de baño. Al salir del hospital de Nuestra Señora de Lourdes, después de una mastectomía parcial, ella le dijo: «¿Tú te sientes desequilibrado?».

Según mi abuelo, esto resume toda la historia, cómo era mi abuela, el cáncer, su matrimonio, tu vida. Se ríe siempre que cuenta esa historia.

Marla no se ríe. Quiero hacerla reír, animarla, que me perdone lo del colágeno. Quiero decirle a Marla que no he encontrado nada. Si descubrió algo esta mañana, estaba equivocada. Una marca de nacimiento.

Marla tiene la cicatriz del beso de Tyler en el dorso de la mano.

Quiero que Marla se ría, así que no le cuento lo de la última vez que abracé a Cloe: una Cloe sin pelo, un esqueleto hundido en cera amarilla con una bufanda de seda en torno a su cabeza calva. Abracé a Cloe una última vez antes de que desapareciera para siempre. Le dije que parecía un pirata y se rió. Cuando voy a la playa siempre me siento con el pie derecho —Australia y Nueva Zelanda— oculto bajo la otra pierna o enterrado en la arena. Tengo miedo de que la gente me vea el pie y empiece a morirme en su imaginación. El cáncer que yo no tengo está ahora en todas partes. Eso no se lo cuento a Marla.

Hay un montón de cosas que deseamos ignorar sobre la gente que queremos.

Para animarla, para hacerla reír, le cuento lo de la mujer del consultorio de
Querida Abby
, que se casó con un guapo y brillante empresario de pompas fúnebres. En su noche de bodas la obligó a meterse en una bañera de agua helada hasta que la piel parecía hielo al tacto, y entonces la hizo echarse en la cama y quedarse completamente quieta mientras poseía su cuerpo inerte y frío.

Lo gracioso es que la mujer lo aguantó de recién casada y siguió soportándolo los diez años siguientes de matrimonio y ahora había escrito a
Querida Abby
para preguntarle a Abby si creía que aquello tenía importancia.

Catorce

Por eso yo apreciaba tanto los grupos de apoyo, porque la gente, cuando cree que te estás muriendo, te presta toda su atención.

Si aquella podía ser la última vez que estuvieran contigo, estaban contigo de verdad. Todo lo demás —el saldo del banco, las canciones de la radio o el pelo alborotado— carecía de importancia.

Te dedicaban toda su atención.

La gente te escuchaba en vez de estar pendiente de su turno para hablar.

Y cuando hablaban no te contaban ninguna historia. Al conversar iban constituyendo algo que los transformaba en seres diferentes.

Marla había empezado a ir a los grupos de apoyo cuando descubrió el primer bulto.

La mañana siguiente del día siguiente al que descubriéramos su segundo bulto, Marla entró brincando en la cocina con las dos piernas metidas en una media y dijo:

—Mira, soy una sirena.

Marla dijo:

—No es como cuando los tíos os sentáis al revés en el retrete y hacéis como que vais en moto. Éste es un accidente de verdad.

Justo antes de conocernos en Aún Hombres Unidos apareció el primer bulto; ahora tenía otro más.

Lo que debéis saber es que Marla sigue viva. La filosofía de Marla respecto a la vida, me dijo, es que puede morirse en cualquier momento. La tragedia de su vida es que no se muere.

Cuando Marla descubrió el primer bulto, fue a una clínica donde madres consumidas como espantapájaros se sentaban en sillas de plástico a los tres lados de la sala de espera con niños desmadejados como peleles y hechos un ovillo en su regazo o reclinados a sus pies. Los niños tenían los ojos hundidos y oscuros como cuando se pudre la piel de una naranja o un plátano y se va sumiendo en la carne, y las madres se rascaban levantándose capas de caspa en infecciones incontrolables del cuero cabelludo. De la misma forma que en los hospitales los dientes de los pacientes parecen enormes en los rostros delgados, sus dientes son sólo fragmentos de hueso que sobresalen de la piel para triturar alimentos.

Aquí es donde acabas cuando no tienes seguro de enfermedad.

Antes de que se supiera más sobre el tema, hubo un montón de homosexuales que quisieron tener niños y ahora los niños están enfermos y las madres se están muriendo y los padres han muerto; y sentada en el hospital entre el olor vomitivo a pis y a vinagre, mientras una enfermera le pregunta a cada madre cuánto hace que está enferma y cuánto peso ha perdido y si el niño tiene algún pariente vivo o un tutor, Marla decide que no.

Si se iba a morir, Marla no quería saberlo.

Marla dobló la esquina de la clínica en dirección a la lavandería y robó todos los vaqueros de las secadoras; luego se fue caminando hasta una tienda donde le dieron quince pavos por cada par. A continuación, Marla se compró unas medias de las buenas, de las que no hacen carreras.

—Hasta las medias buenas que no hacen carreras —dice Marla— se enganchan.

Nada es estático. Todo se destruye.

Marla comenzó a ir a los grupos de apoyo porque era más fácil estar con escoria humana. Todos padecían algún mal. Y durante un rato, en la pantalla del monitor cardíaco la línea de su corazón aparecía plana.

Marla cogió un trabajo que consistía en preparar funerales por adelantado para una casa de pompas fúnebres donde algunos hombres gordos, pero sobre todo mujeres gordas, salían de la sala de exposición con una urna crematoria del tamaño de una huevera, y Marla, sentada en el despacho del recibidor, con el pelo negro recogido y las medias con enganchones y un bulto en el pecho y un destino funesto, les decía: «Señora, no se engañe. En esa urna diminuta no cabría ni siquiera su cabeza. Vuelva dentro y escoja una urna del tamaño de un balón».

El corazón de Marla tenía el mismo aspecto que mi cara. La inmundicia y la escoria del mundo. Escoria humana postconsumista que nadie se preocuparía jamás de reciclar.

Entre los grupos de apoyo y la clínica, me dijo Marla, había conocido a mucha gente que ahora estaba muerta. Personas que estaban criando malvas y que la llamaban de noche por teléfono. Marla se iba de bares y, cuando el camarero gritaba su nombre y ella atendía la llamada, la línea se había cortado.

En aquellos tiempos, pensaba que estaba tocando fondo.

—Cuando tienes veinticuatro años —dice Marla— no tienes idea de cuan bajo puedes caer; pero, aprendí rápido.

La primera vez que Marla rellenó una urna crematoria no se puso la mascarilla, y más tarde se sonó la nariz y el pañuelo se tiñó de negro con los restos del señor Zutano.

En la casa de Paper Street, si el teléfono suena una sola vez y lo coges y la línea se ha cortado, sabes que es alguien que intenta contactar con Marla. Ocurre más veces de las que te imaginas.

Un inspector de policía empezó a llamar a la casa de la calle Paper Street por la explosión de mi apartamento; Tyler se ponía a mi lado, apoyaba el pecho contra mi espalda, y me susurraba al oído mientras yo atendía al teléfono con el oído libre y el inspector me preguntaba si conocía a alguien que supiera fabricar dinamita casera.

—El desastre es una parte natural de mi evolución hacia la tragedia y la disolución —susurraba Tyler.

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